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Luego su angustia creció hasta alcanzar la insoportable enormidad de la pesadilla, haciéndola gritar y vomitar. Pidió (y fue autorizada, gracias al peluquero del hospital, Bob Dean) que le cortasen sus bucles morenos de modo que no quedasen más largos que una punta de aguamarina, porque le crecían hacia dentrode su cráneo poroso y se retorcían en su interior. Pedazos de cielo, o de pared, serrados como piezas de puzzle, se desunían, por muy esmeradamente que pudieran haber estado compuestos en su anterior unidad: el más ligero choque, el codazo de una enfermera descuidada, bastaba para destruir la cohesión de aquellos fragmentos ingrávidos, que se convertían en espacios vacíos incomprensibles de objetos anónimos, o en el envés en blanco de monedas o fichas de «Scrabble» a las que ella no podía dar la vuelta, porque un enfermero de ojos negros —los ojos de Demon —le había atado las manos. Pero, pronto, el pánico y el dolor, como un par de niños bulliciosos y turbulentos, emitieron una última risotada chillona y corrieron a ocultarse detrás de un arbusto para masturbarse mutuamente, como en Anna Kareninadel conde León Tolstoi, una novela; y una vez más, por un momento, un momentito, todo quedó en la casa tranquilo y silencioso, y la madre de los niños tenía el mismo nombre de pila que su propia madre.

Durante algún tiempo, Aqua creyó que un niño nacido muerto, de seis meses y de sexo masculino, un pequeño feto sorprendido, un pescado de goma que le había salido en el baño, en un lugar de nacimiento señalado simplemente con una X en sus sueños, después de haber chocado, al esquiar a tumba abierta, con el tocón de un árbol, había sido resucitado de algún modo, y llevado a su «Hogar», con los cumplimientos de su hermana Marina, envuelto en algodón en rama empapado en sangre, pero perfectamente vivo y saludable, y había sido registrado como hijo suyo, con el nombre de Ivan Veen. En otros momentos se sentía convencida de que el niño era hijo ilegítimo de su hermana, y que había nacido durante una tempestad de nieve, agotadora, aunque tremendamente romántica, en un refugio alpino del Sex Rouge, donde un cierto doctor Alpiner, de medicina general, y muy amante de las gencianas, estaba sentado providencialmente ante una estufa roja y rústica, en espera de que se secasen sus botas. Una cierta confusión resultó de ello, menos de dos años más tarde (en septiembre de 1871: la mente de Aqua se enorgullecía de retener aún docenas de fechas) cuando escapó de un nuevo «hogar», y consiguió, Dios sabe cómo, volver a la inolvidable casa de campo de su esposo (imitación de un viajante extranjero: « Signor Konduktor, ai vant go Lago di Luga, hier Geld»). Aprovechó que Demon estaba sometiéndose a un masaje en el solariumpara introducirse furtivamente en su antiguo dormitorio, y experimentó una deliciosa sorpresa: su polvera de cristal, llena a medias de su polvo de talco y pintorescamente rotulada «Algunas Flores» en letras polícromas, seguía aún en su mesilla de noche; su camisón preferido, color de llama, yacía, arrugado, sobre la alfombra de pie de cama. A los ojos de Aqua, aquello significaba que sólo un breve sueño, una negra pesadilla, había oscurecido la luminosa verdad de que ella había pasado todo aquel tiempo —desde el aniversario de Shakespeare, un día de abril verde y lluvioso— acostada en brazos de su marido. Pero para la mayoría de las demás personas, ay, aquello significaba otra cosa: que Marina (a quien G. A. Vronski, el magnate del cine, había abandonado por otra Khristosik, Cristita, como él llamaba, en ruso, a todas las lindas starlettes; otra Khristosik de largas pestañas) había concebido, c'est bien le cas de le dire, la brillante idea de hacer que Demon se divorciase de Aqua la loca y se casase con ella; la cual creía (con placer y con razón) estar embarazada por segunda vez. Marina y Demon habían pasado juntos en Kitej un mes rukuliruyushchiy, pero cuando ella le reveló, en un tono compuesto y farisaico, el secreto de sus intenciones (justo antes de la llegada de Aqua) él la echó de su casa.

Más tarde, en el último capítulo de su inútil existencia, Aqua desechó todos aquellos recuerdos ambiguos y se reencontró en un lujoso sanatorio de Centaur, Arizona, leyendo y releyendo, atentamente, beatamente, las cartas de su hijo. Éste la escribía invariablemente en francés, la llamaba petite maman, y le describía la divertida escuela a la que iría a vivir cuando cumpliese los trece años. Y por la noche, cuando en sus oídos resonaban los nuevos insomnios, sus insomnios deliberados, sus últimos, últimos insomnios, Aqua oía la voz de su hijo, y encontraba en ella consuelo. Él la llamaba generalmente mummy, o mama, acentuando en inglés la última sílaba, y, en ruso, la primera. Alguien ha dicho que los triplets y los dracunculi heráldicos se encontraban frecuentemente en las familias trilingües; pero de lo que ahora no había duda de ninguna clase(excepto, tal vez, en el alma infernícola de la detestable Marina, muerta ya hacía tiempo) es de que Van era suyo, suyo, de Aqua, su hijo bien amado.

Nada dispuesta a sufrir una nueva recaída después de aquel bendito estado de perfecto reposo mental, pero sabiendo al mismo tiempo que éste no podía durar, Aqua hizo lo que había hecho otra paciente en la lejana Francia, en un «hogar» mucho menos sonriente y cómodo. Un cierto doctor Froid, uno de los centauros administeriales de Aqua, y que era, tal vez, el hermano emigrado —con el apellido corrompido por la desgracia de un pasaporte— del doctor Froit de Signy Mondieu-Mondieu de las Ardenas, o, más probablemente, el mismo doctor Froit, puesto que ambos procedían de Vienne, Isère, y, además, eran hijos únicos (como lo era el hijo de Aqua), instauró, o, mejor, restauró un sistema terapéutico, destinado a revigorizar el sentimiento de «grupo» y consistente en hacer participar a los enfermos de más calidad en las actividades del servicio doméstico si se sentían inclinados a ello. Aqua repitió, pues, exactamente, la treta de la astuta Eléonore Bonvard, a saber: se encargó de hacer las camas y limpiar el polvo a los vasares. El astoriumde san Taurus, o de santa Aura, o de como quiera que se llamase (¿qué importa?, las naderías de la existencia se olvidan muy a prisa cuando uno se sumerge en la nada absoluta) era quizá más moderno y más refinado (en cuanto a la elegante vista de que disponía sobre el desierto) que el hospicio sombrío de Mondefroid, pero, en uno y otro lugar, para un asilado demente no era sino un juego de niños el burlarse de un pedante imbécil.