Cuando oyó a su marido gruñendo y suspirando en su habitación -el primer sonido que Costa dejaba oír cada mañana era una queja al Destino- se apresuró a preparar el café. Costa exigía que estuviera a punto cuando él entraba en la cocina.
Sí, la presencia de Ethel en la casa era un enigma; su hijo no le había aclarado nada. Pero Noola le conocía bien la voz y sabía cuándo estaba inquieto.
– Café -dijo Costa entrando en la cocina.
Ella se acercó arrastrando los pies en sus zapatillas, y cogiendo una taza por el camino.
– Hoy le enseñaré Tarpon -dijo Costa.
– ¿Y qué hay que ver? -comentó Noola-. ¡Una calle a lo largo del muelle, algunas tiendas viejas y ese parque lleno de vagabundos!
– Le explicaré, cuando caminemos por el muelle, lo que era antes. Se lo explicaré de tal modo que ella vea cómo era en los viejos tiempos. ¿Planchaste mi traje?
– Costa -le dijo la mujer-, ¿un traje negro con este calor?
– ¿Quién va a llevarlo, tú o yo?
Ella instaló la tabla de planchar.
– ¿Tienes camisa limpia para mí?
– En el cajón de tu cómoda.
Unos momentos después, Costa regresó con la camisa y le enseñó, como si ella lo hubiera arrancado expresamente, el lugar en donde faltaba un botón. Su gesto, al señalar ese lugar vacío, hacía innecesaria una reprimenda.
– Hoy comeré un par de huevos, dos, no uno -dijo Costa.
Noola puso los huevos a hervir. Cortó con los dientes una hebra de hilo blanco y puso el extremo en su boca afinándolo lo suficiente para que pasara por el ojo de la aguja de coser. Necesitó lentes para hacerlo; los ojos habían estado escociéndole.
– Hoy hay que pagar el dinero de la hipoteca -dijo.
– Págalo, pues.
– No lo tengo.
– ¿Cuánto piden?
– Igual que cada mes. Sesenta y dos dólares.
Costa hizo un gran gesto con la mano en el aire.
– ¿Qué son sesenta y dos dólares?
– Es lo que el Banco espera recibir de nosotros esta mañana.
– ¿Cuánto tienes?
– Necesito treinta y des dólares para llegar a esa cantidad.
– Diles que el mes que viene seguro. Habla a míster Mavromatis presidente allí; es un viejo amigo de mis días jóvenes.
– Habla tú con él. Es tu viejo amigo de tus días jóvenes.
– Hoy tengo trabajo. Tengo que enseñar a Ethel nuestra vida aquí.
– Míster Mavromatis dirá que hables con míster Cotter y míster Cotter…
– ¡Oh, Cotter! ¡Nada para preocuparse! Algo loco, seguro, pero hombre distinguido. Explícalo todo.
– ¿Y qué hay que explicar? No tenemos el dinero, esto es lo que sucede. ¿Cuánto dinero tienes?
– Tengo bastante, quizá, para que la chica pase buen día hoy. Es nuestra hija, Noola, ¿no? Primera vez aquí, ¿no? Prepara agua caliente, ¡a lo mejor quiere bañarse!
– Ayer noche se bañó. ¿Por qué no me das treinta dólares, Costa?
– Noola, hay cosas más importantes en mi vida que el Banco. Mil veces lo he dicho. Tenemos cinco años para pagar condenada hipoteca. Explica eso al bastardo, Mavromatis, ¡que el demonio joda a su madre! Dile que no me moleste más. Tengo otros problemas. Es viejo amigo, entiendes. Me admira mucho.
Recosido el botón, cortó con los dientes el extremo del hilo.
– Espero que hoy se porte como viejo amigo -dijo Noola.
– La oigo. ¡Rápido! Se está levantando.
– ¿Rápido qué?
– Pon café.
– Está listo. Tú lo has estado bebiendo.
– Por favor, Noola, no quiero riñas. Procura que todo sea bonito delante Noola, por favor. ¡Oh, mis huevos! ¡No los comeré duros!
Mientras Noola le servía sus huevos, que estaban en su punto, Ethel entró y les dio un beso a ambos.
– Hoy haremos gran vuelta -dijo Costa-, así que come mucho… huevos, querida niña, todo lo que quieras, tostadas, café, queso, miel, da fuerza.
– Hoy, en cualquier momento -dijo Ethel-, quiero lavarme algunas cosas.
