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Ada, que se divertía traduciendo (para las ediciones bilingües, a doble plancha, de Aranger), Griboiedov al francés y al inglés, Baudelaire al inglés y al ruso, y John Shade al ruso y al francés, leía a menuo a Van, con cavernosa voz de médium, las versiones hechas (y publicadas) por otros individuos extraviados en ese campo de la semiconsciencia. Las traducciones de poesía en inglés especialmente, tenían el don de abrir las facciones de Van en una sonrisa grotesca que, cuando no llevaba puesta la dentadura postiza, le hacían parecerse, rasgo por rasgo, a una máscara de la comedia griega. No habría sabido decir qué le repugnaba más, si la mediocridad bien intencionada, cuyas tentativas de fidelidad al texto quedaban frustradas por la falta de intuición artística y por hilarantes errores de interpretación, o la labor del.poeta profesional, que embellecía con sus propias invenciones al autor difunto e indefenso (aquí un bigote, allí las partes íntimas), método que, bajo la paráfrasis, disfrazaba escrupulosamente la ignorancia de la lengua original, con una mezcolanza de gazapos de impertinente erudición y caprichos de plagiario.

Una tarde de 1957, mientras Ada, el señor Oranger (catalizador nato) y Van discutían de sus cosas (la obra de Van y Ada, Información y Forma, había aparecido por entonces), nuestro viejo polemista se puso a pensar de pronto que todos los libros que tenía publicados eran alegres y belicosos ejercicios de estilo, y no trabajos epistemológicos impuestos a un sabio por sus propios problemas. Le preguntaron entonces por qué no se dejaba llevar por su propio gusto, por que no elegía un más amplio terreno de juego en el que se enfrentasen la Inspiración y la Intención. Y, a lo largo de aquel hilo conductor, acabaron decidiendo que escribirían sus memorias... para publicarlas después de su muerte.

Van era un escritor lento. Necesitó seis años para redactar un primer borrador y dictárselo a Miss Knox, después de lo cual releyó el texto mecanografiado, redactó la nueva versión enteramente manuscrita (1963-1965) y volvió a dictar el resultado a la infatigable Violet, cuyos lindos dedos produjeron un ejemplar definitivo en 1967. E, p, i... ¿por qué esa «y», querida?

V

Ada, que sufría porque su hermano no era todo lo famoso que debía ser, recibió con alivio y entusiasmo el éxito de La Textura del Tiempo(1924). Esa obra, decía, le recordaba siempre, de extraña y delicada manera, los juegos de luz y sombra a los que jugaba de niña en las apartadas avenidas de Ardis. Decía que ella había sido de algún modo responsable de La Metamorfosisde las encantadoras larvas que habían hilado la seda del «Tiempo de Veen» (nombre dado desde entonces a esa concepción, y que se pronuncia tan respetuosamente como «la Duréede Bergson» o «la franja luminosa de Whitehead»). Pero una obra considerablemente más antigua y más floja, las pobres Cartas desde Terra, de las que sólo existían media docena de ejemplares (dos en Villa Armina, y el resto en estantes de bibliotecas universitarias) estaba todavía más cerca de su corazón, por ciertos recuerdos no literarios que la relacionaban con su estancia en Manhattan (1892-1893). A los sesenta años, Van rechazó con mal humor y desprecio la proposición, humildemente aventurada por Ada, de reeditarla al mismo tiempo que las reflexiones de Sidra y un opúsculo antisigniano sobre «el Tiempo en los Sueños». A los setenta, hubo de lamentar su antiguo desdén, cuando el brillante cineasta francés Victor Vitry filmó sin la autorización de nadie una película basada en las Cartas desde Terra, escritas por «Voltemand» medio siglo antes.

