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Se siente igualmente fascinado por mi neceser —las hojitas de afeitar de acero inoxidable le hicieron desconfiar por primera vez de la superioridad intrínseca de la economía socialista— y uno de sus juegos furtivos consiste en vaciar mis aerosoles de espuma de afeitar. Después de una larga pugna con su orgullo, me pidió en voz baja que le regalara uno para el cumpleaños de su padre. También le seducen la cinta adhesiva, los bolígrafos y mi calentador de inmersión para hervir el agua destinada al café instantáneo, pero mira despectivamente el papel higiénico que obtengo en la tienda de aprovisionamiento de la embajada norteamericana.

—Excesivamente delicado —se quejó, mientras volvía al producto de uso común en la Universidad: trozos arrancados del Pravda del día anterior.

Por otro lado, el dibujo marcadamente impresionista que le compré a mi amigo Yenia, un pintor en la clandestinidad, le deja mudo.

Viktor tiene mucho cuidado en que yo no esté presente cuando, más o menos cada diez días, trae una muchacha al cuarto para fornicar con ella. No quiere que me forme una mala opinión de la moral comunista, de la cual él es, presuntamente, un modelo. O quizá lo que pasa es que prefiere que no tropiece con las muchachas. He visto a varias de ellas cuando, después del acontecimiento, las empujaba por el corredor en dirección a la escalera de emergencia, alejándolas ansiosamente del ascensor, que podía traer a uno de sus conocidos. Estas jóvenes se cuentan entre las menos agraciadas de la Universidad, y nunca proceden de nuestro departamento (que recibe el nombre de Facultad Jurídica). Raramente las ve por segunda vez, y nunca las invita a cenar. Después de despachar sin problemas a su enamorada, vuelve a la habitación, hace una serie de suaves ejercicios del Ejército Rojo y se relaja bajo la ducha, repitiendo para sus adentros la lista de tareas que debe ejecutar.

Mis amigos me advierten que Viktor informa semanalmente a las autoridades correspondientes sobre mis visitantes, mis actividades y mis tendencias ideológicas, así como antes denunciaba a sus compañeros de regimiento cumpliendo con su papel de soplón. Esto no me inquieta. Me dicen, asimismo, que probablemente me describe como un individuo lelo e inofensivo, porque esto es lo más rápido y fácil para él. Desea ahorrarse el trabajo de escribir los informes suplementarios que implica la denuncia de cualquier transgresión y, sobre todo, quiere evitar que le encomienden una vigilancia más intensiva que podría obligarle a restar tiempo a los fines de semana que pasa con su familia. Por otro lado, a veces me parece que está un poco desilusionado porque no soy el astuto subversivo ideológico contra el que le han prevenido.

Esta mañana, se levantó como de costumbre antes de las siete para lustrar sus zapatos de paseo y para zurcir un par de calcetines de color caqui. Al comprobar que no me sentía muy bien, me ofreció un plato con la deliciosa mermelada de manzana que prepara su madre, utilizando los frutos de un árbol próximo al huerto familiar. Y luego un segundo platito con un vaso de té.

—Caray —dijo, cuando alabé la mermelada. Sí, lo que más me agrada de él es su sonrisa . Y él me estima porque sabe que soy indiferente, por lo cual no necesita fingir interés por sus estudios de Derecho.

 

Enciendo la radio y escucho un momento, tendido sobre mi sofá cama y mirando la foto de Gagarin, con un ribete negro, que cuelga sobre el escritorio de Viktor. (Es extraño que este baratísimo y apelotonado mueble se haya convertido en mi mejor amigo, como todas las camas por las que he pasado, a pesar de que cuando llegué, la funda grasienta del colchón me produjo náuseas, y a pesar de que apenas pude tocarla antes, y menos aún después, de espolvorearla con insecticida durante la limpieza general previa al comienzo del semestre.) La radio transforma todas las voces en un zumbido gangoso, en razón de lo cual resulta difícil entender incluso las noticias, cuyo texto conozco de memoria.

