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– Costa se sentirá tan orgulloso de ti…

– Yo no vivo para él, a pesar de lo que tú puedas pensar.

– ¿Estás muy enfadado conmigo, verdad? -Podrías apostarte algo.

– Bueno, pues ya que estás enfadado conmigo, ya no importa que te lo cuente todo, capitán Theodore Avaliotis.

– ¿Qué?

– Así es, Theodore. Se supone que una esposa ha de decir la verdad, ¿no es así? Deberías cambiar tu nombre. Theophilactos sí que es un impacto para esa gente de la Marina. Ni yo misma puedo decirlo bien.

– ¿Estás loca? ¿Después de todo lo que te dijo mi padre?

– Teddy, estoy diciéndote todo esto, porque creo, y es en ti en quien creo. ¿Teddy? Teddy…

El no respondió. Estaba frunciendo el ceño otra vez.

– Bien -dijo ella-, esto era la sorpresa. Me siento aliviada al haberlo dicho.

– Muy bien, ya lo has soltado. Ahora olvídate de ello.

Ethel pareció desanimarse, y de pronto se echó a reír.

– ¿Qué demonios es tan divertido?

– Estoy pensando qué es lo que va a decir, tu viejo, cuando se entere sobre mí, un marinero. ¡Una muchacha marinero!

– Dale un nieto -dijo Teddy-. Eso es todo lo que le interesa.

Costa había tomado un autobús desde Tampa a Tarpon Springs, y caminó el resto del camino hasta casa, y no a «Las 3 Bes», decidiendo que Noola se quedara detrás del mostrador -necesitaban cada uno de los dólares- mientras él trazaba planes familiares.

La primera cuestión era: ¿cuánto dinero necesitaría? ¿A quién pediría que hiciera el viaje, y si no podía pagarlo lo haría él, Costa? ¿Y qué más debería pagar?

Durante los días siguientes, Costa hizo poco más que permanecer sentado en casa, poner mala cara, murmurar y maldecir, garabatear nombres y cifras en las bolsas de papel marrón para comida.

– ¿Estás enfermo? -le preguntó Noola finalmente.

– Yo nunca estoy enfermo -le respondió Costa-. Anda, ve a la tienda y no me molestes.

– De pronto te has vuelto muy raro -dijo Noola mientras se iba.

Noola no quería decir «raro», pero tenía razón. Algo extraño le estaba sucediendo a Costa. Era una suerte que él y Noola hubieran decidido, hacía ya años, dormir en habitaciones separadas. Dos veces, durante la primera semana después de su regreso, Costa tuvo que levantarse en mitad de la noche para limpiar de sus sábanas el testimonio de sus sentimientos «pecadores».

Durante el día, utilizando el teléfono, organizaba a los peregrinos para la héjira al Oeste: la esposa de su difunto hermano y familia, su hermana y familia, sus dos mejores y más viejos amigos y sus esposas. Todos lo reconocieron como jefe del clan, estaban dispuestos a hacer el viaje, pero, como Costa ya había supuesto, indicaron claramente, con las excusas del caso, que él debería hacerse cargo hasta el último céntimo de todos los gastos, incluyendo vestidos nuevos para las «chicas».

– No os preocupéis -pronunció Costa en esta ocasión histórica-. ¡Yo lo pagaré todo!

Cuando hubo hecho la suma, Costa solicitó un préstamo al Banco. Le fue negado. En un impulso, hipotecó «Las 3 Bes», ignorando las objeciones histéricas de Noola.

– Estás tirando nuestro dinero -le dijo ella-. ¿Qué es lo que sucede… qué es lo que te está volviendo loco? Iremos únicamente tú y yo. ¡Suficiente! Voy a decirlo a todos cuando regresemos.

– ¿Cuántos hijos me has dado? -replicó Costa.

Unos días más tarde Costa pudo refunfuñar que ella y su gorda cuñada se habían dado una condenada prisa en comprarse lujosos vestidos nuevos. ¡Hablando de tirar el dinero!

– ¿Quieres que tenga buen aspecto, verdad? -preguntó Noola.

– Ponte aquel vestido negro, tienes suficiente buen aspecto.

Noola no aceptó esta observación como un cumplido.

