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Preciso es decir que ese sentimiento de malestar se disipó en seguida en Sanin y se trocó en un estado de ánimo bastante vago, pero alegre y hasta triunfal. Se puso a silbar paseándose por su cuarto. Estaba contentísimo de sí mismo.

XVII

Aguardaré las explicaciones del caballero oficial hasta las diez —pensaba al arreglarse por la mañana al día siguiente—, y después que me busque si le da la gana.

Pero los alemanes se levantan temprano; antes de que el reloj señalase las nueve, el criado entró a anunciar a Sanin que el señor subteniente ( der Her Seconde Lieutenant) von Richter deseaba verle.

Sanin se puso a escape un redingoty dijo que le hiciese pasar. En contra de lo que Sanin esperaba, von Richter era un jovenzuelo, casi un niño. Esforzábase en dar aire de importancia a su rostro imberbe, aunque sin conseguirlo, ni siquiera fue capaz de ocultar su emoción, y habiéndosele enredado los pies en el sable, en poco estuvo que no cayera al sentarse. Después de muchas vacilaciones y con gran tartamudeo, declaró a Sanin en muy mal francés, que era portador de un mensaje de parte de su amigo el barón von Dónhof; que su misión consistía en exigir excusas al caballero vonSanin por las expresiones ofensivas empleadas por él la víspera; y que en caso de que el caballero vonSanin se negase a lo pedido, el barón von Dónhof exigía satisfacción.

Sanin respondió que no tenía el propósito de presentar excusas y que estaba dispuesto a dar satisfacción.

Entonces, el caballero von Richter, siempre tartamudeando, le preguntó con quién, dónde y a qué hora podrían celebrarse las conferencias indispensables.

Sanin le respondió que podía volver dentro de un par de horas, y que de allí a entonces trataría Sanin de hallar un testigo.

“¿A quién diablos tomaré de testigo?”, pensaba entre tanto.

El caballero von Richter se levantó y saludó para despedirse. Pero al llegar a los umbrales de la puerta, se detuvo como presa de un remordimiento de conciencia, y dirigiéndose a Sanin le dijo que su amigo el barón von Dónhof no dejaba de comprender que hasta cierto punto había sido culpa suya los sucesos de la víspera, y que por consiguiente se contentaría con muy poco:

—Bastarían ligeras excusa s ( exghises léchères).

Sanin contestó a eso que no considerándose culpable de nada, no estaba dispuesto a presentar ninguna clase de excusas, ni ligeras ni pesadas.

—En ese caso —replicó el caballero von Richter, poniéndose aún más encarnado—, habrá que cruzar unos pistoletazos amistosos ( des goups te bisdolet à l’amiâple). No comprendo ni pizca de lo que usted quiere decir —observó Sanin—. Supongo que no se trata de tirar al aire.

—¡Oh, no, no! —tartamudeó el subteniente, desorientado por completo—. Pero suponía que ventilándose el asunto entre hombres distinguidos... (Aquí se interrumpió.) Hablaré con el testigo de usted... —dijo, y se retiró.

En cuanto hubo salido, Sanin se dejó caer en una silla, con los ojos fijos en el suelo, diciéndose:

¡Vaya una guasa que es la vida, con sus bruscas vueltas de rueda! Pasado y porvenir, todo desaparece como por arte de birlibirloque; ¡y lo único que saco en limpio es que me voy a batir en Francfort con un desconocido y a propósito de no sé qué!

Se acordó que había tenido una anciana tía loca, que bailaba de continuo cantando estas palabras extravagantes:

Subteniente rebonito,

Pepinito,

Cupidito,

Báilame, mi pichoncito.

Echóse a reír y se puso a cantar también: “Subteniente rebonito, báilame, mi pichoncito”.

—“Pero no hay tiempo que perder; hay que moverse”, exclamó en voz alta, levantándose.

Y vio delante de él a Pantaleone, con una esquela en la mano. He llamado ya varias veces, pero no me ha oído usted. Yo creí que había usted salido —dijo el viejo, dándole la carta—. De parte de la señorita Gemma...

Sanin cogió maquinalmente la carta, la abrió y la leyó. Gemma le escribía que estaba muy intranquila con el asunto consabido, y que deseaba verle inmediatamente.

—La signorinaestá inquieta —dijo Pantaleone, que por lo visto conocía el contenido de la esquela—. Me ha dicho que me informe de lo que hace usted, y que lo lleve conmigo junto a ella.

Sanin miró al viejo italiano y se puso pensativo: una idea repentina cruzaba por su mente. A primera vista le pareció extraña, imposible... “Sin embargo, ¿por qué no?” —se dijo a sí propio.

—Señor Pantaleone —exclamó en voz alta.

Estremecióse el viejo, sepultó la barba en la corbata y fijó los ojos en Sanin.

—¿Sabe usted lo que pasó ayer? —prosiguió éste.

Pantaleone sacudió su enorme moño, mordiéndose los labios, y dijo:

—Lo sé.

Apenas de regreso, Emilio se lo había contado todo.

—¡Ah, lo sabe usted! Pues bien; he aquí de qué se trata. Ese insolente de ayer me provoca a duelo. He aceptado, pero no tengo testigo. ¿Quiere usted ser mi testigo?

Pantaleone se puso trémulo y levantó tanto las cejas que desaparecieron bajo sus mechones colgantes.

—¿Pero no tiene usted más remedio que batirse? —dijo en italiano; hasta entonces había hablado en francés.

Es preciso. Negarme a ello sería cubrirme de oprobio para siempre.

—¡Hum! Si me niego a servirle a usted de testigo, ¿buscará usted otro?

—De seguro.

Pantaleone bajó la cabeza.

—Pero permítame usted que le pregunte, signor de Zanini, siese duelo no echará una mancha desfavorable sobre la reputación de cierta persona.

—Supongo que no; pero, aunque así fuese, no hay más remedio que resignarse con ello.

—¡Hum...! (Pantaleone había desaparecido por completo dentro de su corbata.) Pero ese ferrof utoKluberio, ¿no interviene en eso? —exclamó de pronto, levantando la nariz al aire.

—¿Él? Nada.

—¡Che!Pantaleone se encogió de hombros con aire despreciativo, y dijo con voz insegura—: En todo caso, debo dar a usted las gracias, porque en medio de mi actual rebajamiento ha sabido usted reconocer en mí un hombre decente, un galant uomo. Con eso demuestra usted mismo ser un galant’ uomo. Pero necesito reflexionar su proposición.