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En menos de una semana Aqua había acaparado más de doscientas píldoras y comprimidos de virtudes diversas. Las conocía casi sin excepción: los sedantes anodinos y los que le dejan a uno fuera de combate desde las ocho de la tarde hasta la medianoche; y las diversas variedades de soporíferos de mayor potencia, de los que se sale con los miembros nacidos y la cabeza pesada, tras ocho horas de no-existencia; y cierta droga, que era en sí misma deliciosa, pero que resultaba ligeramente mortal si se combina con un par de gotas de ese detergente conocido en el mercado bajo el nombre de Idiotona; y una píldora de color de ciruela morada que hacía que la pobre Aqua (que no podía por menos de reírse al pensar en ello) se acordase de las que empleaba la gitanilla maga de un cuento español (muy del gusto de las escolares de Ladore) para dormir a todos los cazadores y a sus perros en cuanto se levantaba la veda. Temiendo que algún metomentodo se entrometiese a resucitarla en el preludio del gran viaje, Aqua juzgó necesario asegurarse un momento de estupor solitario tan prolongado como fuera posible, en un lugar que no fuese una indisreta casa de cristal. La ejecución de esta segunda parte del proyecto fue simplificada y alentada por otro agente, o doble, del profesor de Isère, un tal doctor Sig Heiler a quien todo el mundo veneraba como un tío, un as, una especie de genio (en el sentido en que se dice una «especie de cerveza»). Los pacientes que testimoniaban, mediante ciertos espasmos de los párpados y otras partes semiprivadas sometidas a la observación de los estudiantes de medicina, que Sig (un buen tipo ligeramente deformado, pero no repelente) estaba empezando a ser soñado como un «papá Fig», gran azotador de traseros femeninos y valiente utilizador de escupideras, pasaban por estar en el camino de la curación, y eran autorizados, al despertar, a participar libremente en normales actividades al aire libre, como paseos y picnics. La astuta Aqua parpadeó, simuló un bostezo, entreabrió los ojos azul celeste (de tan sorprendente contraste con las pupilas de azabache, como el que también tenían los de Dolly, su madre), se puso un pantalón amarillo y un bolero negro, atravesó un bosquecillo de pinos, hizo auto-stop a un camión mejicano que la dejó en el cruce siguiente, encontró luego un barranco propicio en un chaparral, y allí, después de haber escrito una carta, se puso plácidamente a comer, en el hueco de la mano, el variopinto contenido de su bolso de mano, como cualquier joven campesina rusa Lakomyachtchaiasya yagodami(dándose un banquete de franbuesas) recién recogidas en el bosque. Aqua sonreía, deleitándose soñadoramente con el pensamiento (de tono bastante «kareniano») de que su desaparición afectaría a sus conocidos más o menos como la interrupción súbita, misteriosa, nunca explicada, de una historieta que se viene leyendo durante años en un periódico ilustrado dominical. Aquélla fue su última sonrisa. Fue descubierta mucho antes de lo que estaba previsto, pero también había muerto mucho antes de lo esperado, y el sagaz Siggy, vestido aún con su mal hecho pantalón corto caqui informó de que la Hermana Aqua (como, por alguna razón, la llamaban todos) había sido encontrada en la posición foetus in utero, como los muertos de las sepulturas prehistóricas; un comentario que sus estudiantes estimaron oportuno, como quizás lo estimen los míos.

La última carta de Aqua, encontrada sobre el cuerpo de ésta, y dirigida a su marido y a su hijo, podía haber sido escrita por la persona más sensata de esta tierra o de otra.

Aujourd'hui (heute-toityl), yo, juguete de pupilas giratorias, he conseguido el permiso psykista para disfrutar de un paseo en compañía de herr Doktor Sieg, de nuestra enfermera Joan la Terrible, y de varios «pacientes», en el bor(bosque de pinos) vecino. En éste he visto, querido Van, exactamente las mismas ardillas con aspecto de mofeta que tu abuela Azuloscuro importó en el parque de Ardis, por el que algún día, sin duda, te pasearás. Las agujas de un reloj de pared, aun cuando no funcione bien, deben saber, y hacer saber al más tonto de los relojitos de pulsera, dónde se encuentran. De no ser así, ya no hay reloj, ya no hay cuadrante; no hay más que una cara en blanco con unos falsos bigotes. Igualmente, tchelovek(el ser humano) debe saber dónde está y hacérselo saber a los demás; y, de no ser así, no es ni siquiera un klok(pedazo) de tchelovek; no es ya un él, ni un ella, no es sino «una pizca de nada», como decía tu pobre ama Ruby, mi pequeño Van, cuando hablaba de su seno derecho estéril. Yo, pobre Princesse lointaine, très lointaineya, no sé dónde estoy: así pues, es necesario que desaparezca. Así pues, adieu, querido, hijo mío querido, y adiós, pobre Demon. No conozco ni la fecha ni la estación, pero es un día razonablemente bello, y, sin duda, en sazón, con una gran cantidad de gentiles hormiguitas que hacen cola para probar mis lindas píldoras.

