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Por esta razón, así como por otras más instintivas, a Costa nunca le había gustado ese hombre. Ahora, cuando Costa y Aleko entraron en la barbería, Costa no dudó un momento en tirar al barbero por el codo, alejándolo del cliente que tenía en el sillón.

El barbero se ofendió.

– ¿Qué es lo que quieres, tú? -protestó en griego. Había estado afeitando a un norteamericano, un viejo político del Condado.

– ¿Qué es lo que hay para afeitar? -respondió Costa, también en griego, señalando al recaudador de impuestos, que era calvo, tenía un bigote fino y un flequillo en la nuca.

– Vamos, vamos, tengo que hablarte uno o dos minutos.

– Espera hasta que acabe con mi cliente…

– ¡Una mierda espero! Míster, vamos, vayase de aquí, vuelva dentro de quince minutos, ¿de acuerdo, míster?

El viejo fanfarrón no tenía ningún deseo de quedarse allí si el barbero cogía su navaja por otras razones que no fuesen profesionales. Se levantó y echó a correr, buscó una cabina de teléfono y llamó a la oficina del sheriff. El barbero era notorio por sus peleas y escándalos.

– Ahora, cerdo, vas a cantar para mí -dijo Costa- Canta para mí lo que hasta ahora has estado cantando a mi espalda.

– ¿De qué clase de imbecilidad sin pies ni cabeza estás hablando? -preguntó el barbero.

– Sabes bien de lo que estoy hablando, estoy hablando de la esposa de mi hijo. ¿Quién te ha dado a ti el derecho de mencionar su nombre, pequeño cerdo de zapatos puntiagudos?

– ¿Quién me ha dado el derecho? ¿Necesito algún derecho especial para hablar en mi barbería? Este es un país libré, ¿es que todavía no te has enterado?

– Ahora me acuerdo, tú eres amigo de Petros, ¿no tengo razón?

– Yo no soy su gran amigo. Qué demonios, vengo de la misma parte de la isla, pero no soy su primo. Pero déjame que te diga que Petros, en su peor día, es un hombre mejor que tú.

Cuando Costa se abalanzó, centelleó la navaja del barbero. Nadie supo inmediatamente si la navaja había tocado a Costa, pues el corte fue muy fino. Costa agarró al hombre del pescuezo y le golpeaba la cabeza contra el soporte metálico para la cabeza del sillón.

– Ahora, canta, hijo de puta, canta, canta para mí.

– Sí, sí -jadeaba el barbero.

Costa aflojó un poco la presión. Al mismo tiempo colocó su rodilla entre las piernas del barbero, de modo que lo mantenía contra el respaldo del sillón, estirando su cuello por encima del soporte superior.

– Deja que yo lo oiga, que yo lo oiga todo. -Costa sacudía otra vez al hombre.

– ¿Cómo quieres que hable si me estás apretando el cuello? Suéltame, por el amor de Cristo.

– Ten cuidado con la navaja, Costa -dijo Aleko. Se acercó rápidamente y se la quitó al barbero.

Desarmado entonces, el hombre habló.

– No puedo hablar -dijo.

– Puedes hablar. Ahora te entiendo perfectamente. Vamos. El tema de la canción, tu amigo Petros y mi hija. ¡Canta!

– Es verdad. La esposa de tu hijo y Petros. ¡Bum, bum, come su pan! ¡Opa, opa, en su cama! ¿Trabaja para él, verdad? El le da dinero, ella, su trasero.

Cuando Costa salió de la barbería, se apropió del cuchillo sueco colgado en la pared.

Subiendo por la calle, comprobó si estaba bien el bebé en la parte superior del auto. Oscurecía, se acercaba la hora de darle de comer.

– ¿Adonde vamos ahora? -preguntó Aleko.

– Hora de alimentar al chico -dijo Costa-. Vamos a casa.

Al cruzar la calle principal vieron el auto de la Policía que venía por el otro lado a toda prisa, sirena en marcha.

Mientras Costa el joven estaba terminando su botella, la pareja de policías, uno un cracker [23] y el otro griego, se acercaron por el porche y llamaron a la puerta.

– Shshshshshshsh… -siseó Costa.

La Policía entró de puntillas en la casa.

Detrás de ellos, Costa vio al barbero.

– El no entrará -advirtió.

El policía que era un cracker habló primero. El se ocupaba de los casos griegos, y el griego se ocupaba de los casos cracker… hasta que topaban con dificultades, y entonces cambiaban la técnica.

– Bueno, míster Avaliotis -dijo el policía cracker-, somos viejos amigos y siento mucho tener que decir que he recibido una denuncia contra usted. Asalto con provocación.

Costa alzó el brazo que había estado debajo del niño. Lo tenía vendado con una tela -parte de una funda de almohada-empapada en sangre.

– Yo también puedo denunciar -dijo Costa.

El policía cracker miró al barbero de pie en la puerta del porche.

– Debería usted llevarlo al hospital -dijo el policía griego a Aleko, que estaba sentado en un rincón de la habitación.

– Si voy al hospital, tengo que explicar en dónde me han hecho esto. Dime, policía, el barbero usa su navaja con enemistad contra cliente, ¿me entiende? Su licencia, etcétera, etcétera, cuéntemelo.

Ambos policías se volvieron y miraron al barbero que había retrocedido hasta el extremo del porche.

– ¿Va a presentar usted cargos? -preguntó el policía cracker.

– El olvida, yo olvido -dijo Costa.

El barbero asintió y comenzó a bajar los escalones.

Entonces el policía griego entró directamente en materia.

– Ahora no debe usted hacer nada -le dijo a Costa en griego-. Prométamelo o yo…

– ¿Tú qué? -replicó Costa en el mismo lenguaje-. Vete de prisa de aquí, antes de que el diablo te coma. Eres griego, has oído lo que ha estado sucediendo. Mi hijo, él, no está aquí. Sabes que yo he de hacer algo, no importa qué, ni yo sé el qué, pero algo debo hacer, es mi deber para con la familia, tú sabes eso.

– ¿Qué es lo que ha dicho? – le preguntó el policía eracker a su compañero griego.

– Ha dicho que el incidente ha terminado.

Costa tenía todavía algo que decir al policía griego antes de que se marchara.

– Cuando estas cosas suceden -dijo-, volvemos al lugar de donde vinimos. ¡Sus leyes de aquí no significan nada! Tú conoces nuestras leyes.

El policía se despidió en inglés, y añadió en griego: -Buena suerte.

Una hora después, aproximadamente, con el niño en el asiento posterior protegido detrás de la reja de su parque plegado, Aleko y Costa se dirigieron al Sur, en el auto. Él cielo estaba oscureciendo, y la carretera densa con el tráfico del final del día.

Aleko detuvo su auto frente a la entrada de la dársena. Llegaba luz desde la oficina y desde algunas de las embarcaciones. De los cruceros habitados provenía un agradable murmullo. La gente estaba cenando.

Dejando a su amigo al cuidado del bebé, Costa caminó lentamente bajando por la rampa hasta la oficina a nivel del agua. Presentaba un aspecto poco impresionante, con su brazo izquierdo en cabestrillo, su estómago demasiado voluminoso, su grueso cabello negro en desorden, su paso ondulado sobre los dedos de los pies; pero parecía que se dominaba a sí mismo totalmente.

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[23] Miembro de la clase baja entre la población blanca al sur de los Estados Unidos. (Nota del Traductor.)