– Dáselo a Noola -dijo Costa-. Ella lavará.
– Costa, Noola tiene suficiente trabajo sin lavar mi ropa interior.
– Vamos, desayuna, corre antes que haga mucho calor. Hoy te enseñaré Tarpon Springs. ¿Quieres baño?
– No puse agua a calentar -dijo Noola-. Ya te lo he dicho.
Una mirada de Costa le recordó que no debía pelearse con él delante de Ethel.
– Me bañé la noche pasada -dijo Ethel-. Estoy bien.
– Pues vamonos, arre caballito, nos vamos querida niña.
Ethel tardó algún tiempo en vestirse, pero ni la mitad del tiempo que tardó Costa en afeitarse, limpiarse los zapatos negros, ponerse la camisa, anudarse la corbata y vestir su traje negro.
Salieron como una pareja, el brazo de Ethel alrededor del codo de Costa, caminaron desde Mangrove Still («Un cracker [20] de los viejos tiempos fabricaba licor aquí», explicó Costa) hasta Tarpon Springs («Hubo tiempo cuando la bahía estaba llena del pez tarpón poniendo huevos. Ahora todos marcharon»).
Tan pronto como salieron de la casa, Noola hizo las tres camas, aseó las habitaciones y lavó los platos del desayuno. Ni Costa ni Ethel habían puesto los platos donde comieron los huevos a remojar en agua fría… Costa por orgullo; Ethel, pensó Noola, porque estaba acostumbrada a los sirvientes. Noola tuvo que limpiar esos platos rascando con un cuchillo.
En la habitación de Ethel encontró la ropa interior que Ethel quería lavarse. Noola estuvo examinándola. ¡Qué ropa tan ligera! Y transparente. No cubría nada. ¿Cómo se sostenían? ¿O cómo podían sostener algo en alto esos dos colgantes de red?
Aquí no había sirvientes; que la chica hiciera su trabajo. Se fue a su habitación.
Abrió el cajón de la cómoda en donde guardaba sus medias. En la parte de atrás encontró las medias grises enrolladas en donde guardaba el dinero ahorrado para la hipoteca. Estas medias eran también las que llevaba cada mes para su visita al Banco.
Tres billetes de diez, sólidamente atados. Su padre siempre había tenido algún dinero para evitar momentos de apuro como éste. Admitiendo la verdad, Costa tenía dinero cuando se casó con ella; él no tenía culpa de que se hubiera presentado la marea roja. Esa fue una faena de Dios conjurado con el Demonio.
Era mejor que se fuese. A pesar de lo que había dicho a Costa sobre el calor, Noola decidió ponerse el vestido negro. Resultaba más digno. Quitándose la bata, se puso el vestido por los hombros, tirando para acomodarlo al cuerpo y cerró la cremallera a un lado. Examinó las medias grises buscando puntos escapados, y después, cruzando un tobillo sobre la rodilla deslizó suavemente su mano hacia arriba, por encima de la vena hinchada detrás de la pantorrilla. Su madre había tenido venas varicosas. Llevó medias ortopédicas y siempre estuvo quejándose del dolor. Noola no esperaba nada mejor.
Se levantó de pronto y sucedió aquello. El doctor le había dicho que no tenía por qué preocuparse. Cuando estuviera un rato sentada, le dijo él, si se levantaba de súbito podía tener un breve episodio de vértigo. Noola recordaba esa palabra «episodio», y también:
– Usted ya no es una niña, mistress Avaliotis.
Se sentó en el colchón, dejó caer la cabeza y esperó que pasara. No tenía ganas de ir a ese Banco, no quería tener que mendigar a esos dos hombres, ni al viejo amigo de Costa, Mavromatis, ni a ese alocado y distinguido Cotter. De esto se trataba realmente, de darles lástima. Ni tan sólo sentía deseos de ir al centro de la ciudad. No le apetecía tener que preparar una buena cena: – Prepara algo especial -había ordenado Costa. No para festejar a una chica que había abandonado a su hijo sin ninguna explicación.
Noola estaba respirando con jadeo otra vez, pero por causa de su enfado, y no porque sintiera vértigo.
Estaba en una trampa, y de ésta no podía escapar, la trampa que suponía estar casada y ser madre, la trampa llamada bondad hacia todos, comprensión en todo momento, paciencia infinita. No se sentía amorosa o amable, comprensiva o paciente. Ni un ápice.