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—Para comenzar —dijo el inglés—, tomaría bananas.

—No dice «bananas», señor, sino «ananás»: zumo de ananás.

—Ah, sí. Bien, pues sírvame una sopa clara.

El joven Van devolvió la sonrisa a la joven Ada. Curiosamente, aquel breve intercambio de palabras en la mesa vecina produjo una especie de deliciosa distensión.

—De pequeño —dijo Van —cuando mi primera, o, mejor, mi segunda estancia en Suiza, creía que el «verglas» de« las señales de tráfico era el nombre de alguna ciudad mágica, situada algo más allá, al pie de todas las pendientes nevadas; una ciudad que nunca se dejaba ver, pero que esperaba su hora. Recibí tu telegrama en Engadine, donde hay lugares realmente mágicos, como Alraun o Alruna... que quiere decir «pequeño demonio árabe en el espejo de un hechicero alemán». A propósito, tenemos arriba el apartamento de otras veces, con una habitación más, la número 508.

—¡Oh, amor mío, temo que tendrás que anular la reserva de esa malaventurada 508! Si me quedase esta noche nos bastaría con la 510, pero tengo malas noticias para ti. No me puedo quedar. He de volver en seguida a Ginebra, en cuanto acabemos de cenar, para recuperar mis cosas y mis doncellas, que, al parecer, han sido mandadas por las autoridades a un Hogar para Mujeres Extraviadas porque no han podido pagar los nuevos derechos de aduana, absoltuamente medievales. Después de todo, ¿no está Suiza, de algún modo, en el estado de Washington? Escucha, no te pongas tan ceñudo (acariciándole la mano cubierta de manchas oscuras, donde su común marca de nacimiento había desaparecido entre las pecas de la edad, como un niño en el bosque otoñal de un cuento de hadas;) se le podía seguir reconociendo, todo lo más, el pulgar deformado de Mascodagama y las hermosas uñas en forma de almendra), te prometo que te avisaré dentro de un día o dos, y entonces haremos un crucero por Grecia con los Baynard..: tienen un yate y tres niñas adorables que todavía se bañan sin bañador, ¿de acuerdo?

—No sé a qué detesto más, si a los yates o a los Baynard. Pero, ¿puedo servirte de algo en Ginebra?

De nada. Baynard se había casado con su Córdula, después de un divorcio sensacional. Para serrar los cuernos de su marido habían sido necesarios los veterinarios de Escocia.

Ada no tenía aún su Argus. El negro lustroso y lúgubre del Yak de alquiler y las botas pasadas de moda de su chófer le recordaron la partida de Ada en 1905.

Cuando se quedó solo, volvió a subir, como un «hombre de cristal» cartesiano, como el fantasma del Tiempo en actitud de centinela, hasta su desolado quinto piso. Si hubiesen vivido juntos durante aquellos lamentables diecisiete años no habrían conocido aquel choque y aquella humillación. Su envejecimiento no habría sido sino un progresivo proceso de ajuste, tan imperceptible como el Tiempo mismo.

Su Trabajo-Pendiente, una gavilla de notas mezclada con sus pijamas, vino en su ayuda, como en Sorcière. Se tragó una tableta de Favodorme, y, mientras ésta hacía su efecto, se entregó, sentado ante el escritorio del salón, a sus «elucubracioncitas».

Los ultrajes y estragos de la edad, tan deplorados por los poetas, ¿ilustran al naturalista del Tiempo acerca de la esencia del Tiempo? Muy poca cosa. Solamente la imaginación de un novelista podía ser atraída por esta cajita ovalada, que un vez contuvo Duvet de Ninon(una marca de polvos, con un ave del paraíso en la tapa), olvidada en un cajón mal cerrado del arco de triunfo —no un triunfo sobre el tiempo, en todo caso— del escritorio. Parecía que el objeto azul-verde-anaranjado estuviese destinado a estimular en Van el pensamiento engañoso de que había permanecido esperando, durante diecisiete años, la mano lenta, como en un sueño, de su sonriente descubridor: un gastado truco de restitución simulada, una coincidencia prefabricada... y un verdadero desatino, porque era Lucette, hoy una sirena en los bosquecillos de la Atlántida, y no Ada, hoy una extranjera en una limusina negra cerca de Morges, quien tenía afición a aquellos polvos. Tirémosla, no vaya a desorientar a un filósofo más débil; lo que a mí me interesa es la delicada Textura del Tiempo, libre de todo recamado de acontecimientos.

