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Se quedó paralizada en la puerta de la habitación de Jess. Una nube de plumas más espesa que la nieve flotaba por todo el cuarto. Todo estaba tirado y revuelto, las ropas, los juguetes, las lámparas. Simón y Jess estaban tirados en la cama riendo con lágrimas en los ojos. El corazón le dio un vuelco sin poder evitarlo. Simón todavía tenía un poco de niño en su interior aunque Bree había creído que nunca llegaría a encontrarlo.

«Courtland, no puedes imaginarte lo mucho que te quiero».

– ¡Oh, no! -exclamó Jess dándole un codazo a su padre-. Creo que te la has cargado, papá.

Bree se llevó las manos a las caderas y compuso la expresión más furiosa que pudo.

– Es increíble. ¡Qué vergüenza! ¿Os dais cuenta del trabajo que voy a tener para limpiar todo esto? Nunca en mi vida había visto un desastre tan…

Una almohada salió disparada desde la cama dejando una estela de plumas por toda la habitación para ir a estrellarse contra su cara. Había sido arrojada por el diablillo de uno noventa que se reía abrazado a su hija.

A las once de la noche el mismo diablillo reapareció en su habitación de la torre. Medio rezando para que no apareciera, medio deseando que lo hiciera, Bree se había puesto el sujetador, unas braguitas y un camisón que se abotonaba hasta el cuello.

No hubo ni plumas ni alboroto en su habitación, aunque Simón había llevado un juguete. Lo oyó dejarlo en el suelo pero no se dio cuenta de que era un cassete hasta que lo puso en marcha.

Simón la cogió de las manos y la obligó a salir de la cama antes de que ella pudiera reconocer la música. Era la banda sonora de «Dirty Dancing».

Simón se echó sus brazos al cuello y la atrajo hacia sí. Ella intentó resistirse pero sabía que era imposible. Se movieron en la oscuridad a medias bailando y a medias haciendo el amor al ritmo de la música sensual. Ella lo había soñado. Había soñado bailar en la oscuridad, no con el Courtland de la vigilia ni tampoco con su fantasma nocturno, sino con la mezcla de los dos, con el hombre que podía ser.

Al rato, su camisón cayó al suelo. La ropa interior sufrió la misma suerte. Siguieron bailando desnudos, acariciándose, excitándose hasta que ninguno de los dos pudo soportarlo.

Bree se abrazó desesperadamente a él cuando la tumbó sobre la cama. Cada sonido, cada textura tenía su nombre en la oscuridad. Después del clímax, cuando yacía trémula y satisfecha entre sus brazos le oyó susurrar.

– Bree.

– ¡Ssst!

Todas las noches intentaba hablar con ella. La respuesta era siempre la misma. No quería pedirle nada más. No quería que se pronunciaran ni palabras ni promesas de amor.

En esa noche en especial le dolía. Siempre había querido ser sincera con él pero sabía que no lo podía entender. Simón no tenía que vivir con lo que ella había pasado. En todas aquellas malditas ocasiones, había confundido necesidad con amor.

Delante de sus ojos, Simón estaba redescubriendo la alegría, la vida, la pasión. Irónicamente era lo que más le afectaba. Cuando más placenteras fueran sus noches más dolorosa sería la verdad. En cualquier momento, Simón se daría cuenta de lo que ella ya sabía, cuanto más cambiara menos la necesitaría.

– ¿Estás segura de que voy a estar guapa?

– Muy segura.

Para Bree era difícil hablar con un peine en la boca, pero más difícil era trenzarle un moño fuera de la casa en una tarde ventosa. Una y otra vez, mojaba el peine, humedecía el pelo y seguía trenzando.

– ¿Tiene que ser el pelo muy largo para que quede bonito?

– Esa es una pregunta que las mujeres nos hemos hecho desde el comienzo de los tiempos. Yo creo que en tu caso no será mucho.

– Es que estoy cansada.

Bree no se atrevió a reírse. Hacerle un peinado tan complicado a una niña de cuatro años era un verdadero acto de amor dado la brevedad de su duración.

