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El oficial, tambaleándose un poco, se detuvo delante de Gemma, y con voz que querría hacer segura, pero en la cual, a pesar suyo, se revelaba una lucha interior, exclamó:

—¡Brindo por la salud de la más hermosa botillera que hay en Francfort y en el mundo entero! (De un sorbo se tragó todo el contenido del vaso). ¡Y en recompensa, tomo esta flor cogida por sus divinos dedos!

Y cogió una rosa que había junto al plato de Gemma. Asombrada al pronto y asustada, ésta se puso pálida como una muerta; después, trocándose en ira su espanto, se ruborizó hasta la raíz de sus cabellos. Sus ojos, fijos en el insultante, se oscurecieron de tinieblas y relámpagos de una indignación desbordada...

El oficial, turbado al parecer por esa mirada, murmuró algunas palabras incoherentes, saludó y se fue a donde estaban sus amigos, quienes le acogieron con sonrisas y ligeros aplausos.

HerrKlüber se levantó bruscamente, se irguió con toda su estatura, y calándose el sombrero, dijo con dignidad, pero no muy alto: —¡Esto es inaudito! ¡Es una insolencia inaudita! ( Unerhórt! unerhórt! Frechheit)

Enseguida llamó al mozo con voz severa, y no sólo pidió que le trajesen en el acto la cuenta, sino que además ordenó que enganchasen el coche, y añadió que era imposible que personas distinguidas viniesen a este establecimiento, puesto que en él se insultaba. Al oír Gemma estas palabras, inmóvil en su sitio una respiración jadeante sacudía su pecho—, dirigió los ojos a HerrKlüber, y fijó en él la misma mirada que había arrojado al oficial, Emilio temblaba de rabia.

—Levántese usted, mein Fraülein—profirió HerrKlüber, siempre con idéntica severidad—, no conviene que permanezca usted aquí. Vamos a meternos en el interior del restaurante.

Gemma se levantó sin decir nada. Le presentó él su torneado brazo, puso ella el suyo encima, y HerrKlüber se dirigió entonces al restaurante con un andar majestuoso, cada vez más majestuoso y arrogante conforme se alejaba d el teatro de los sucesos. El pobre Emilio siguió todo trémulo.

Pero mientras que HerrKlüber ajustaba la cuenta con el mozo, a quien no dio ni un kreutzerde propina, para castigarle por lo sucedido, Sanin se había acercado rápidamente a la mesa de los oficiales, y dirigiéndose al que había insultado a Gemma, y que en aquel momento daba a oler su rosa a los demás, uno tras otro, con voz clara, pronunció en francés estas palabras:

—¡Caballero, lo que acaba usted de hacer es indigno de un hombre de honor, indigno del uniforme que viste; y vengo a decirle a usted que es un fatuo mal educado!

El joven dio un salto; pero otro oficial de más edad le detuvo con un ademán, le hizo sentarse, y dirigiéndose a Sanin le preguntó, en francés también, si era hermano, pariente o novio de aquella joven.

—Nada tengo que ver con ella —exclamó Sanin—. Soy un viajero ruso, pero no he podido ver a sangre fría tal insolencia. Por lo demás, aquí están mi nombre y mis señas; el caballero oficial sabrá dónde encontrarme.

Al decir estas palabras, Sanin echó en la mesa su tarjeta de visita y con rápido ademán cogió la rosa de Gemma que uno de los oficiales había dejado caer en un plato. El joven oficialete hizo un nuevo esfuerzo para levantarse de la silla, pero su compañero le retuvo por segunda vez diciéndole:

—¡Quieto, Donhof! ( Dönhof, sei still!)

Luego se levantó él mismo, y llevándose la mano a la visera de la gorra, no sin un matiz de cortesía en la voz y en la actitud, dijo a Sanin que en la mañana siguiente uno de los oficiales de su regimiento tendría el honor de presentánsele. Sanin respondió con un breve saludo y se apresuró a reunirse con sus amigos.

