– Le agradezco que haya venido tan pronto -dijo Anne. Su voz era suave y con ligero tono nasal-, y vuelvo a pedirle disculpas por haber traspapelado su expediente.
Laurie sonrió, pero no pudo evitar impacientarse.
– Quería brindarle cierta información sobre lo que hacemos en el laboratorio -prosiguió Anne, cruzando las piernas y apoyando en ellas el sujetapapeles. Laurie se fijó en que tenía un pequeño tatuaje en forma de serpiente justo por encima del tobillo-. También deseaba explicarle por qué está usted hablando conmigo en lugar de con uno de nuestros médicos. Es simplemente una cuestión de tiempo: yo lo tengo, y ellos no; lo cual significa que puedo estar con usted tanto como desee para poder responder a todas sus preguntas; y si no tengo alguna respuesta, sí tengo acceso a las personas que la tienen.
Laurie no cambió de expresión mientras para sus adentros ordenaba a Anne Dixon que cortara el rollo, se callara y le diera el maldito resultado. Se recostó bruscamente, cruzó los brazos e intentó recordarse que no debía culpar al mensajero. Por desgracia, aquella mujer y la situación la fastidiaban hasta no poder más. En especial le molestaba la presencia de la caja de pañuelos, como si Anne esperara de ella que fuera a derrumbarse. A pesar de todo, y conociéndose, Laurie sabía que tal posibilidad existía.
– Veamos -dijo Anne tras consultar nuevamente sus papeles y hacer que Laurie tuviera la impresión de que estaba ante algo preparado de antemano-, es importante que usted conozca un poco la ciencia de la genética y lo mucho que ha progresado desde que se logró descomponer el genoma humano, es decir, secuenciar los tres coma dos billones de nucleótidos de base par. De todas maneras, deje que le diga que si hay algo que no entiende del todo puede interrumpirme cuando quiera.
Laurie asintió con impaciencia. A pesar de la ligereza con que Anne Dixon los había mencionado, no pudo evitar preguntarse qué sabría esa mujer de los nucleótidos de base par, que eran las porciones de la molécula de ADN que formaban sus escalones y cuyo orden era el responsable de transmitir la información genética.
Anne prosiguió hablando de las leyes de Gregor Mendel que se referían a los rasgos dominantes y recesivos que aquel monje del siglo xix había descubierto trabajando con simples guisantes. Laurie apenas podía dar crédito a que la estuvieran sometiendo a todo aquello; aun así, no interrumpió a Anne Dixon ni le recordó que estaba hablando con una médico titulada que obviamente había estudiado a Mendel en la universidad, sino que la dejó parlotear sobre genes y sobre el modo en que ciertos rasgos podían unirse a otros para formar tipos específicos que eran transmitidos de generación en generación.
Llegado cierto momento, Laurie se olvidó del sermón y se concentró en los tics de la mujer que, además del constante apartarse el cabello de la cara, incluían un marcado blefaroespasmo * cada vez que afirmaba algo. Sin embargo, Laurie volvió a prestar atención cuando la mujer empezó a hablar de polimorfismos nucleótidos individuales, los PNI, que era el campo de la genética del que sabía menos y sobre el que más se había documentado recientemente.
– Los PNI han cobrado gran importancia -dijo Anne-. Son lugares específicos del genoma humano donde un nucleótido base ha cambiado debido a una mutación, una supresión o, lo que es aún más raro, una inserción. En todas las personas existe un promedio de un PNI por cada millar de nucleótidos base.
– ¿Y por qué son tan importantes? -se vio preguntando Laurie.
– Porque en este momento hay millones de ellos localizados en el mapa del genoma humano. Ahora aparecen como oportunos marcadores que están unidos hereditariamente a genes específicos anormales. Resulta mucho más fácil hacer la prueba de un marcador que aislar y secuenciar el gen afectado, aunque normalmente hacemos ambas cosas para estar seguros al cien por cien. Queremos tener la certeza de que a nuestros pacientes les damos la información correcta.
