– En cuanto alguien te llama «abuela» te replanteas todo el tema de hacerte mayor con dignidad.
Daidre asintió pensativa. Tenía sentido.
– ¿Y es usted abuela?
– Sí. -La inspectora dirigió su siguiente comentario a Collins-. Salga y avíseme cuando llegue el patólogo. Mantenga a todo el mundo alejado, no es que vaya a aparecer nadie con este tiempo, pero nunca se sabe. Imagino que se habrá corrido la voz. -Esto se lo dijo a Daidre mientras Collins se marchaba.
– Hemos llamado desde el hostal, o sea que allí ya lo sabrán.
– Y el resto del pueblo a estas alturas, seguro. ¿Conoce al chico muerto?
Daidre se había planteado la posibilidad de que volvieran a formularle aquella pregunta. Decidió basar su respuesta en su definición personal de la palabra «conocer».
– No -contestó-. Verá, en realidad no vivo aquí. Esta cabaña es mía, pero es mi lugar de escapada. Vivo en Bristol. Vengo a descansar cuando tengo tiempo libre.
– ¿A qué se dedica en Bristol?
– Soy médico. Bueno, en realidad no. A ver, sí lo soy, sólo que… Soy veterinaria. -Daidre sintió los ojos de Thomas sobre ella y se puso colorada. No era que la avergonzara ser veterinaria, porque se enorgullecía muchísimo de su profesión, teniendo en cuenta lo difícil que le había resultado alcanzar su objetivo, sino que cuando se habían conocido le había inducido a pensar que era otro tipo de médico. No estaba muy segura de por qué lo había hecho, aunque decirle que podía ayudarle con sus supuestas heridas porque era veterinaria le había parecido ridículo en aquel momento-. De animales grandes, básicamente.
La inspectora Hannaford había fruncido el ceño. Miró a Daidre y luego a Thomas y pareció examinar la situación entre ellos. O tal vez estaba evaluando el nivel de veracidad de la respuesta de Daidre. Parecía dársele bien, a pesar de su inapropiado pelo.
– Había un surfista -dijo Thomas-. No sabría decir si era un hombre o una mujer. Lo vi, supongo que era él, desde arriba del acantilado.
– ¿Qué? ¿En Polcare Cove?
– En la cala anterior a Polcare. Aunque podría haber salido de aquí, imagino.
– Pero no había ningún coche -señaló Daidre-. En el aparcamiento no. Así que debió de meterse en el agua en Buck's Haven. Así se llama la cala que hay al sur, a menos que se refiera a la cala del norte. No le he preguntado en qué dirección caminaba.
– Desde el sur -dijo. Y a Hannaford-: No me pareció que hiciera el tiempo adecuado para surfear. La marea tampoco era la adecuada. Los arrecifes no estaban cubiertos del todo. Si un surfista se acercara demasiado… Alguien podría hacerse daño.
– Pues alguien se hizo daño -señaló Hannaford-. Alguien murió.
– Pero no haciendo surf -dijo Daidre. Entonces se preguntó por qué lo había dicho, porque pareció como si intercediera por Thomas cuando no era su intención.
– Les gusta jugar a los detectives, ¿verdad? -les dijo Hannaford a ambos-. ¿Es una afición que tienen? -No parecía esperar una respuesta a su pregunta. Siguió hablando con Thomas-: El agente McNulty me ha dicho que le ha ayudado a mover el cadáver. Quiero su ropa para realizar análisis forenses. La de encima. Lo que llevara puesto en ese momento, que imagino que será lo que lleva ahora. -Y a Daidre-: ¿Ha tocado usted el cadáver?
– He comprobado si tenía pulso.
– Entonces también quiero su ropa.
– Me temo que no llevo nada para cambiarme -dijo Thomas.
– ¿Nada? -De nuevo, Hannaford miró a Daidre. A ésta se le ocurrió que la inspectora había dado por sentado que ella y el desconocido eran pareja. Supuso que tenía cierta lógica. Habían ido juntos a buscar ayuda, todavía estaban juntos, y ninguno de los dos había dicho nada para disuadirla de aquella conclusión-. Exactamente, ¿quiénes son ustedes y qué les trae por este rincón del mundo? -preguntó Hannaford.
– Hemos dado nuestros datos al sargento -dijo Daidre.
– Síganme la corriente.
– Ya se lo he dicho. Soy veterinaria.
