Pero la idea de que alguien pudiera estar entrando en su casa hizo que apretara el paso. Mientras caminaba mantenía la mirada entre sus pies y la cabaña y el hecho de que la moto siguiera en su lugar en la entrada hizo que se diera prisa y aumentara su curiosidad.
Llegó sin resuello y cruzó corriendo la verja. Sin embargo, en lugar de un ladrón con medio cuerpo dentro de la casa y medio fuera encontró a una chica vestida con ropa de cuero y repantingada en el escalón. Tenía la espalda contra la puerta azul intenso y las piernas estiradas. Llevaba un aro de plata horrible en el tabique y una gargantilla de color turquesa tatuada alrededor del cuello.
Daidre la reconoció: Cilla Cormack, la pesadilla de la vida de su propia madre. Su abuela vivía al lado de la familia de Daidre en Falmouth. ¿Qué diablos hacía aquí?, pensó.
Cilla alzó la mirada cuando Daidre se acercó. El sol pálido brillaba en el aro de su nariz y le daba el aspecto poco atractivo de esas anillas que se ponen a las vacas para instarlas a colaborar cuando se les ata una correa.
– Eh -dijo la chica, y saludó a Daidre con la cabeza. Se levantó y dio unos golpes con los pies en el suelo como si necesitara activar la circulación.
– Vaya sorpresa -dijo Daidre-. ¿Cómo estás, Cilla? ¿Cómo está tu madre?
– Zorra -respondió, y Daidre supuso que se refería a su madre. Las disputas de la chica con la mujer eran una especie de leyenda en el barrio-. ¿Puedo ir al baño o algo?
– Claro. -Daidre abrió la puerta y la condujo adentro. Cilla cruzó con torpeza el recibidor y fue al salón-. Por aquí -dijo, y esperó a ver qué pasaba a continuación porque Cilla no habría venido desde Falmouth sólo para ir al lavabo.
Unos minutos después -durante los cuales el agua corrió con entusiasmo y Daidre empezó a preguntarse si la chica había decidido darse un baño-, Cilla regresó. Tenía el pelo mojado y peinado hacia atrás y olía como si se hubiera puesto su perfume.
– Mejor -dijo-. Estaba súper incómoda. Las carreteras están mal en esta época del año.
– Ah -dijo Daidre-. ¿Quieres… tomar algo? ¿Té? ¿Café?
– Un cigarrillo.
– No fumo, lo siento.
– Me lo imaginaba. -Cilla miró a su alrededor y asintió-. Esto es muy bonito. Pero no vives aquí siempre, ¿no?
– No. Cilla, ¿hay algo…?
Daidre sintió que sus modales la coartaban. No se preguntaba a una visita a qué diablos había venido. Por otro lado, era imposible que la chica sólo pasara por ahí. Sonrió e intentó animarla a hablar. Cilla no tenía muchas luces, pero consiguió captar el mensaje.
– Mi abuela me ha pedido que viniera -explicó-. Dice que no tienes móvil.
Daidre se alarmó.
– ¿Ha pasado algo? ¿Qué sucede? ¿Alguien está enfermo?
– La abuela dice que se pasó alguien de Scotland Yard, y que lo mejor era que lo supieras enseguida, porque preguntaron por ti. Dice que primero pasaron por tu casa, pero que cuando no encontraron a nadie empezaron a llamar arriba y abajo a las puertas de toda la calle. Te telefoneó a Bristol para decírtelo. No estabas, así que imaginó que estarías aquí y me pidió que viniera a contártelo. ¿Por qué no tienes móvil, eh? ¿O un teléfono aquí? Tendría sentido, podría haber una emergencia. El camino para llegar aquí desde Falmouth es malísimo. Y la gasolina… ¿Sabes lo que cuesta la gasolina hoy en día?
La chica parecía ofendida. Daidre fue al aparador del comedor, cogió veinte libras y se las dio.
– Gracias por venir -le dijo-. No habrá sido fácil llegar hasta aquí.
Cilla transigió.