– Bien -dijo Laurie, irritada. El comentario de la mujer acerca de los genes anormales la había devuelto bruscamente a la realidad de por qué estaba manteniendo aquella conversación. No se trataba de ningún ejercicio intelectual.
Aparentemente ajena al estado de ánimo de Laurie y tras consultar nuevamente sus papeles, Anne prosiguió con su nasal parloteo. De repente, Laurie ya tuvo bastante. Se le había agotado la paciencia. Descruzó los brazos y alzó una mano para que Anne se interrumpiera. Esta, pillada a mitad de frase, calló y la miró interrogativamente.
– Con el debido respeto -dijo Laurie intentando que su tono sonara tranquilo-, hay cierta información importante que no sé si usted ha olvidado o no tiene, pero ocurre que soy médico. Le agradezco sus explicaciones, pero asumo que la razón de mi presencia aquí es porque usted tiene los resultados de mis análisis. Quiero saberlos y le pido amablemente que me los diga.
Sumamente contrariada, Anne consultó sus notas. Cuando alzó la vista, su blefaroespasmo era apreciablemente más pronunciado.
– No sabía que fuera usted médico. Vi el título de doctor pero supuse que era de otro tipo. No ponía que fuera doctora en medicina.
– No pasa nada. ¿He dado positivo en el marcador del gen BRCA-1?
– Pero si todavía no hemos hablado de las implicaciones…
– Soy consciente de las implicaciones, y las otras cuestiones que pueden plantearse las trataré directamente con mi oncólogo.
– Entiendo -dijo Anne, que miró sus papeles como si en ellos fuera a encontrar apoyo para lo que era una situación manifiestamente incómoda.
– No quiero que parezca que no aprecio sus esfuerzos -añadió Laurie-, pero quiero saber el resultado.
– Desde luego -contestó Anne irguiéndose en su asiento y mirando a Laurie a los ojos. El blefaroespasmo había desaparecido-. Las pruebas del marcador del gen BRCA-1 han dado positivo, lo cual ha sido confirmado por la secuenciación del gen. Lo siento.
Laurie apartó la mirada sin saber qué veía y se mordió el labio inferior. A pesar de que había esperado esa noticia, notó que las lágrimas se le acumulaban y luchó contra ellas por principio. Estaba decidida a no recurrir a los pañuelos que tenía delante.
– De acuerdo -se oyó decir. También oyó que Anne hablaba, pero no la escuchó. Aunque normalmente estaba muy pendiente de los sentimientos de los demás, en aquellas circunstancias no le importó. Sabía que hasta cierto punto estaba echando la culpa al mensajero.
Se levantó, obsequió a Anne con lo que era una torcida sonrisa y se encaminó hacia la puerta. No tenía la menor intención de estrechar la mano de la mujer teniendo las suyas tan sudorosas. Oyó que la seguía y la llamaba por su nombre, pero ni siquiera volvió la vista atrás. Cruzó la recepción del laboratorio con paso decidido y salió al pasillo del hospital.
Laurie agradeció verse rodeada por el gentío de la planta baja que iba de un lado a otro en el atareado hospital. El hecho de ser anónima proporcionó un inesperado alivio al torbellino de sus emociones. Frente al mostrador de información había un banco, y Laurie se tomó un momento para sentarse. Respiró profundamente para tranquilizarse. Lo que necesitaba era decidir qué hacer a continuación. Había prometido a Sue que pasaría a verla sin pérdida de tiempo para que le pidiera hora con el oncólogo; pero sentada allí, comprendió que necesitaba un contacto más personal. Pensó en Roger y se preguntó si estaría disponible.
La zona administrativa se hallaba cerca, y, cuando la puerta divisoria se cerró tras ella, Laurie comprendió que prefería esa tranquilidad al caos del vestíbulo. Sus zapatos no hacían el menor ruido sobre la moqueta. Intentando no pensar en la bomba de relojería genética que llevaba en cada una de sus células, caminó hacia el despacho de Roger. Una de las secretarias la reconoció.