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– Teddy, estoy cocinando.

– Y yo también. Deja que esa carne espere. No la pongas al fuego todavía.

– Justamente acabo de poner la tuya. Te gusta bastante hecha, ¿verdad?

– Sácala. Ya la pondrás después.

– Teddy, he comprado una buena cena; he trabajado toda la tarde para prepararla. Déjame ir. No hemos comido en casa durante toda la semana y tú mismo estabas gruñendo el otro día por este motivo. Así que ahora vamos a tener una buena comida. Y también tengo vino.

– ¿Y qué voy a hacer con esto? -preguntó, embistiéndola con ímpetu.

– Toma una ducha.

– No necesito una ducha. -Se alejó.- Hoy te he visto paseando por la base -dijo-, desde la ventana del oficial de educación.

– Mi jefe instructor es un maníaco. Nos ha hecho marchar arriba y abajo casi dos horas, sin ir a ninguna parte. Voy a dar la vuelta a tu filete.

– Deja que se queme un poco. Yo he querido decir, sola. Cada vez que te he visto estabas sola. ¿Todavía no has hecho ninguna amistad?

– Tú eres mi amigo.

Teddy también la había visto marchando, dando sus pasos con un gran esfuerzo aparente, dominando su inseguridad, con la cabeza y la nuca en tensión, como una colegiala dirigiéndose a alguna parte para recibir un rapapolvo.

– Yo nunca he tenido amigos -le dijo Ethel desde la cocina.

«Sólo amantes», pensó Teddy.

Fuera, alrededor de la piscina, era un sábado por la noche, la hora de preparar la comida, las familias estaban tumbadas en mantas alrededor de hornillos y pequeños hibachis [16] japoneses. En la piscina se apiñaban los cuerpos y el olor del cloro en el aire llegaba hasta el piso superior. Se oía un coro continuo de chillidos y gritos, la risa retozona de los niños mezclada con las órdenes y las protestas de sus padres. Y dominándolo todo, música de rock y el juego de pelota retransmitido por un buen número de transistores.

Ethel entró con el pan francés envuelto en papel de estaño, salió y regresó con la salsa de chile y la mantequilla, y después con las ensaladas en cuencos de madera.

– Todavía no he aliñado la ensalada. Lo aprendí de tu padre.

– Esa condenada piscina es como una casa de locos.

– Yo ya no la oigo.

– Me acuerdo de la piscina de tu padre, lo limpia y lo tranquila que estaba.

– También yo me acuerdo. Pero prefiero estar aquí. Contigo. Siéntate. Sirvo el vino.

En el momento en que Teddy se sentó se oyó el ruido de un choque de autos. Corrió a la ventana del cuarto de baño que daba a una zona de aparcamiento. Al retroceder, un hombre había chocado contra otro auto. Se oyeron gritos a dúo. Ambos estaban borrachos.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Ethel desde la cocina.

– Es la noche del sábado.

– Quiero preguntarte algo -le dijo Ethel mientras ponía la carne en la mesa.

– ¿Cuál es el mío?

– El negro. Teddy, ¿por qué no puedes estudiar aquí?

– Me he acostumbrado a estudiar en mi viejo cuarto.

– Creía que habían destinado un nuevo compañero de cuarto a Block.

– Suele estar allí por la noche.

– Pero tú sueles ir allí por la noche…

– Eh, Kit, ¿no irás a decirme ahora en dónde puedo estudiar, verdad?

– Naturalmente que no.

– Porque yo sé en dónde puedo estudiar y en dónde no puedo.

– Seguro. No te enfades. Pero, oye, Teddy…

– Eso es asunto mío. ¿Entendido?

– Estás enfadado.

– No. Si lo estuviera ya lo sabrías.

– Yo sólo quería decir que ésta es tu casa. ¿Por qué no puedes estudiar después de la cena mientras yo ordeno las cosas? Después leeré en la cama y te esperaré.

– Ya lo intenté. Y pensaba continuamente: ella me está esperando en la cama. Y tú te estás ahí mirándome de ese modo especial. Y entonces yo caigo. Y ya se ha pasado la noche. Y después tengo demasiado sueño para leer. -Pues no te miraré. Me volveré de espaldas. -Fuiste tú quien comenzó todo esto de que yo me convirtiera en oficial.

