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Los manjares como el queso y la salchicha de marca «Doctor», por no hablar de vodka, representan el colmo de despilfarro. La fiesta les cuesta por lo menos la mitad de su estipendio mensual, y durante los últimos diez días del mes se alimentarán exclusivamente con patatas hervidas y té de las «noches blancas»... agua caliente sin ningún agregado. («El té es yidok —dicen, repitiendo ritualmente su gastado retruécano—, pero el anfitrión es ruso». En este caso, yidok significa tanto «aguado» como «judío».) Mas esto no hace sino intensificar el anhelo de organizar la juerga siguiente, y les ensancha las sonrisas cuando piensan cuántas latas de bacalao marinado y cuántas botellas van a comprar. Cuando un estudiante holandés sugirió que podrían vivir más sanos y felices con un presupuesto más realista, le miraron con desprecio. «¿Qué crees que somos... los amanuenses de una maldita oficina?

Ahorra tu dinero y cómprate una biblioteca. Los rusos sabemos vivir.»

A los miembros de la camarilla se suma, a menudo, un estudiante un poco más joven, tan distinto de ellos, por su aspecto y su linaje, como Isaac Babel lo era de sus amados cosacos, Leonid, de espaldas estrechas, luce un traje limpio y gafas de cristales claros, y ya ha empezado a perder el pelo aun antes de haber cambiado totalmente la voz. Es un cosmopolita ciudadano de Moscú, hijo de prósperos intelectuales judíos. Su padre es miembro correspondiente de la Academia de Medicina, su madre es una distinguida especialista en literatura clásica, su hermana mayor es violoncelista y estudia en el Conservatorio. El mismo Leonid está, casi a regañadientes, cerca de la cúspide académica de su Facultad. Lee una docena de libros por semana, en tres idiomas, y su habitación en el confortable apartamento familiar es una verdadera biblioteca.

Cuando empieza en serio el consumo de bebidas, durante las juergas, un feroz chovinismo gran ruso invade el alma de los muchachos, como si el vodka fuera un ácido que produce gas en contacto con el metal blando de los prejuicios. Y el odio profundo contra los yidi, los sucios judíos, es un elemento inseparable del chovinismo. Las primeras bromas son relativamente suaves. «Me dijeron que el verano pasado el clima fue espantoso en el Mar Negro». «Sí, esos cochinos judíos...» Los fragmentos desprendidos de una fachada golpean en la cabeza a un anciano judío que marcha por la calle Arbat. «Maldición, en este país no cae en ninguna parte un ladrillo sano». Pero pronto se descartan estas agudezas para manifestar con mayor franqueza la sabiduría que el alcohol comunica a la camarilla.

«Los judíos son una escoria, infectan a Rusia con su cobardía lloriqueante y su codicia.» Para enderezar a nuestro país de un día para otro, habría que apartar de los mejores empleos a los chupasangres judíos y enviarlos al frente. No, le besarían el culo al enemigo y nos venderían a cambio de unas joyas.» Leonid baja la vista y juega con el hule. Cuando formula un comentario acerca de alguno de los temas en discusión, le ordenan que se calle. Es un hecho admitido que la opinión de un judío carece de valor, porque ellos sólo entienden de dinero y acaparamiento... pero no de lo que concierne a Rusia o a los rusos. «Te consultaremos cuando deseemos saber algo acerca de Moisés.»

Una mañana, cuando Leonid descansaba en mi cuarto después de una juerga particularmente encarnizada, le pregunté por qué soportaba todas esas humillaciones. El sionismo de algunos— estudiantes judíos, engendrado por la victoria en la Guerra de los Seis Días, y estimulado por la esperanza de que una colosal columna de emigrantes se traslade a Israel, es vehemente. Niños cuyos padres mantuvieron durante décadas hogares tenazmente «asimilados» y que negaron su judaísmo en aras de la causa más sublime —el socialismo haría del judaísmo y de todo «nacionalismo minúsculo» algo obsoleto— se cuentan entre los patriotas israelíes más implacables, que descubren el antisemitismo incluso allí donde no lo hay (cosa muy rara en la Rusia contemporánea) y que hacen escarnio de todos los aspectos del régimen soviético. Muchos judíos de Moscú no dejan trascurrir una hora sin cavilar, calcular y reflexionar angustiados sobre la posibilidad de dar los pasos necesarios e irreversibles para partir, y sin formularme preguntas y más preguntas, pensando que yo, como occidental, tengo que saber cuánto gana un dentista de Tel-Aviv, en relación con lo que cuesta un kilogramo de carne.

