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– Muy pronto podré decirte hasta dónde llega tu formalidad -dijo.

– Someto a su observación mi trabajo.

– No será por el trabajo. Observaré a tu esposa, cuando la conozca.

La influencia de Ethel había causado efecto incluso en su padre. El doctor Laffey había encontrado una nueva amante, de treinta y pico de años.

– Me ha hecho sentir como un cervatillo en primavera -dijo a su hija por teléfono.

Cuando llegó el día, Costa se presentó para la ceremonia (con su mismo traje de pelo de camello negro), trayendo a remolque lo que el doctor Laffey describió después como una delegación para una convención de fonducho grasiento. Ethel estuvo recibiendo besos de personas que le habían sido presentadas tres minutos antes, todas las cuales exhalaban ese olor peculiar, pero no desagradable, de Costa.

Teddy les había buscado alojamiento en un motel con derecho a cocina, cerca de Saint Spiridon, convenciendo al gerente de que para los griegos era un hábito normal que cinco hombres durmieran en una habitación y cinco mujeres en otra. Estas habitaciones contiguas, rebosantes de paquetes de comida y de maletas, recordaban un campo de refugiados después de una catástrofe.

La noche antes de la boda, los griegos dieron una fiesta. Las cinco mujeres cumplieron con su deber en las pequeñas cocinas. Se pusieron a trabajar al romper el día y a las siete estaba dispuesto un ágape de cuatro platos, listo para ser servido en platos de papel con un dibujo de criaturas del mar.

Ethel se encontró en el centro de un remolino de afectos. Las mujeres griegas aprovechaban cualquier excusa para tocarla. Cuando Ethel se sentaba, ellas se sentaban junto a ella, ofreciéndole pequeñas cantidades de comida para entretener el tiempo hasta el momento del ágape. Le acariciaban el cabello, expresando su admiración:

– ¡Mira, como oro!

Le alisaban el vestido y la falda, sacudían las migas de su regazo. Después, cogiéndole las manos, examinaban sus dedos y sus palmas, hablando entre sí para comparar impresiones, afirmando, sonriendo, y estando de acuerdo en que Ethel era la muchacha conveniente, la muchacha que ellos habían esperado, una buena elección para Teddy.

Ethel recibió el mensaje. El futuro de ambos estaba en las manos de ella.

Por primera vez en su vida, Ethel tenía lo que había deseado: una familia a su alrededor. Le gustó ser el centro de todas sus esperanzas.

Finalmente comprendió algo más: la trataban como si ya estuviera encinta. Por este motivo la hacían sentar continuamente, descansar, y la colmaban de mimos. Y alimentos.

El único invitado por parte de Ethel era su padre. Mistress Laffey se había quedado en el cuarto de su hotel, enviando saludos por mediación de su marido, que el doctor Laffey se olvidó de transmitir.

– ¿Dónde está su esposa? -preguntó Costa-. Es como un ratoncito. ¿Dónde se esconde, tan callada?

– Está en el hotel. No se encuentra bien.

– Gracias a Dios no está enferma, ¿verdad?

El viaje desde Tucson había hecho mella en la fortaleza de mistress Laffey, pero ésa no era la razón por la que, poco después de haberse alojado en el «Sheraton Half-Monn Inn», ella le dijo que necesitaba reposar en la cama. Había otra causa, secreta.

Era la primera vez en muchos años que Emma y Ed Laffey compartían un mismo dormitorio. Tan pronto el botones cerró la puerta, el doctor se desnudó para ducharse y asearse. Ver a su marido desnudo fue un trauma para Emma. Su vigor abundante, su evidente sexualidad, la deprimieron y la asustaron. Supo que lo que había estado sospechando durante mucho tiempo tenía que ser verdad. El doctor Laffey tenía otra mujer, una amante. Éste reconocimiento la desmoronó. El encantador míster Avaliotis, pensó, ¡nunca haría algo tan desleal a su esposa!

