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– Seguramente sí. O buscará ayuda. Tomará una decisión o tu padre insistirá en que lo haga o acabará en la calle y tendrá que cambiar para sobrevivir, no lo sé. La cuestión es que yo pienso vivir mi vida como yo quiero vivirla, independientemente de lo que haga tu madre con la suya. ¿Tú qué quieres hacer exactamente? ¿Lo mismo? ¿U otra cosa?

– Lo mismo -dijo Kerra. Notaba los labios entumecidos-. Pero tengo… tanto miedo.

– Todos tenemos miedo, porque no hay ninguna garantía de nada. Así es la vida.

Ella asintió como atontada. Una ola rompió contra el Sea Pit. Kerra se estremeció.

– Alan -dijo-. No le hice daño… Nunca le habría hecho nada a Santo.

– Claro que no. Yo tampoco.

* * *

Bea estaba sola en el centro de operaciones cuando accedió al ordenador. Había enviado a Barbara Havers de nuevo a Polcare Cove para que llevara a Daidre Trahair a Casvelyn para un careo. «Si no está, espera una hora -le había dicho Bea a la sargento-. Si no aparece, déjalo y le echaremos el lazo mañana por la mañana.»

Al resto del equipo lo mandó a sus respectivas casas después de analizar largamente los progresos del día. «Comed algo decente y dormid bien -les dijo-. Por la mañana las cosas parecerán distintas, más claras y más posibles.» O eso esperaba.

Consideraba que entrar en el ordenador era un último recurso, una concesión a la forma extravagante que tenía el agente McNulty de enfocar el trabajo policial. Lo hizo porque, antes de que ella y la sargento Havers se marcharan de LiquidEarth, se había detenido delante del poster que tanto había fascinado al joven agente -el surfista cayendo en esa ola monstruosa- y había dicho refiriéndose a ella:

– Es la ola que lo mató, ¿verdad?

Estaban con ella los dos hombres: Lew Angarrack y Jago Reeth.

– ¿Quién? -Fue Angarrack el que preguntó.

– Mark Foo. ¿No es Mark Foo en la ola de Maverick's que lo mató?

– Foo murió en Maverick's, cierto -dijo Lew-. Pero ése es un chico más joven, Jay Moriarty.

– ¿Jay Moriarty?

– Sí. -Angarrack había ladeado la cabeza, interesado-. ¿Por qué?

– El señor Reeth dijo que era la última ola de Mark Foo.

Angarrack miró a Jago Reeth.

– ¿Cómo pudiste pensar que era Foo? -dijo-. La tabla no está bien, para empezar.

Jago se acercó a la puerta que separaba la zona de trabajo de la recepción y el taller de exposición, donde, entre otros, estaba colgado el póster en la pared. Se apoyó en el marco y señaló a Bea con la cabeza.

– Sobresaliente -le dijo a Hannaford, y luego a Lew-: Están haciendo el trabajo que tienen que hacer, fijándose en todo lo que tienen que fijarse. Tenía que comprobarlo, ¿no? Espero que no se lo tome como algo personal, inspectora.

Bea se molestó mucho. Todo el mundo quería intervenir en una investigación de asesinato si conocía a la víctima, pero ella detestaba cualquier cosa que le hiciera perder el tiempo y no le gustaba que la pusieran a prueba de ese modo. Aún le desagradó más la manera como la miró Jago Reeth después de aquel intercambio, con esa mirada maliciosa que a menudo adoptan los hombres que se ven obligados a tratar con mujeres que ocupan una posición superior a la de ellos.

– No vuelva a hacerlo -le dijo, y se marchó de LiquidEarth con Barbara Havers. Pero ahora, sola en el centro de operaciones, se preguntó si el error de Jago Reeth con el póster se debía realmente a que estaba poniendo a prueba la solidez de su investigación o respondía a otra razón totalmente distinta. Bea sólo podía contemplar dos posibilidades: había confundido la identidad del surfista porque no lo conocía o lo había hecho a propósito para centrar la atención en él. En cualquier caso, la pregunta era por qué, y carecía de una respuesta fácil.