HerrKlüber fingió no haber notado la ausencia de Sanin ni sus explicaciones con los oficiales; daba prisa al cochero que enganchaba los caballos, e irritábase en extremo contra su lentitud. Gemma tampoco dijo nada a Sanin; no le miró siquiera. Por sus cejas fruncidas, sus labios pálidos y apretados, su misma inmovilidad, adivinábase lo que sucedía en su alma. Sólo Emilio tenía visibles deseos de hablar con Sanin y de interrogarle: le había visto acercarse a los oficiales, darles una cosa blanca, un pedazo de papel, carta o tarjeta... Palpitábale el corazón al pobre muchacho, le abrasaban las mejillas; estaba pronto a echarse al cuello de Sanin, pronto a llorar, o arrojarse con él para reducir a polvo a todos aquellos abominables oficiales. Sin embargo, se contuvo y se limitó a seguir con atención cada uno de los movimientos de su noble amigo ruso.

Por fin, el cochero acabó de enganchar los caballos; subieron los cinco al coche. Emilio, precedido por Tartaglia, trepó al pescante; allí estaba más libre y no le quitaba la vista a Klüber, a quien no podía ver a sangre fría.

Durante todo el camino discurseó HerrKlüber... y habló él sólo: nadie le interrumpió ni le hizo ninguna señal de aprobación. Insistió especialmente en lo mal que hicieron en no escucharle cuando propuso comer en un gabinete reservado. ¡De ese modo no hubiera habido ningún disgusto! Enseguida enunció juicios severos y hasta con ribetes de liberalismos acerca de la imperdonable indulgencia del gobierno con los oficiales; les acusó de descuidar el sostenimiento de la disciplina y de no respetar bastante el elemento civil en la sociedad ( das bürgerliche element in der societät). Después dijo cómo con el tiempo esto produciría descontento general; que de eso a la revolución no había más que un paso, como lo atestiguaba (aquí exhaló un suspiro compasivo, pero severo) el triste, el tristísimo ejemplo de Francia. Sin embargo, al punto añadió que personalmente se inclinaba ante el poder, y que no sería revolucionario jamás de los jamases; pero que no podía menos de manifestar su desaprobación respecto a tanta licencia. Luego entró en consideraciones generales sobre los principios y la falta de principios, la moralidad, las conveniencias y el sentimiento de la dignidad.

Durante el paseo que precedió a la comida, Gemma no había parecido enteramente satisfecha de HerrKlüber, y por eso mismo habíase mantenido un poco apartada de Sanin, como si la presencia de éste la hubiese turbado; pero a la vuelta, mientras escuchaba la fraseología de su futuro, era visible que tenía vergüenza de él. Al final del viaje experimentaba un verdadero sufrimiento, y de pronto dirigió una mirada suplicante a Sanin, con quien no había reanudado la conversación. Por su parte, Sanin experimentaba más compasión hacia ella que descontento contra Klüber; y hasta, sin confesárselo del todo, regocijábase en secreto por todo lo acontecido aquel día, aun cuando esperaba un cartel de desafío para la siguiente mañana.

Sin embargo, aquella penosa “gira de recreo” concluyó. Al ayudar a Gemma a apearse del coche a la puerta de la confitería, sin decir una palabra, Sanin le puso en la mano la rosa que había rescatado. Ruborizóse ella, le apretó la mano e inmediatamente ocultó la flor. Aunque apenas era de noche, ni él tuvo ganas de entrar en la casa, ni ella le invitó a que lo hiciese. Además, apareció en el quicio de la puerta Pantaleone y anunció que FrauLenore estaba durmiendo, Emilio dijo un tímido adiós a Sanin: casi le tenía miedo, ¡tanta era la admiración que le produjo! Klüber acompañó a Sanin en coche hasta la fonda y le dejó haciéndole un saludo afectado. A pesar de toda su suficiencia, ese alemán, organizado en toda regla, sentíase un poco molesto. En fin, que todos ellos, quien más, quien menos, estaban a disgusto.