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Debajo de mí, un espléndido bulevar perpendicular a la arteria central separa la Universidad de sus campos deportivos, más distantes. Recto, ancho, olímpico, pertenece al Gran Futuro Radiante de este país, para el cual se rehacen regularmente planes refinados. Pero ahora está vacío y ya deteriorado: llora el presente y se burla del porvenir. Un grupo de mujeres ataviadas con chales negros barren la nieve fresca, y blanden sus escobas con el ancestral movimiento de las guadañas. Incluso los abetos y abedules que flanquean el bulevar están contrahechos por el efecto de la climatología.

Estoy en las alturas de la torre de la Universidad de Moscú, torre construida en el estilo que impuso Stalin, y contemplo este panorama, mirando hacia el Norte, bajo la luz mortecina de la media mañana. Impera el gris: una sólida masa de nubes espesas oprime la tierra y los hombros con una inexorabilidad que gruñe: «invierno ruso». Y hace frío: los carámbanos cuelgan de las cornisas ornamentales de los rascacielos, a pesar de que éste es el primer día de diciembre, apenas el comienzo del suplicio anual — Y reina el silencio: desde el patio situado doce plantas más abajo me llega el impacto de los zapatos de un estudiante contra una pelota de fútbol de superficie irregular. (¡Esos zapatos! Y muchos deben durar otro invierno.) Un viento inclemente se filtra hasta mi dormitorio a pesar del doble ventanal, habitual en todas las casas rusas, y a pesar de que en octubre vinieron los obreros para rellenar con algodón los intersticios de los marcos combados.

Dentro, las luces están encendidas a pesar de la hora, y las lamparillas emiten un zumbido. Este colosal complejo edificio, orgullo de la educación soviética, es un Logro Socialista que en una década ha quedado reducido a la rústica miseria de una salita provinciana. Soy un Pinocho desprovisto de vida: el peso de todo atrofia mis miembros. El ruso que oigo hablar en el pasillo se parece a un idioma aprendido en otra vida y no a los sonidos que escuché por primera vez como estudiante avanzado de Harvard, durante mi típica carrera en pos de la belleza y la verdad, esta vez en las clases de ruso al cabo de los tres prosaicos años del curso de introducción al Derecho. A pesar de que es tan vulgar que produce jaqueca, aunque con la promesa de algo ennoblecedor en el extremo, el pasillo en cuestión parece más próximo al espíritu de mi vida interior que mi propia marcha de Manhattan a Orange County, en compañía de mi familia, y luego a Cambridge como esperanza fulgurante de los míos. Sus gastadas alfombras orientales exhalan un olor de moho y polvo; en la sala común, los rechonchos ficus disputan el espacio a los enormes sofás cuyo cuero ha comenzado ya a desintegrarse. Para alardear friegan los suelos todas las semanas... con un líquido cáustico que corroe la madera otrora preciosa.

Un mecánico está reparando nuevamente el ascensor. Llegó al despuntar la mañana, tiznado y de buen humor, y pasó las tres primeras horas flirteando con una encargada de limpieza de enormes tetas y tratando de conseguir herramientas prestadas. El ascensor volverá a averiarse mañana, pero nadie perderá el tiempo realizando una queja por escrito. Incluso en los buenos días interrumpen el servicio antes de medianoche para ahorrar electricidad en aras del Plan Quinquenal vigente.

Anastasia se aleja de mí y yo no podré evitarlo a menos que de alguna manera me convierta en un hombre mejor de lo que soy. Hoy no la llamaré, y Aliosha no ha vuelto, de modo que no tengo mucho que hacer. Fue necesario este momento de cavilación para comprender hasta qué punto mi vida aquí se ha circunscrito exclusivamente a estas dos personas. Quizá más tarde iré a la biblioteca... o saldré a comprar libros en la ciudad. Esta es la excursión que realizo habitualmente para simular que estoy atareado con algo útil. Hasta ese momento, me quedaré en mi ventana contemplando el partido de fútbol y a las estudiantes entusiastas que, vestidas con sus trajes de gimnasia, practican el trote matutino en medio de la nieve. Sencillamente permaneceré aquí, soñando y descansando. Deseo fusionarme con la atmósfera de este recinto: el hule de la mesita que me identifica con la cocina de mi abuela en el ghetto; mi compañera, la lámpara de madera colocada sobre el escritorio. Con esta pesadez, tristeza, resignación.

