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Viktor es el único comunista —o sea miembro del Partido— que se aloja en nuestro pabellón de este piso de la residencia universitaria. Otros estudiantes se sumarán a él cuando llegue, la hora, unos pocos por convicción, los más porque ése es un requisito previo para conseguir privilegios o ascensos. Pero aún son demasiado jóvenes. Víktor tiene treinta y un años. Fue tractorista, después subjefe de brigada de una granja colectiva, y más tarde soldado de infantería antes de convertirse en estudiante. (La afiliación al Partido, buenos antecedentes como soldado y trabajador, y un excelente linaje de campesinos y proletarios le ayudaron a ingresar en la Universidad, no obstante la baja calificación que obtuvo en su examen de ingreso.) Fue en el ejército donde el obediente miembro de la Juventud Comunista, de veintisiete años, se incorporó al Partido propiamente dicho. Los funcionarios políticos del ejército le escogieron por su actitud «positiva», su lealtad estólida y, nuevamente, su encomiable origen social.

Durante los ocho primeros meses de milicia no recibió un solo pase para salidas nocturnas, cosa que no le sorprendió porque tampoco esperaba que se lo dieran. Después del entrenamiento básico, estuvo acantonado durante casi tres años en una guarnición fronteriza, situada a unos noventa kilómetros al noroeste de Vladivostok, y no obtuvo autorización para pasar un solo día en la ciudad, y mucho menos una semana de permiso en su casa. Los emolumentos que cobró durante sus tres años en el ejército ascendieron, en total, a ciento treinta y cinco rublos, el precio de su traje de sarga negra. Pero está orgulloso de las penurias del servicio militar.

—Nuestro ejército es pujante —explica adustamente—. No mimamos a nuestros hombres, y por eso triunfamos.

Además, pretende que sus adversarios estén a la altura de la reputación que se les atribuye a ellos. Alimentado con historias de espías que parecen extraídas de los comics, y con increíbles folletines de televisión que muestran a la intrépida policía secreta, exige que los perversos y taimados agentes imperialistas luchen denodadamente antes de capitular. La cobardía de Gary Powers, que confesó tan abyectamente, le hizo quedar muy desilusionado de los belicistas norteamericanos. Me ofreció sus condolencias por la humillación que se remontaba a diez años atrás, y de igual modo me felicita cortésmente cada vez que un equipo norteamericano derrota a otro soviético en un concurso deportivo.

He entablado discusiones políticas feroces, cordiales, absurdas y dolorosamente ilustrativas con muchos otros estudiantes rusos del pensionado. A menudo empiezan durante la cena y continúan hasta altas horas de la noche. Pero nunca hablo de temas políticos con Viktor. Sus ideas acerca de la naturaleza del hombre y la sociedad se limitan a los párrafos iniciales del editorial matutino del Pravda.

Después de ojear el ejemplar de hoy —ahorrando sus dos kopeks— vuelve a mi mesa.

—La lucha entre las dos ideologías antagónicas, la socialista y la burguesa, representa la batalla más portentosa que se ha librado entre distintas ideas en el curso de toda la historia. Ha adquirido una naturaleza genuinamente omnímoda, y ésta es la principal característica de la etapa contemporánea de la lucha ideológica.

Este es el tipo de aserto que acostumbraba a repetir, peor aún, a leerme tercamente, durante nuestras primeras semanas exasperantes, antes de que hubiéramos fijado las condiciones de nuestra coexistencia: la tregua política fundada sobre el silencio político. En el curso de las escaramuzas iniciales sus reseñas de hechos concretos entraban en la misma categoría: Finlandia atacó a Rusia en 1939 y (puesto que la Rusia soviética nunca ha tomado la iniciativa en las actividades bélicas) Japón también la invadió en 1945. Franklin Roosevelt era judío. (La prueba decisiva de Viktor sobre este extremo consistía en que Roosevelt había prestado ayuda a su correligionario judío Trotski para que éste pudiera continuar la subversión antisoviética desde México.) Los partidos comunistas de Gran Bretaña y Estados Unidos, aunque proscritos y reprimidos, son los auténticos portavoces del pueblo... porque todos los partidos comunistas son, por definición, los depositarios de la verdad y la virtud, y todos quienes saben, como lo sabía él, de qué manera funciona el mundo, son automáticamente comunistas. En síntesis, sus «fichas» se ordenaban alrededor de un poderoso campo magnético. La Madre Rusia tiene razón, sus adversarios están equivocados.

