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Bree se dio la vuelta. No podía quitarse de la cabeza la expresión desesperada de Jessica cuando había hablado con su madre.

– Creo que deberíamos buscar a la niña.

– ¿Por qué?

Sabía que no era una buena respuesta pero no tenía otra.

– Porque algo anda mal.

Vio que Simón se tensaba. Sus ojos se entornaron. Le había herido. Pensaba que le estaba cerrando la puerta, que no era sincera con él.

– No es una excusa -se apresuró a añadir-. Por favor, Simón. Busquémosla.

Simón la siguió de mala gana al principio. No tardaron mucho en darse cuenta de que Jessica no estaba arriba en su cuarto. No estaba en la casa.

Cuando volvieron a reunirse en el salón principal llovía a cántaros. Las luces parpadearon con los primeros relámpagos. Bree recordaba demasiado bien cómo eran las tormentas en aquella tierra. La oscuridad podía hacerse en un minuto y a pleno día. Las inundaciones de las barrancas y las ramblas eran cuestión de segundos.

No había sitios seguros en las Tierras Malas, no para una niña de cuatro años.

Capítulo 10

– No hay motivo para que nos pongamos nerviosos, Bree. Hace menos de un cuarto de hora que ha desaparecido y sólo hay un sitio al que puede haber ido -dijo Simón poniéndose un impermeable amarillo.

Cogió también una linterna potente y una manta.

– ¡Su escondite secreto! Simón, no lo comprendo. Ella quería quedarse contigo y eso es exactamente lo que ha conseguido. ¿Por qué se ha escapado?

– No lo sé pero lo averiguaremos. Con el coche no tardaré más que unos cuantos minutos.

– Quiero ir contigo.

– No -dijo él con calma-. Puede que la lluvia la haya sorprendido y esté regresando en este mismo momento. Es mejor que uno se quede.

– Pero, ¿y si no ha ido a ese escondite? ¿Y si…?

– Bree.

Simón le cogió la cara entre las manos manteniéndole inmóvil. Sus ojos eran oscuros pero brillaban de emoción.

– Si se ha perdido, la encontraré. Si te hubieras perdido, también te encontraría. No es complicado.

Cuando Simón salió, Bree quitó la cena quemada del fuego, amontonó en la entrada más mantas de las que podría necesitar un pueblo de esquimales y encendió todas las luces de la planta baja. Tardó cuatro minutos.

No tuvo otra cosa que hacer excepto pasear de arriba abajo. En el exterior, la temperatura comenzaba a descender y la tormenta empeoraba. Un viento despiadado crujía en todas las rendijas del viejo caserón. La lluvia golpeaba las ventanas como si fuera de agujas de acero. Pasaron lentamente, angustiosamente, cuarenta y cinco minutos.

Simón se había mantenido tranquilo y sereno en una crisis. Le había prometido encontrarla y Bree sabía que cumpliría su promesa. También le había prometido encontrarla a ella. Bree se abrazó recordando la expresión luminosa de sus ojos. La había visto antes e imaginaba que era pasión. Una pasión desbordante y poderosa pero pasión al fin y al cabo. Sin embargo, en aquellos momentos el deseo había sido la última cosa que habían tenido en mente.

Aquella expresión se parecía demasiado al amor. Al amor de verdad. Y la charla que habían empezado en la cocina había sido igualmente inquietante.

«¿Y si te has equivocado, Reynaud? ¿Y si…?»

No tuvo tiempo para pensar. Las luces de un coche se reflejaron en los cristales de las ventanas. Bree corrió a la puerta. El impermeable de Simón chorreaba mientras se inclinaba para sacar del coche un bulto envuelto en una manta.

– ¿Está bien?

– Bastante mojada y un poco hambrienta, pero está perfectamente.

Bree se asomó al interior del bulto para ver una cara infantil que la miraba con ojos desconsolados. Tenía las mejillas manchadas de barro y el pelo extremadamente enredado.

– He roto las gafas, Bree.

Bree tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le notara el nudo que atenazaba su garganta.

– Las gafas se arreglan, «chere». Lo único que importa es que tú estés bien.