 

La habitación huele a grasa ligeramente rancia. Mi compañero de cuarto, Viktor, está friendo patatas en el viejo hornillo de su rincón. Dos veces al día, después del desayuno y de la cena, vuelve a verter la grasa en un frasco de encurtidos, para que se coagule, gris, sobre el alféizar de la ventana, y volverá a utilizarla nuevamente hasta que se consuma por completo. La sartén carece de mango, y Viktor soporta estoicamente todas las quemaduras de sus dedos regordetes. Mi propuesta de que compre otra sólo le produce asombro.

—¡Caray, pero no puedo desperdiciar la parte que es útil, el metal!

Las patatas proceden de su huerta, un tesoro prodigioso del venerado predio familiar. Antes de cortar cada minúsculo tubérculo en rodajas para dejarlo caer en la sartén, lo aprieta tierna y posesivamente por un instante.

Viktor tiene dinero suficiente para desayunar en la cafetería, porque en comparación con el resto de los estudiantes soviéticos, es rico. Pero también es tenazmente frugaclass="underline" lee los diarios ajenos para ahorrar los dos kopeks cotidianos; plancha personalmente los pantalones de su único traje, de aspecto fúnebre (que nunca ha pasado por la tintorería); vierte cien gramos de la salsa de ajo de baja calidad en las patatas de su cena. Siempre va solo al cine (veinte kopeks, en una de las salas de la planta principal), por temor a que, en un grupo, le corresponda el lugar más próximo a la taquilla, lo cual, en virtud de la flexible costumbre rusa, le obligaría a pagar las entradas de todos. Ahora está ahorrando dinero para invertirlo en el predio familiar, ese precioso cuarto de hectárea asignado para dachas y huertos. Pero economizaría de igual forma aunque no tuviera una meta específica: lleva la compulsión metida en los huesos.

Cuando le azuzan con preguntas detonantes, es capaz de exhumar citas de sus tres décadas de educación y entrenamiento socialistas intensivos, recitando extrapolaciones de Engels sobre los peligros psicológicos, sociológicos y familiares de la propiedad privada, todo ello aprendido en cursos acelerados. Pero nunca ha asociado ni por un momento ese sólido compromiso ideológico con su propia idiosincrasia o su propio tesoro, su pequeño terreno legamoso. Así como los males políticos están allá lejos, en el Occidente burgués, su esclarecimiento político se detiene también en la frontera —la frontera soviética, sobre el Elba— y en un compartimiento escolar de su cerebro. Sus actitudes auténticas, las operantes, las mamó con la leche materna —en las fotografías, su madre es ligeramente demasiado baja y hosca para ser la imagen de la campesina rusa— y ama lo suyo con tanta vehemencia como cualquier tendero bretón.

Viktor es un hombre regordete, de aspecto mongol, con un torso desarrollado en exceso (guarda debajo del lecho su equipo de levantador de pesas), y luce sobre la mejilla tiesa un lunar que tiene la forma de Córcega. La sonrisa es su rasgo más cautivador: una sonrisa apocada, cordial, que parece decir que todo esto es demasiado para él. Tener que asistir a esa Universidad de primera categoría es excesivo; la idea de convertirse en Juez Popular —cargo para el cual será «elegido» poco después de haberse graduado— es excesiva; y sobre todo, alojarse con un extranjero —un norteamericano— es algo que nunca había entrado en sus cálculos. Nacido en una aldea, esperaba vivir una existencia apacible. Las oportunidades y las aventuras que se le han presentado puramente por azar le perturban en lugar de estimularle. ¿Quién habría podido prever que su misma vulgaridad le recompensaría con semejante progreso? Pero los cuadros superiores reclutan precisamente a individuos como él, laboriosos y poco imaginativos, para forjar las «clases dirigentes» del país.