Recapitulemos.

Fisiológicamente, el sentido del Tiempo es un sentido de continuo devenir, y, si el «devenir» tuviera voz, ésta podría ser, de modo bastante natural, una vibración sostenida; pero, por el amor del Leño, no confundamos el Tiempo con el Zumbido de oídos, ni el rumor de caracola marina de la duración con las pulsaciones de nuestra sangre. Por otra parte, el Tiempo, filosóficamente, no es sino el origen del recuerdo. La vida de cada individuo supone, desde la cuna a la tumba, la elaboración y consolidación progresivas de esa espina dorsal de la conscienciaque es el Tiempo de los fuertes. «Ser», quiere decir saber que se «ha sido». «No. ser» implica la única «nueva» especie de (falso) tiempo: el futuro. Lo descarto. La vida, el amor, las bibliotecas, no tienen futuro.

El Tiempo es cualquier cosa menos este tríptico popular: un pasado que ya no existe, el punto sin duración del «presente», y un «todavía no» que puede no llegar jamás. No. No hay más que dos paneles. El Pasado (existente para siempre en mi espíritu) y el Presente (al que mi espíritu confiere duración, y, en consecuencia, realidad). Si consideramos un tercer panel de la esperanza satisfecha: lo previsto, lo predestinado, la capacidad de previsión, de pronóstico perfecto, seguimos aplicando el espíritu al Presente.

Si se percibe el Pasado como un almacenamiento del Tiempo, y si el Presente es el proceso de esa percepción, el futuro, por el contrario, no es un elemento del Tiempo, no tiene nada que ver con el Tiempo y la gasa vaporosa de su textura física El futuro no es más que un charlatán en la corte del Tiempo. Hay pensadores, pensadores sociales, que imagi nan un Presente distendido más allá de sí mismo hacia un «futuro» aún no realizado, pero eso es una utopía enteramente utópica, política progresista. Los sofistas de la tecnología demuestran que, aprovechando las Leyes de la Luz, utilizando nuevos telescopios capaces de descifrar tipos de imprenta ordinarios a distancias cósmicas a través de los ojos nostálgicos de nuestros agentes en algún otro planeta, tenemos realmente la posibilidad de ver nuestro propio pasado (el descubrimiento del Goodson por Goodson y cosas por el estilo), incluidos documentos que prueban que no sabíamos lo que el porvenir nos reservaba (y que sabemos ahora), y que, por consiguiente, el futuro existía ayer, de donde podemos inducir que existe hoy, Quizás eso sea buena física, pero es una malísima lógica, y la Tortuga del Pasado no alcanzará nunca al Aquiles del Porvenir, cualquiera que sea el modo que tengamos de analizar las distancias en nuestras brumosas pizarras.

En el mejor de los casos, lo que hacemos cuando postulamos el futuro (en el peor de los casos no hacemos sino trucos triviales) es extender desmesuradamente el presente especioso, hasta hacerle impregnarse de cualquier cantidad de tiempo con todas las especies posibles de información, de anticipación, de precognición. En el mejor caso, el «futuro» es la idea de un hipotético presente basado en nuestra experiencia de la sucesión, en nuestra fe en la lógica y en la costumbre. Por supuesto que, en realidad, nuestras esperanzas no consiguen provocar su existencia más de lo que nuestras añoranzas consiguen cambiar el Pasado. Este último tiene al menos el sabor, la sal, el estilo de nuestro ser individual. Pero el futuro está fuera del alcance de nuestros sueños y de nuestras sensaciones. En cada instante, es una infinidad de posibles bifurcaciones. Un esquema determinista aboliría la noción misma de tiempo (aquí el comprimido hizo flotar su primera nubecilla). Lo desconocido, lo no experimentado, lo inesperado, y todas sus deslumbrantes intersecciones, son partes integrantes de la vida humana. El esquema preciso, arrebatando a la aurora su elemento de sorpresa, rasuraría por ese mismo hecho todos los rayos del sol.