Sentado en un banco en la plaza pública, el sol en el rostro, rodeado por sus amigos, Costa comentaba:

– Me cuesta una fortuna, quizá más, pero lo que ellos hacen será continuar mi nombre. ¿Qué hay más importante, os pregunto yo?

Nadie supo responderle.

Nueve semanas de tiempo pueden tener cualquier duración.

En este caso no fueron muy largas, porque todos estaban intensamente ocupados.

Ethel, una «recluta femenina» en el campo de reclutas en un extremo del continente, nunca había trabajado físicamente con tanta dureza en toda su vida. Continuamente se sentía demasiado cansada para emprender el viaje que deseaba hacer hacia el Sur, a Mangrove Street, para conocer a su suegra. Se intercambiaron breves notas, en papel «Hallmark», se anticiparon expresiones de cariño.

Pero Ethel nunca se sentía demasiado cansada por la noche para escribir a su prometido, largas cartas. Se lo contaba todo. Al propio tiempo, no había nada que contar. Ethel vivía sola, en mente y en cuerpo, y por Dios, por primera vez en su vida, se complacía en ello.

Cuando volviera al Oeste, ella sería, le decía a Teddy, un aprendiz marinero.

– Espera a verme en mis bines [14] -escribía.

Teddy, altamente confiado por las cartas de Ethel, llenas de adoración, se entrevistó con el oficial de la base encargado de los servicios de educación, para informarle de que ya no le satisfacía ser un suboficial, de tercera clase, y quería ascender.

El hombre cuya ayuda Teddy estaba solicitando estaba sentado junto a su despacho, apoyado en los dos brazos como si estuviera en un barco zarandeado por la tempestad. Conocido como Coach por sus compañeros, era un veterano oficial destinado a tierra. Siempre lucía sus galones de combate. En aquel momento estaba solucionando un crucigrama.

– Necesito su ayuda, señor -dijo Teddy.

– ¿Cuáles son tus estudios? -El oficial de educación acabó de escribir una palabra.

– Universidad júnior. Un año. Lo dejé.

– ¿Por qué?

– No podía pagarlo. Y, para confesar la verdad, no me importaba en absoluto.

– ¿Cuál es la diferencia ahora?

– Voy a casarme.

– ¿Cuándo?

– Dentro de siete semanas.

El oficial de educación suspiró. Estaba mirando su crucigrama.

– ¿Qué sucede, señor?

– ¿Crees tú que una luna de miel es momento adecuado para estudiar?

– Yo no necesito luna de miel, señor.

El oficial de educación sonrió y comenzó a rellenar una palabra.

– ¿No me cree usted? preguntó Teddy.

– ¿Y por qué debería creerte? ¿Quién es tu esposa? ¿Tu futura?

– Está en Orlando. Un recluta femenino. Esto fue idea de ella. Está entusiasmada.

El oficial de educación alzó la cabeza.

– ¿Quieres decir que no vamos a permitir que nuestros camaradas de apéndice-partido intervengan en nuestros proyectos de trabajo?

– Lo que quiero decir, señor, es que yo no voy a permitirlo. Si usted me ayuda, voy a estudiar hasta que se me caigan los ojos. Dígame nada más lo que debo aprender y en dónde conseguir los libros.

– Mi experiencia es… -el oficial volvió a mirar su crucigrama- que los que abandonaron una vez vuelven a hacerlo.

– ¡No seré yo! -Teddy había alzado su voz.- ¿Quiere usted, señor, que le ayude a resolver ese crucigrama? Así podremos hablar durante un minuto. Necesito su ayuda.

El oficial sonrió ante el enojo de Teddy.

– Voy a decirte la verdad. -Se echó hacia atrás. – En este momento no me gusta que entren nuevos jóvenes en servicio. Nunca se les ha pedido que piensen. Así que, ni saben hacerlo, ni nunca aprenderán.

– Ahora está usted hablando conmigo, señor.

El oficial asintió, sin convicción, pero algo impresionado. Le dijo a Teddy que el primer obstáculo estaba en pasar los exámenes universitarios. Superados, podía solicitar el ingreso en alguna de las Universidades que ofrecían entrenamiento a los oficiales de la reserva naval.

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[14] Traje de faena. (Nota del Traductor.)