Desesperado por el hecho de que nuestras discusiones terminaban habitualmente en un punto muerto, un día le pregunté si el gobierno soviético había cometido alguna vez una injusticia en la conducción de su política exterior. Durante un rato analizó realmente esta pregunta inesperada y respondió con ojos refulgentes y sinceridad patética:

—Hubo algunas antes de la Revolución.

Viktor es la encamación viviente del apotegma de Emerson —«Nacemos creyendo. El hombre produce creencias tal como el árbol produce manzanas»—, pero a pesar de ello sabe menos de marxismo o de leninismo, para no hablar de cualquier otra idea social, que algunos barberos de Greenwich Village. No encuentro una forma más delicada para expresarlo: mi compañero de cuarto pertenece al sector del Partido Comunista cuya característica sobresaliente no es la crueldad, la ambición de poder o la rigidez ideológica, sino la más absoluta estolidez, reforzada por la envidia plebeya de los mejores.

—No todos los más necios e ignorantes están afiliados —decía un humorista que vivía del otro lado del pasillo—. Pero cuanto menos sepa uno, mejor. Las dotes intelectuales del viejo Vik le convierten en un candidato ideal.

Aunque en cierto sentido esto carece de importancia, porque Viktor no está realmente interesado en Marx. Ni, en verdad, en ningún otro tema con siquiera vagas connotaciones políticas. Y a menos que lo provoque yo, que soy la corporación del enemigo ideológico, prefiere no simular. Le preocupan tres cosas: la suerte del Dínamo de Moscú, que es su equipo de fútbol favorito; las condiciones para la pesca, comparadas con las de la misma estación el año pasado; y, una vez más, la parcela de su familia. El solar está situado en una pequeña aldea de cabañas campesinas, sin pintar y destartaladas, a unos sesenta kilómetros al este de Moscú. Inmediatamente después de su última clase del sábado por la mañana, Viktor envuelve en papel de diario su mono —el mismo que viste en el cuarto para no gastar los pantalones exclusivamente reservados para las clases— y se marcha deprisa a la estación de ferrocarril. Un electrichka suburbano y una rápida caminata por senderos erosionados le llevan a su destino en un lapso de dos horas, para un fin de semana que dedicará a los conciliábulos familiares y al trabajo. Con su padre, su hermano y sus cuñados, están agregando a la dacha una segunda habitación en beneficio de las esposas que son las cocineras, encargadas de limpieza y promotoras de la movilidad ascendente del dan), y de los niños, esos venerados herederos. Para los hombres, en el otro extremo de la aldea hay un estanque de aguas lodosas pero rico en lucios de carne tierna.

Obsesionado por el proyecto de edificación de cuatro metros por cinco, Viktor aborrece la intromisión de las obligaciones académicas y partidarias en sus pensamientos y su tiempo. (Aunque asiste a todas las clases y a todas las reuniones de su grupo del Partido, nunca le he visto abrir un libro de texto, excepto cuando se aproximan los exámenes. Pero a veces lee una novela de espionaje o su revista favorita de deportes antes de echarse a dormir a las diez de la noche.) Alaba las virtudes de una casa de campo, despotrica contra el precio atroz de la madera, describe el mejor sistema para sobornar a un electricista e inducirle a faltar por un día a su trabajo legal. (En la última sesión del Partido se lanzaron furiosas invectivas contra semejante corrupción.) También puede divagar acerca de las complicaciones de las tuberías y los pozos negros... ¡porque la nueva «ala» de la casa incluye una letrina interior!