(Firmado) La hermana de mi hermana, que teper'iz ada(«ahora ha salido del infierno»)

«Si queremos que el reloj de sol de la vida nos indique dónde estamos —comentó Van, que desarrolló la metáfora en la rosaleda de Ardis Manor a finales de agosto de 1884— es preciso que recordemos siempre que la fuerza, la dignidad y la delicia del hombre consiste en frustrar y despreciar las sombras y las estrellas que nos ocultan sus secretos. Sólo el poder ridículo del sufrimiento pudo obligarla a rendirse. Y muchas veces me digo que sería mucho más verosímil, estética, extática y estócicamente, que ella fuese verdaderamente mi madre.»

IV

Cuando, a mediados del siglo XX, Van emprendió la reconstitución de su más lejano pasado, no tardó en darse cuenta de que el modo más apropiado (y, frecuentemente, el únicomodo) de tratar los recuerdos da su infancia realmente significativos (en cuanto al objeto particular que se proponía dicha reconstitución) que reaparecían en diversos períodos de su adolescencia y de su juventud, era el de verlos en yuxtaposiciones imprevistas que, al reavivar los detalles, vivificaban el conjunto. Ésa es la razón de que su primer amor tenga aquí prioridad sobre su primera herida o su primera pesadilla.

Acababa de llegar a su decimocuarto cumpleaños. Hasta entonces, nunca había abandonado las comodidades del hogar paterno. Nunca se había dicho que esas «comodidades» podían ser cuestionables, y valer sólo como una metáfora preliminar y tópica en un libro sobre un muchacho y un colegio...

A pocas casas de distancia del edificio de la escuela en que Van estaba interno, una viuda, la señora Tapirov, que, aunque francesa, hablaba inglés, con acento ruso, tenía una tienda de objetos de arte y de muebles antiguos, o que pasaban por serlo. Un brillante día de invierno Van entró en aquella tienda. Vasos de cristal llenos de rosas de color carmesí y margaritas amarillas estaban dispuestos acá y allá: sobre una consola del madera dorada, sobre un cofre de laca, en el estante de una vitrina, y también en los bordes de una alfombra que tapizaba la escalerita que subía al entresuelo, donde altos armarios y aparadores pretenciosos rodeaban en semicírculo una singular asamblea de arpas. Van comprobó que las flores eran artificiales, y se preguntó, perplejo, por qué esa clase de imitaciones se proponían engañar exclusivamente a los ojos, en vez de reproducir también el contacto húmedo y carnal de los pétalos o las hojas vivas. Cuando al día siguiente se presentó de nuevo en busca del objeto (olvidado ya hoy, ochenta años más tarde) cuya reparación o copia había encargado, el objeto no estaba dispuesto o la copia no estaba hecha. Al pasar, tocó una rosa a medias abierta; pero sus dedos no sintieron el previsto contacto de una epidermis estéril, sino el beso de la vida, de unos labios trémulos de frescor. La señora Tapirov observó su sorpresa y dijo: «Hija mía, pon siempre un ramo de rosas naturales entre las artificiales pour attraper le client. Has dado con el truco.» Ella entró justo cuando él se marchaba: era una colegiala que vestía un abrigo gris, y tenía un bonito rostro, y unos bucles morenos que le llegaban hasta los hombros. En otra ocasión (porque cierta parte del objeto, tal vez el marco, tardó un tiempo infinito antes de poder ser recogido, o tal vez porque el objeto entero resultó, finalmente, inhallable), Van la vio, con los libros de clase, acurrucada en una butaca, mueble doméstico entre los artículos de venta. Nunca le habló. La amó locamente. Su pasión debió durar por lo menos un trimestre.