En realidad, no se trata de una radio verdadera sino de un altavoz que difunde las audiciones de Radio Moscú desde un enchufe embutido en la pared. Al igual que la mayoría de los hoteles, restaurantes, oficinas y casas de apartamentos, la Universidad está poblada de puntos de retransmisión, merced a los cuales la Auténtica Verdad se escucha en todas las habitaciones. Gimen los violines y la voz del locutor se engola: el programa gira en torno del amor de un mecánico jubilado por su viejo torno, y a través del torno por su fábrica, y a través de la fábrica por su Madre Patria soviética y por Lenin, «nuestro eterno Vladimir Ilich, que está más auténticamente vivo que los vivos». El locutor de Radio Moscú simula sentir gran emoción por el patriotismo del veterano trabajador, y se emiten fragmentos de la entrevista, groseramente montados e intercalados con aclamaciones. Se trata de una copia servil de den entrevistas que se transmiten desde la mañana hasta la noche, todos los días, para tratar de incrementar la productividad, y que están matizadas con comentarios por si a alguien se le escapa su intención: «Nuestra fábrica ostenta el sagrado nombre de Lenin; no podíamos descuidar nuestro deber socialista... La jornada más feliz de mi vida fue aquélla en que nos juzgaron dignos del título de Brigada del Trabajo Comunista... El hombre de bien quiere a su fábrica como a su familia, a su Patria...»

La música armoniza con los estereotipos ceremoniosos. El locutor finge que no puede controlar su entusiasmo, y vocifera:

«¡Camaradas! Consagremos nuestros mayores esfuerzos a recibir el Nuevo Año de nuestra amada Madre Patria socialista tal como nos lo ha enseñado Lenin, ¡con una nueva dedicación y nuevos éxitos en todos los frentes de la productividad laboral! Así expresamos nuestra sincera gratitud a nuestra Patria leninista, el primer estado socialista del mundo... y a nuestro querido Partido Comunista soviético, que sirve de ejemplo a todos los pueblos progresistas. Lenin nos inspira a todos para que nos esmeremos...». Lo que ha anestesiado una parte de mi corazón no es tanto el mensaje en sí como el hecho de que lo entonen desde la mañana hasta la medianoche. Éste no es un país, sino una cripta. Todos sus habitantes son derviches, que aprenden a ser abnegados mediante la flagelación.

El caso siguiente gira en torno del capitán de un barco pesquero del mar del Norte que ha aumentado voluntariamente el nivel del rendimiento que le exige el socialismo, en homenaje al segundo año «decisivo» del nuevo e «histórico» Plan Quinquenal... y que ha conseguido en sus redes el mayor botín de pesca de todos los tiempos, «como si Vladimir Ilich en persona estuviera guiando a la tripulación». A continuación, un breve cuadro dramático acerca de las costureras de una fábrica de prendas de vestir que ponen a contribución toda su imaginación para aumentar la productividad y que lamentan no haber podido coser camisas para el amado Vladimir Ilich mientras éste vivía. Es una lástima que Viktor, devoto de los folletines proselitistas, me pida que apague la radio. Ha terminado de desayunar y se ha quitado toda la ropa menos los calzoncillos negros —el modelo soviético estándar, sin bragueta, de acetato avinagrado—, listo para lavarse. Anoche interrumpió nuestra conversación deshilvanada para anunciar que está buscando esposa, empresa harto difícil cuando uno vive rodeado de muchachas modernas, habituadas a la ciudad, que no saben nada acerca de la administración de un hogar austero.

—Las estudiantes universitarias no saben siquiera abrir una lata por sí solas y se creen demasiado importantes para aprender a hacerlo. Sin embargo, soy partidario de que las mujeres trabajen. ¿Qué hacer, entonces? Debe imperar la igualdad y todos deben colaborar en la construcción del comunismo. Pero las mujeres son más felices en la cocina que en la oficina. Alejarlas de su función natural podría traer complicaciones.