Aquella mañana había salvado a un Simón que gruñía cuando la pantalla de su ordenador se había quedado en blanco. Estaba sonriente, radiante porque había encontrado la solución a su problema de ingeniería. Pero por desgracia había pulsado el botón incorrecto.

Bree había salvado la situación con una sonrisa.

– Me habías jurado que no sabías nada de ordenadores ni de negocios -la había acusado él.

Otro acto de amor. Bree los atesoraba para cuando llegara la desesperación. Intentaba no pensar en los pocos días que le quedaban para marcharse. Intentaba saborear cada segundo.

Se fraguaba una tormenta, notaba el sabor del aire en la boca. El viento soplaba sobre los arbustos que parecían más grandes y verdes que el día anterior. Las colinas erosionadas surgían ante la vista con colores metálicos y terrosos. Allí había espacio para que respirara el alma, libertad para que una mujer creciera y trabajara a su propio modo.

Bree suspiró. ¿Cómo podía marcharse? ¿Cómo podría dejar a Simón? Sus preguntas no tenían respuestas fáciles.

– Oye, Bree. He sido todo lo buena que he podido pero llevo sentada aquí un millón de horas. ¿No has acabado?

«¿Cómo vas a dejarla?», se preguntó.

– ¡Vaya! ¿Es esta la misma niña que me ha suplicado que la peinara? Sólo falta un minuto. Trabajo lo más deprisa que puedo.

– ¡Oh, no!

– ¡Oh, no! ¿Qué?

– ¡Oh, no! Ahí viene mi mamá. Viene a por mí, Bree.

Bree sujetó la trenza con una goma y se levantó. Se acercaba una ranchera blanca.

– No puedo ser tu mamá. Aún faltan muchos días. Además, no ha llamado. Aunque hubiera vuelto de sus vacaciones antes de lo que pensaba habría llamado.

No pudo seguir hablando. Se le formó un nudo en la garganta cuando el coche se detuvo y descendió una mujer rubia y alta.

«Todavía no. Por favor, Liz. Necesito unos pocos días más. Por favor».

– ¡Cachito! -gritó la mujer desvaneciendo toda sombra de duda.

Por un momento, Jess pareció debatirse entre la ansiedad y la alegría. Pero, al final, bajó corriendo los escalones para arrojarse a los brazos de su madre.

Liz era casi tan alta como Simón. Tenía un porte regio digno de una escultura. Llevaba una camisa de color crema y unos vaqueros oscuros. Estaban algo arrugados por el viaje pero parecían hechos a su medida.

«Poderoso caballero…», pensó Bree.

Quizá Liz no tuviera dinero pero aparentaba tenerlo. Pasaron unos minutos antes de que Liz alzara la mirada y la viera.

– Mamá, esta es Bree.

– Ya lo suponía -dijo Liz yendo hacia ella con la mano extendida-. Simón me habló de ti cuando le llamé. Me alegro de conocerte.

Ni la pose ni su belleza clásica podían ocultar unos dedos temblorosos. Liz estaba nerviosa. Bree vio las líneas de la tensión en su rostro cuando intentó sonreír.

Bree había estado predispuesta en contra de Liz. Aunque la había admirado como madre, su lealtad estaba del lado de Simón. Ella le había utilizado para luego tirarlo por la borda. Pero no iba a resultar tan simple. Se descubrió a sí misma simpatizando con aquella mujer.

No era una persona fría que usara a la gente, era una mujer desamparada. Sabía que su llegada significaba el comienzo de la cuenta atrás para su partida pero se sentía incapaz de culparla. Liz tenía bastante con sus propios problemas.

– Pasemos dentro -invitó Bree-. Le diré a Simón que estás aquí.

– Quizá se enfade. Debería haber llamado.

– No se enfadará -le aseguró Bree.

– No quiero molestarte…

– No molestas a nadie. A todos nos encanta que hayas venido. Te prepararé un poco de té helado. Debes tener sed.

Simón apareció por las escaleras frunciendo el ceño.

– Bree, ¿qué sucede?

Liz enderezó los hombros con mucho cuidado.

– Hola, Simón.

– Liz.

Bree tuvo la sensación de que Simón quería que desapareciera y lo dejara a solas con Liz. Estaba sucediendo algo que ella no entendía pero no era el momento de pedir explicaciones.