– Lo sé. Y pensé que podríamos trabajar juntos… -No, gracias. Realmente. No suelo ser así. Pero gracias. – De acuerdo. De todos modos, ya lo he dicho. ¿Cómo es el vino?

– Bueno. ¿Cuánto te costó?

– No lo preguntes. Lo he pagado con mis ahorros. -No quiero que hagas eso nunca más. Sólo nos engañamos a nosotros mismos cuando haces eso.

– Yo quería que tuvieras vino con tu filete. «Modo adecuado», ¿sabes?

Teddy criticó el melón.

– ¿Lo has encargado por teléfono? -preguntó.

Ethel admitió haberlo hecho.

– Un melón no puede comprarse por teléfono. Un melón has de tenerlo en tus manos, olerlo y apretar allí donde se supone ha de ser blando, en el ombligo. Incluso así, es una adivinanza. Pero es seguro que siempre te mandarán uno como éste si lo encargas por teléfono. Mi viejo llamaría a esto un jugo de melón.

– Pero ir a comprar melones lleva todo el tiempo. Me paso todo el día allí, recitándoles las listas que he aprendido de memoria la noche anterior y que olvidaré tan pronto las haya dicho. Entonces me hacen marchar y hacer ejercicios, arriba y abajo, y cuando llego aquí…

– La próxima vez compraré yo el melón, cuando regrese. ¿Cuánto costó este melón?

– No lo sé.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo hice cargar en cuenta.

– ¿No preguntaste? ¿Y cuánto costó el filete… lo sabes?

– También lo compré a cuenta.

– ¡Jesús!

Ethel se bebió su vino de dos tragos.

– Creo que quizás esta misma noche -dijo Teddy- deberíamos tener una charla sobre nuestras posibilidades económicas. No quiero que pagues las cosas de tus ahorros. No sé cuánto dinero debes tener, pero no quiero que vivamos de él.

– ¿Por qué no te duchas mientras limpio todo esto?

– ¿Cuánto dinero tienes… te importa que lo pregunte?

– ¿En este momento? Unos cientos de dólares. Mi padre solía darme una asignación de cien dólares a la semana.

– ¿Pero tus vestidos y todos esos mejunjes de la perfumería?

– Cuentas de crédito. Mi padre me dio tarjetas de crédito.

– ¿Tu madre no es una mujer rica?

– La familia de mi madre posee minas al sur de aquí. Cuando ella muera yo seré bastante rica si acepto su dinero… pero no pienso hacerlo.

– De modo que tendremos que aprender a ser cuidadosos, ¿no es así?

– Sí, así es.

– De esto es de lo que quiero hablarte.

Mientras Ethel fregaba la bandeja del horno con estropajo metálico -la grasa de la carne, anotó mentalmente, se cuece en el metal- Teddy se acercó a la cocina con la carta de Ernie en su mano.

– ¿Querías que yo leyera esto?

– No. Pero, seguro, ya puedes leerlo.

– Estaba abierto y en mi lado del escritorio, fuera del sobre, de modo que yo pensé… ¿Quién es Ernie?

– Un tipo que yo conocía.

Ernie se había encontrado a Carlita en la calle, le sonsacó la noticia del casamiento y la dirección de Ethel.

Teddy estaba releyendo la carta.

– Ya te hablé de él -dijo Ethel.

– ¿Cuándo?

– Ese día.

– ¿Cuando te fuiste a casa para preparar a tus padres para la visita de mi padre?

– Creo que sí. Sí.

– ¿Viste a tu viejo amigo entonces?

– Solíamos hablar mucho y quise que supiese que ya había encontrado al hombre que yo necesitaba.

– ¿Qué es lo que quiere decir aquí: «Sé que hay mucho que él puede aprender de ti.»?

– En general. Sobre la vida. Supongo.

– Yo creo que quiere decir alguna otra cosa.

– Oh, no. Ernie no es socarrón ni astuto.

– ¿Te acostaste con él?

– Naturalmente que no. ¿Qué te crees que soy?

– ¿Pero se lo contaste todo sobre nosotros?

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[16] Fogones a carbón. (Nota del Traductor.)