Leonid pertenece precisamente a esta categoría. Algunos de sus amigos se han ido, e incluso sus acomodados padres afrontan el dilema inquietante: ¿deben renunciar a todo y resignarse a la persecución que recae sobre quienes solicitan permiso para emigrar? Pero el tímido joven ha jurado no «capitular» jamás. Lo último que quiere ser, dice, es un intelectual israelí desocupado.

—Ya tienen un superávit, en tanto que Rusia pasa penurias.

—¿Pero por qué soportas los insultos de quienes valen mucho menos que tú? —insistí—. no te dejas engañar por la historia de la innata sabiduría proletaria. ¿Es acaso masoquismo?

Volvió a titubear y sentí haberle presionado. Día tras día era triturado entre la arrogancia «anticosmopolita» de la camarilla y el creciente tribalismo judío.

—Lo hago porque quiero ser escritor —respondió al fin—. Quiero escribir acerca del pueblo ruso, y sus genuinos representantes son estos muchachos', no los individuos refinados con los’ que siempre ha convivido mi familia. La verdad asusta a mis padres, sobre todo porque siempre la han rehuido, enmascarándola con ensueños políticos... Además, yo aprecio a estos mutiladlos. Interiormente, ellos me estiman a mí. Son mis mejores amigos.

Y lo son: la camarilla no siente sino respeto y afecto por Leonid, personalmente. Sufren cuando Lenia, como le llaman, pasa la noche en su casa en lugar de encogerse para compartir uno de sus jergones. En una oportunidad llegaron al extremo de suspender una de sus juergas, porque Leonid estaba en cama, aquejado de gripe.

En lo que concierne a la capacidad para asimilar el alcohol, Leonid sólo es débil cuando se le compara con los miembros más resistentes de la camarilla. El muchacho intelectual empezó a beber para conseguir que le aceptaran y para demostrar su afinidad con los mujiks, pero ahora disfruta de la ebriedad por ella misma.

—Si vivieras aquí tú también beberías. No es tanto algo para hacer como algo que se debe hacer. El vodka es esencial para todo.

 

Para cultivar su interés por los «rusos auténticos», Leonid preferiría vivir con la camarilla antes que en el lujoso apartamento familiar, pero sólo consigue compartir de vez en cuando uno de los estrechos jergones. Los estudiantes cuyas familias residen a cincuenta kilómetros de la Universidad deben vivir en sus hogares aunque prefieren la residencia (así como los moscovitas no pueden ocupar una habitación en un hotel de Moscú). Esta restricción responde a necesidades prácticas además de políticas. Aun sin el contingente de estudiantes moscovitas, en las residencias reina el hacinamiento. El número de estudiantes inscritos en la Universidad, y en casi todos los institutos soviéticos, colma el espíritu físico.

En el cuarto contiguo, que tiene capacidad para dos personas, residen tres muchachas: Raia, Ira y Masha. Más toscas que las Tres Hermanas de Chejov, hacen pensar en ellas empero, de forma ocasional, sobre todo por el placer que les produce vivir en Moscú después de haber pasado toda la infancia en un ambiente provinciano. Raia e Ira, que exhiben la misma vulgaridad y las mismas configuraciones de pecas, pasan su tiempo libre bordando cortinas, tapetillos y diversos ornamentos para su cuarto de baño, que ellas consideran hermosos. (¿Por qué no bonitos vestidos para ellas?) Con las novelas de Stendhal abiertas, escuchan a Tchaikovsky en el tocadiscos portátil que compraron con los ahorros de todo el año anterior.