– Bueno, me lo ha pedido la abuela. Y es buena gente. Siempre deja que me quede en su casa cuando mamá me echa, que es una vez a la semana. Así que como me lo ha pedido y me ha dicho que era importante… -Se encogió de hombros-. Da igual, aquí estoy. Ha dicho que debías saberlo. También ha dicho… -Entonces Cilla frunció el ceño, como si intentara recordar el resto del mensaje. A Daidre le sorprendió que la abuela de la chica no lo hubiera apuntado. Pero seguramente la anciana pensó que Cilla perdería la nota, mientras que un mensaje breve de una o dos frases no supondría ningún reto para la capacidad retentiva de la chica-. Ah, sí. También ha dicho que no te preocuparas porque no contó nada. -Cilla se tocó el aro de la nariz como para cerciorarse de que todavía seguía en su sitio-. ¿Por qué está Scotland Yard husmeando en tu vida? -preguntó. Y añadió sonriendo-: ¿Qué has hecho? ¿Tienes cadáveres enterrados en el jardín o algo así?
Daidre sonrió levemente.
– Seis o siete -dijo.
– Ya lo pensaba. -Cilla ladeó la cabeza-. Te has quedado blanca. Mejor será que te sientes. Pon la cabeza… -Pareció que perdía el hilo de lo que pasaba por su mente-. ¿Quieres un vaso de agua, eh?
– No, no. Estoy bien. No he comido demasiado… ¿Estás segura de que no quieres nada?
– Tengo que volver -dijo-. Esta noche tengo una cita. Mi novio me saca a bailar.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Estamos tomando clases. Qué tontería, ¿no?, pero así hacemos algo. Estamos en ese punto en que la chica da vueltas y tiene que poner la espalda muy rígida y llevar la cabeza bien alta; ese tipo de cosas. Tengo que llevar tacones y no me gusta demasiado, pero la profesora dice que estamos mejorando bastante. Quiere que vayamos a una competición. Bruce, mi novio, está como loco con eso y dice que tenemos que practicar todos los días, así que por eso vamos a bailar esta noche. Casi siempre practicamos en el salón de mi madre, pero él dice que estamos preparados para bailar en público.
– Qué bonito -dijo Daidre. Esperó a que siguiera. Esperaba que lo que siguiera fuera la salida de Cilla de su casa, para que Daidre pudiera asimilar el mensaje que le había traído la chica. Scotland Yard en Falmouth haciendo preguntas. Notó que la ansiedad le subía por los brazos.
– Bueno, tengo que irme -dijo Cilla, como si le leyera el pensamiento-. Mira, será mejor que te plantees ponerte teléfono, ¿vale? Podrías meterlo en un armario o algo y conectarlo cuando quisieras. Algo así.
– Sí. Lo haré, sí -le dijo Daidre-. Muchas gracias por venir hasta aquí, Cilla.
Entonces la chica se marchó y Daidre se quedó en el escalón de entrada, observándola mientras accionaba como una experta el pedal de arranque -esta motorista no necesitaba usar el contacto eléctrico- y giraba el vehículo en la entrada. Al cabo de un momento, despidiéndose con la mano, la chica se fue. Subió deprisa el camino estrecho, desapareció tras una curva y dejó a Daidre enfrentándose con las repercusiones de su visita.
«Scotland Yard -pensó-. Preguntas.» Sólo podía haber una razón -y una persona- detrás de aquello.
Capítulo 20
Kerra se había pasado la noche en vela y había perdido casi todo el día siguiente. Había intentado llevarlo lo mejor posible, ciñéndose al horario de entrevistas concertadas durante las semanas anteriores: la búsqueda de potenciales instructores. Pensó que, al menos, podría distraerse con la esperanza improbable de que Adventures Unlimited realmente abriera en un futuro próximo. El plan no había funcionado.
«Es aquí.» Esa sencilla declaración, la flechita tímida que salía de esa frase hasta la gran cueva fotografiada en la postal, la implicación de que quien había escrito aquellas palabras y quien las había leído habían mantenido una conversación de una naturaleza que nada tenía que ver con los negocios, lo que había detrás, debajo, más allá de esas conversaciones… Estos pensamientos inquietantes y turbulentos habían poblado el día de Kerra y la noche en vela que la había precedido.
Ahora la postal llevaba algunas horas quemándole la piel desde dentro del bolsillo donde la había guardado. Cada vez que se movía era consciente de ella, porque la provocaba con sus burlas. Al final, tendría que hacer algo al respecto. Ese calor apagado se lo decía.