No perdieron tiempo. Dos pares de manos desvistieron a la niña que estaba helada. Tomar un baño no era seguro durante una tormenta eléctrica. Simón subió a por un camisón mientras que Bree le daba fricciones con una manta seca. Cuando se puso el camisón, la envolvieron en otra manta y su padre la cogió en brazos.

Acabaron todos en la cocina. Jess comió con apetito monstruoso lo que pudo ser salvado de la cena desde los pliegues de la manta que su padre sostenía en el regazo. Bree le preparó cena a Simón. Le trajo un jersey y una toalla y, como le parecía que todavía estaba demasiado mojado, le sirvió un buen vaso de whisky. Luego se enfrentó a la cocina que parecía un campo de batalla.

– Mamá dijo que podía quedarme por ahora. Por ahora, papá. Ya sabes lo que significa eso.

– No, cariño. No lo sé. Tendrás que explicármelo.

– Significa que no podré vivir contigo. «Por ahora» no es mucho tiempo. Como cuando monto en bici y ella me dice «por ahora». Eso significa que tengo que dejar la bici a la hora de la cena. Papá, tienes que escucharme.

– Te escucho.

– No quería asustaros. Tampoco quería que os enfadarais. No me escapaba. Sólo quería encontrar un escondite hasta que mamá se fuera para que no me llevara con ella. Pero cuando empezó a llover con todos esos truenos, tuve miedo y me escondí. Sólo que no me escondía de ti. No quería enfadarte.

– No estoy enfadado, cariño.

– ¿Seguro?

– Seguro.

– Entonces, como no estás enfadado, ¿podemos hablar de otra cosa más?

– Podemos hablar de lo que tú quieras -dijo Simón limpiándole los labios de la leche que había estado bebiendo.

– Mira, papá. Lo tengo todo pensado. Tú te casas con Bree y nos venimos todos a vivir aquí. Como una familia de verdad. Y mamá también puede venir a vivir con nosotros. Hay muchas habitaciones vacías.

Bree descubrió que hacía rato que no movía las manos. El grifo estaba abierto, el agua corría. Jessica seguía hablando.

– Esta es una casa buena. Todo el mundo se ríe aquí. Tú, yo, Bree. Somos felices. Necesitamos esta casa, papá.

Con toda tranquilidad, Simón convenció a su hija para que tomara otra cucharada de espagueti.

– Al principio pensaba que era una tontería, pero ahora me doy cuenta de que tienes razón. Si quieres que nos quedemos con la casa nos la quedaremos, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Pero tenemos que dejar una cosa bien clara, enana. Te preocupas de si mamá está triste. Te preocupas de si yo estoy triste. Quiero que te metas en tu cabecita que somos mayores. Las personas mayores se cuidan solas. No tienes que preocuparte por nosotros.

– De acuerdo.

El fregadero comenzó a rebosar. Bree cerró el grifo y fue a buscar una bayeta. Su corazón latía muy deprisa. Intentó convencerse de que era debido a lo maravillosa que era Jessica. A la manera de comportarse que Simón había tenido con ella. Había perdido el tono pedante y hablaba al mismo nivel que la niña. Y, como siempre, era muy cuidadosa a la hora de hacer promesas que no podía cumplir.

– Sí, de acuerdo, papá. Pero, ¿qué…?

– Yo te quiero Jess. Que no se te olvide nunca. Pero el amor entre adultos es una cosa diferente. Yo te querré toda la vida pero no puedo hacer que Bree se quede con nosotros si ella no quiere.

– Pero…

Las luces vacilaron y se apagaron. La oscuridad lo invadió todo. La respuesta de Simón no fue la más adecuada para unos oídos infantiles. Bree se había quedado paralizada. Sólo Jessica pareció encantada.

– ¡Guau! ¡Es fantástico!

A las diez y media, Bree se recogió el pelo y se metió en la bañera del piso superior. El agua caliente estaba suavizada con un poco de aceite y perfumada con unas gotas de perfume. Apoyó la nuca contra la porcelana fría y cerró los ojos. Había sido un día increíble.