– ¿Dónde?
– En el zoo de Bristol. Acabo de llegar esta tarde para pasar unos días. Bueno, una semana esta vez.
– Una época extraña para tomarse unas vacaciones.
– Para algunos, supongo. Pero yo prefiero irme de vacaciones cuando no hay aglomeraciones.
– ¿A qué hora ha salido de Bristol?
– No lo sé. No lo he mirado, la verdad. Por la mañana. A las nueve quizá. A las diez. O a y media.
– ¿Ha parado por el camino?
Daidre intentó establecer cuánto necesitaba saber la inspectora.
– Bueno… un momento, sí -contestó-. Pero no tiene nada que ver con…
– ¿Dónde?
– ¿Qué?
– ¿Dónde ha parado?
– A almorzar. No había desayunado. No lo hago, normalmente. Desayunar, quiero decir. Tenía hambre, así que he parado.
– ¿Dónde?
– Había un pub. No es un lugar donde pare normalmente. No es que normalmente pare, pero he visto un pub y tenía hambre y en la entrada ponía «comidas», así que he entrado. Sería después de dejar la M5. No recuerdo el nombre del pub, lo siento. Creo que ni he mirado el nombre. Era en las afueras de Crediton, me parece.
– Le parece. Interesante. ¿Qué ha comido?
– Un ploughman's.
– ¿Qué queso le han puesto?
– No lo sé. No me he fijado. Era un ploughman's: queso, pan, encurtidos, cebolla. Soy vegetariana.
– Por supuesto.
Daidre sintió que montaba en cólera. No había hecho nada, pero la inspectora la hacía sentir como si fuera culpable de algo.
– Inspectora, me parece bastante difícil preocuparse por los animales por un lado y, por el otro, comérselos -dijo intentando parecer digna.
– Por supuesto -dijo la inspectora Hannaford con frialdad-. ¿Conoce al chico muerto?
– Creo que ya he respondido a esa pregunta.
– Me parece que me lo he perdido. Conteste otra vez.
– Me temo que no me he fijado mucho.
– Y yo me temo que no le he preguntado eso.
– No soy de aquí. Como ya le he dicho, este lugar es una escapada para mí. Vengo algún que otro fin de semana, algún puente, vacaciones más largas. Conozco a algunas personas, pero principalmente las que viven cerca.
– ¿Y este chico no vive cerca?
– He dicho que no le conozco. -Daidre notaba el sudor en su cuello y se preguntó si también le transpiraba la cara. No estaba acostumbrada a hablar con la policía y hacerlo en estas circunstancias la ponía especialmente nerviosa.
Entonces llamaron dos veces a la puerta. Antes de que nadie se moviera para contestar, oyeron que se abría. De la entrada llegaron dos voces masculinas -una de ellas del sargento Collin-, justo por delante de los propios hombres. Daidre esperaba que el otro fuera el patólogo que la inspectora Hannaford había dicho que estaba en camino, pero al parecer no lo era. El recién llegado -alto, de pelo gris y atractivo- los saludó con la cabeza y luego le dijo a Hannaford:
– ¿Dónde lo has metido?
– ¿No está en el coche? -contestó ella.
El hombre negó con la cabeza.
– Pues resulta que no.
– Maldito niño. Te lo juro -dijo Hannaford-. Gracias por venir tan deprisa, Ray. -Luego se dirigió a Daidre y a Thomas-. Quiero su ropa, doctora Trahair -le repitió a Daidre, y a Thomas-: Cuando llegue el equipo de la policía científica, le daremos un mono para que se cambie. Mientras tanto, señor… No sé cómo se llama.
– Thomas -dijo.
– ¿Señor Thomas? ¿O Thomas es el nombre de pila?
El hombre dudó. Por un momento, Daidre pensó que iba a mentir, porque es lo que parecía. Y podía hacerlo, ¿no?, no llevaba encima ninguna identificación. Podía decir que era cualquiera. Thomas miró la chimenea como si estudiara todas las posibilidades. Luego volvió a mirar a la inspectora.
– Lynley -dijo-. Me llamo Thomas Lynley. Hubo un silencio. Daidre dirigió la mirada de Thomas a la inspectora y vio que la expresión del rostro de Hannaford se alteraba. La cara del hombre al que había llamado Ray también se alteró y, curiosamente, fue él quien habló. Lo que dijo desconcertó absolutamente a Daidre.