Vitry trasladaba la visita de Theresa a Antiterra al año 1940, pero 1940 según la cronología de Terra, que correspondería más o menos a 1890 según la nuestra. Ese artificio le permitía algunas zambullidas realmente amenas en los modos y maneras de nuestro pasado (¿te acordabas de que los caballos llevaban sombreros —sí, sombreros— durante una ola de calor en Manhattan?), y daba la impresión, tan explotada ya por la literatura de física-ficción, de que el cosmonauta viajaba en contradirección por el túnel del tiempo. Los filósofos hicieron algunas preguntas impertinentes, pero fueron ignorados por la fácil credulidad de los aficionados al cine. En contraste con el sereno transcurrir de la historia de Demonia en el siglo XX, con la coalición angloamericana capitaneando un hemisferio y la Tartaria gobernando el otro, misteriosamente oculta tras su velo de Oro, se mostraban una serie de guerras y revoluciones que desmantelaban el rompecabezas de estados independientes de Terra. En una impresionante historia de Terra realizada por Vitry (indudablemente el mayor genio del cine que ha dirigido nunca una producción de tal envergadura, con la utilización de tan enorme número de extras —unos dicen que más de un millón, otros hablan de medio millón y otros tantos espejos —) se desmoronaban reinos y se erigían dictaduras, mientras había repúblicas que se sostenían semi-sentadas, semi-acostadas, en toda clase de posturas incómodas. La concepción podía discutirse, pero la ejecución era impecable. ¡Fíjense ustedes en todos esos soldaditos desplegados por el campo surcado de trincheras, entre explosiones de tierra fangosa y de toda clase de cosas que hacen bum-bum por todas partes, en francés mudo!

En 1905, con un poderoso esfuerzo y una larga ondulación de la columna vertebral, Noruega se separó de Suecía, su incómoda gemela gigante, mientras que, en un acto de similar separación, el Parlamento francés votaba, no sin algunas manifestaciones entre paréntesis («vive émotion»), el divorcio entre el Estado y la Iglesia. Poco después, en 1911, las tropas noruegas, bajo la dirección de Amundsen, alcanzaron el Polo Sur, y en el mismo momento los italianos se lanzaron contra Turquía. En 1914, los alemanes invadieron Bélgica y los americanos desgarraron Panamá. En 1918, esos mismos americanos y los franceses derrotaron a Alemania, mientras ésta se ocupaba en derrotar a Rusia (que había derrotado a sus propios tártaros poco tiempo antes). Noruega tenía entonces a su Siegrid Mitchel, América a su Margaret Undset y Francia a su Sidonie Colette. En 1926 se rindió Abd-el-Krim, después de una guerra fotogénica, y la Horda de Oro subyugó una vez más a Rusia. En 1933, Ataúlfo Hindler (también conocido por el hombre de «Mittler» —de «to mittle», mutilar —) conquistó el poder en Alemania. Y un nuevo conflicto, en una escala aún más espectacular que la guerra de 1914-1918, estaba en sus comienzos cuando Vitry agotó los documentales de que disponía. Theresa, personaje representado por la mujer del realizador, abandonó Terra en una cápsula cósmica, después de haber «cubierto» los Juegos Olímpicos de Berlín (la mayoría de cuyas medallas fueron conseguidas por los noruegos, si bien los americanos ganaron la competición de esgrima y derrotaron a los alemanes por tres a uno en la final de fútbol.)

Van y Ada vieron la película nueve veces, en siete idiomas distintos, y luego se procuraron una copia para su uso privado. La reconstrucción histórica les pareció fantasiosa hasta el absurdo, y consideraron la posibilidad de proceder judicialmente contra Vitry —no por haberse apropiado de la idea de las C.D.T., sino por haber deformado la política terrestrial, establecida por Van con tanta pericia y diligencia a partir de fuentes extrasensoriales y de sueños lindantes con la locura. Pero habían pasado cincuenta años y la novela no tenía copyright; en realidad, Van no podía ni siquiera probar que «Voltemand» era él mismo. No obstante, algún periodista descubrió su paternidad, y, en un gesto magnánimo, Van aceptó que fuese dada a conocer.

Tres circunstancias contribuyeron al éxito excepcional de la película. La primera fue, desde luego, que la religión establecida, que desaprobaba la influencia ejercida por Terra en sectas ávidas de sensaciones nuevas, trató de lograr la prohibición del film. La segunda era que el astuto Vitry no había suprimido esta pequeña escena: en una secuencia de cámara retrospectiva sobre una revolución de la antigua Francia, un desgraciado extra que hacía de ayudante de verdugo fue accidentalmente decapitado cuando empujaba al actor Steller, en su interpretación del rey poco cooperativo, bajo la guillotina. Finalmente, la tercera razón del éxito, aún más humana que las otras dos, era que la encantadora estrella, la noruega (de origen) Gedda Vitry, después de haber estado haciendo cosquillas a los espectadores (en las escenas existencialistas) con sus faldas subdesarrolladas y sus harapos sexy, salía de su cápsula, al llegar a Antiterra, completamente desnuda, aunque, por supuesto, en miniatura —un milímetro de enloquecedora feminidad bailando en el «círculo mágico del microscopio», como un elfo lascivo, y descubriendo, Dios nos valga, una ínfima chispa de escalofríos pubianos con lentejuelas de oro.