Pasó los noventa minutos siguientes navegando por el enorme abismo de Internet. Buscó a Moriarty y Foo y descubrió que los dos estaban muertos. Sus nombres la condujeron a otros nombres, así que siguió el rastro dejado por esta lista de individuos sin rostro hasta que al final también tuvo sus caras en la pantalla del ordenador. Las examinó con la esperanza de recibir algún tipo de señal sobre qué debía hacer a continuación, pero si existía una conexión entre estos surfistas de olas grandes y la muerte de un escalador en un acantilado de Cornualles, no la encontró y se dio por vencida.

Se acercó a la pizarra. ¿Qué tenían después de estos días de esfuerzo? Tres materiales de escalada dañados, el estado del cuerpo que indicaba que había recibido un único puñetazo fuerte en la cara, huellas en el coche de Santo Kerne, un cabello atrapado en su equipo, la reputación del chico, dos vehículos en los alrededores del lugar de la caída y el hecho de que seguramente había puesto los cuernos a Madlyn Angarrack con una veterinaria de Bristol. Eso era todo. No tenían nada sólido con lo que trabajar y mucho menos nada en lo que basar una detención. Habían transcurrido más de setenta y dos horas desde la muerte del chico y cualquier policía vivo sabía que cada hora que pasaba sin una detención a partir del momento del asesinato dificultaba muchísimo más la resolución de caso.

Bea examinó los nombres de las personas que estaban implicadas, directa o indirectamente, en este homicidio. Le pareció que en algún momento u otro, todo el mundo que conocía a Santo Kerne había tenido acceso a su equipo de escalada, así que no tenía demasiado sentido seguir esa dirección. Por lo tanto, pensó que debían centrarse en el móvil del crimen.

«Sexo, poder, dinero», pensó. ¿Acaso no habían sido siempre el triunvirato de los móviles? Tal vez no fueran obvios en las fases iniciales de una investigación, pero ¿no acababan apareciendo siempre? Al principio se contemplaban los celos, la ira, la venganza y la avaricia. ¿No podían vincularse todos ellos al sexo, el poder o el dinero? Y si así era, ¿cómo se aplicaban estos tres móviles originales a esta situación?

Bea dio el único paso que se le ocurrió: hizo una lista. Escribió los nombres que en estos momentos le parecían probables y al lado de cada persona anotó el posible móvil de cada una. Apuntó a Lew Angarrack vengando el corazón roto de su hija (sexo); a Jago Reeth vengando el corazón roto de una chica que era como una nieta para él (sexo otra vez); a Kerra Kerne eliminando a su hermano para heredar todo Adventures Unlimited (poder y dinero); a Will Mendick esperando hacerse un hueco en los sentimientos de Madlyn Angarrack (el sexo una vez más); a Madlyn funcionando desde una perspectiva de mujer despechada (sexo de nuevo); a Alan Cheston deseando mayor control sobre Adventures Unlimited (poder); a Daidre Trahair poniendo punto final a su papel de La Otra deshaciéndose del hombre (más sexo).

Por ahora, los padres de Santo Kerne no parecían tener un móvil para cargarse a su hijo, ni tampoco Tammy Penrule. «¿Qué quedaba, entonces?», se preguntó Bea. La eslinga estaba cortada y el corte tapado con la cinta que Santo Kerne utilizaba para identificar su equipo. Dos cuñas estaban…

Tal vez las cuñas fueran la clave. Como el cable que contenían estaba hecho de alambres gruesos, haría falta una herramienta especial para cortarlos. Una cizalla, quizás. Unos alicates. Si encontraba esa herramienta, ¿encontraría al asesino? Era la mejor posibilidad que tenía.

Lo que era destacable, sin embargo, era la naturaleza pausada del crimen. El asesino confiaba en que, al final, el chico utilizaría la eslinga o una de las cuñas dañadas, pero el tiempo no era esencial. Tampoco era necesario para el asesino que el chico muriera en el acto, ya que podría haber utilizado la eslinga y las cuñas en una escalada mucho más sencilla. Podría haberse caído y hecho daño solamente, lo que habría requerido que el asesino ideara otro plan.

De manera que no estaban buscando a alguien desesperado, ni autor de un crimen pasionaclass="underline" estaban buscando a una persona astuta. La astucia siempre sugería que se trataba de una mujer, igual que el enfoque que se había utilizado en este crimen. Cuando una mujer mataba, nunca utilizaba un método directo.