La cena en el motel resultó muy bulliciosa. Ethel pronto se dio cuenta de que todo lo que sucedía iba dirigido a ella. La tribu de griegos, todos originarios de la isla Kalymnos del Dodecaneso, contaron a la joven mujer que estaba penetrando en su mundo, las leyendas de su lugar de origen. Le describieron la topografía, las colinas rocosas, los olivares, los puertos, las playas. La historia del Dodecaneso fue narrada en detalle, con todas las fechas importantes. Las villanías de los turcos fueron explicadas gráficamente; las de los italianos, humorísticamente. Uno de los hombres que había luchado contra los italianos en 1942 contó historias amables sobre su cobardía, explicando cómo los bribonzuelos corrían a toda velocidad hacia sus oponentes griegos para rendirse sin demora.

Inspirados por la bebida y los ojos relucientes de la novia, comenzaron a cantar, al principio canciones de Kalymnos, su isla de origen, y después de Simi y Halki, sus vecinas del Egeo. Extendiendo el círculo de su memoria a medida que se les agotaba el repertorio, recordaron canciones de Samos, de Mitilene, entrando en las Cicladas y finalmente hasta el propio Peloponeso. Aquella noche toda Grecia fue celebrada en un motel de San Diego.

Finalmente Costa cantó.

– Felices son los ojos del novio, que escogió esta bella novia. -Brindó entonces por el doctor Laffey.- Deseo una larga vida, suficiente para pagar esta boda.

Siguió el baile. Costa inició a Ethel. Ella sentía su fuerte brazo alrededor apretando la delicada estructura de su caja torácica contra el poderoso pecho de él. Ethel lo miraba a los ojos, resplandecientes con la expresión de un hombre satisfecho.

Era su hora. Ellos eran la familia, él el mantenedor de la tradición, ella la madre del futuro.

Al finalizar un baile, y mientras Teddy reía, Costa retuvo a Ethel cautiva, jadeante. El doctor Laffey se disculpó y se fue al hotel. Ethel comprendió perfectamente que la partida repentina de su padre era una transferencia de ella a esta nueva familia mucho más decisiva de lo que pudiera ser cualquier ceremonia.

Quería pasar la noche en el motel con Teddy, y así se lo susurró. Pero Teddy lo pensó mejor; Costa lo sabría y no le gustaría. Lo último que Ethel deseaba era arriesgar un disgusto con el viejo; lo que más la preocupaba en aquellos momentos era su aprobación.

Al día siguiente la ceremonia pareció una pálida continuación de la fiesta, excepto por su climax, el acontecimiento que más tarde Costa definiría como el momento más feliz de su vida.

Se sentía desilusionado por la manera en que se cantó el ritual de la boda. El joven sacerdote, nacido en los Estados Unidos y sin barba, estudiante en un seminario erigido con fondos donados por millonarios griegos con sentimientos de culpabilidad, habló en el viejo lenguaje con un marcado acento americano. Los votos tradicionales, aunque correctos en la letra, fueron pronunciados sin el tradicional fervor. Un sacerdote de los viejos tiempos hubiera cumplido con el propósito de Dios, intimidando a todos los presentes, especialmente a la joven pareja, imprimiendo en ellos para siempre el temor del pecado.

Pero era evidente que ese tipo de catarsis estaba ausente. Costa estuvo mirando a su alrededor tristemente, haciendo muecas simiescas, refunfuñando en la oreja de Noola, y después parloteando alto hasta que su esposa le dijo que se callara porque estaba estropeando el servicio religioso.

Pero lo que compensó de todo lo que dentro de la iglesia fuera errado, fue el ritual llevado a cabo en el exterior. Durante esa parte del gamos [15], cuando el sacerdote sostiene dos coronas iguales de flores de azahar (atadas con una cinta blanca: Union) sobre las cabezas de la novia y el novio, diez de los amigos de Teddy abandonaron furtivamente sus puestos en la iglesia. Al finalizar la ceremonia, mientras todos se agrupaban alrededor del sacerdote para besarle la mano (para Costa un sabor amargo: ¿dónde estaba aquella fuerte sensación de sebo, adecuada para la mano de un sacerdote?) los jóvenes se alinearon a ambos lados de la salida. Cuando los recién casados aparecieron en la puerta de la iglesia, esos gallardos mozos de azul levantaron sus sables cruzando las puntas y creando un arco de honor.

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[15] Casamiento. (Nota del Traductor.)