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Parecía que McNulty estaba en una nube esta mañana, tal vez a consecuencia del éxito que había cosechado localizando fotos inútiles de surfistas muertos. Señaló que el antiguo aeródromo militar era una buena posibilidad: había varios negocios en aquellos viejos edificios y, sin duda, también habría una tienda de maquinaria. Un taller de coches también serviría, propuso alguien. O algún tipo de fábrica, fue otra de las sugerencias. Entonces las ideas surgieron deprisa: un metalista, incluso un escultor. ¿Y un herrero? Bueno, no era probable.

– Mi suegra podría hacerlo con los dientes -dijo alguien.

Carcajadas.

– Ya vale -dijo Bea.

Hizo un gesto con la cabeza al sargento Collins para que asignara la tarea: salir a encontrar la herramienta. Conocían a sus sospechosos: había que tenerlos en cuenta a ellos, sus casas y sus lugares de trabajo. Y también a cualquier persona que hubiera realizado alguna reparación en sus casas o sus lugares de trabajo.

– Quiero hablar con usted, sargento -le dijo entonces a Havers, y le indicó que fueran al pasillo-. ¿Dónde está el bueno de nuestro comisario esta mañana? -dijo-. ¿Se ha quedado en la cama?

– No, ha desayunado conmigo.

Havers pasó las manos por las caderas de sus pantalones anchos de pana, que siguieron con el mismo tamaño.

– ¿De verdad? Espero que el desayuno estuviera delicioso y me emociona saber que no se salta ninguna comida. ¿Dónde está?

– Seguía en el hostal cuando yo…

– ¿Sargento? Menos ruido y más nueces, por favor. Algo me dice que si hay alguien que sabe dónde está Thomas Lynley y qué está haciendo, es usted. ¿Dónde está?

Havers se pasó la mano por el pelo. El gesto no mejoró en absoluto su aspecto.

– De acuerdo -dijo-. Es una estupidez y apuesto a que él preferiría que usted no lo supiera.

– ¿El qué?

– Sus calcetines están mojados.

– ¿Disculpe? Sargento, si se trata de una especie de chiste…

– No lo es; no tiene suficiente ropa. Lavó los dos pares de calcetines anoche y no se han secado. Seguramente -añadió poniendo los ojos en blanco-, porque no ha tenido que lavarse los calcetines en su vida.

– ¿Y me está diciendo…?

– Que está en el hotel secando los calcetines. Sí, es lo que le estoy diciendo. Está utilizando un secador y, conociéndolo, seguramente ya habrá prendido fuego a todo el edificio. Hablamos de un tipo que ni siquiera se prepara las tostadas por la mañana, jefa. Como ya le he dicho, los lavó anoche y no los puso sobre el radiador ni nada. Los dejó simplemente… donde fuera. En cuanto al resto de su ropa…

Bea levantó la mano.

– Ya tengo suficiente información, créame. Lo que haya hecho con sus pantalones queda entre él y su Dios. ¿Cuándo podemos esperar que aparezca?

Havers se mordió el labio inferior por dentro de una manera que sugería cierta incomodidad. Había algo más.

– ¿Qué sucede? -preguntó Bea.

Mientras tanto, desde abajo, uno de los miembros del equipo que salía a realizar una de las tareas asignadas subía las escaleras con un sobre que había traído un mensajero.

– Acaba de llegar -le anunció el agente-. Dos tipos se han pasado horas trabajando con el programa pertinente.

Bea abrió el sobre: el contenido constaba de seis páginas, sin grapar. Las hojeó mientras decía:

– ¿Dónde está, sargento, y cuándo podernos esperar que aparezca?

– La doctora Trahair -respondió Havers.

– ¿Qué pasa con ella?

– La he visto en el aparcamiento al marcharme esta mañana. Creo que estaba esperándole.

– ¿De verdad? -Bea levantó la vista de los papeles-. Un método interesante. -Le entregó las hojas-. Eche un vistazo.

– ¿Qué es?

– Las progresiones de edad de las personas de la fotografía que me entregó Thomas. Creo que le interesarán.

* * *

Daidre Trahair dudó delante de la puerta. Oía el sonido de un secador dentro, así que sabía que la sargento Havers le había dicho la verdad. No se lo había parecido. En realidad, cuando la había abordado en el aparcamiento del Salthouse Inn para preguntarle por Thomas Lynley, la idea de que no se encontrara allí porque estaba secando unos calcetines le había parecido la peor excusa para justificar que no estuviera al lado de la sargento Havers. Por otra parte, la agente de Londres no tenía ningún motivo para inventarle una actividad a Lynley con el fin de ocultar que estaba dedicando otro día más a hurgar en las miserias del pasado de Daidre. Porque a la veterinaria le parecía que a estas alturas ya había averiguado todo lo posible sin que ella participara.

Llamó a la puerta con brusquedad; el secador se apagó y la puerta se abrió.

– Lo siento, Barbara, me temo que todavía no… -Vio que era Daidre-. Hola -dijo con una sonrisa-. Qué pronto te has activado hoy, ¿no?

– La sargento me ha dicho… La he visto en el aparcamiento. Me ha dicho que estabas secando calcetines.

Tenía un calcetín en una mano y el secador en la otra, la prueba del delito.

– He intentado ponérmelos para desayunar, pero he descubierto que llevar los calcetines húmedos es especialmente inquietante -dijo-. Recuerdos de la Primera Guerra Mundial y la vida en las trincheras, supongo. ¿Quieres entrar? -Se apartó, ella pasó a su lado y entró en la habitación. La cama estaba sin hacer y en el suelo había tirada una toalla. En una libreta había anotaciones a lápiz, con las llaves del coche sobre las páginas abiertas-. Creí que por la mañana estarían secos. Fui tonto y lavé los dos pares; los he colgado toda la noche junto a la ventana, e incluso la he dejado abierta para que entrara el aire, pero no ha servido de nada. Según la sargento Havers, tendría que haber demostrado algo de sentido común y haber pensado en el radiador. ¿No te importa si…?

Daidre negó con la cabeza y Thomas reanudó su trabajo con el secador. Ella le observó: se había cortado al afeitarse y al parecer no se había dado cuenta: tenía un fino rastro de sangre en la mandíbula. Era el tipo de cosa que su mujer habría visto y le habría dicho antes de que saliera de casa por la mañana.

– No es el tipo de cosas que esperaría que hiciera un lord.

– ¿El qué? ¿Secarse los calcetines?

– Alguien como tú no tiene… ¿Cómo lo llamáis? ¿Gente?

– Bueno, no me imagino a mi hermana secándome los calcetines. Mi hermano sería tan inútil como yo y mi madre seguramente me los tiraría a la cara.

– No me refería a la familia. Me refería a gente, criados, ya sabes.

– Supongo que depende de la idea que tengas de un criado. Tenemos personal en Howenstow (es el nombre de la finca familiar, por si no lo había mencionado) y en Londres tengo un hombre que supervisa mi casa, pero no le llamo criado. Además, ¿puede llamarse «personal» a un solo empleado? Además, Charlie Denton va y viene cuando le place. Es un amante del teatro con aspiraciones personales.

– ¿De qué clase?

– De las que implican maquillarse y público. Se muere por subirse a un escenario, pero la verdad es que tiene pocas oportunidades de que lo descubran mientras se limite a lo que hace ahora. Oscila entre Algernon Moncrieff y el portero de Macbeth.

Daidre sonrió a su pesar. Quería mostrarse enfadada con él y una parte de ella seguía estándolo, pero se lo ponía difícil.

– ¿Por qué me mentiste, Thomas?

– ¿Lo hice?

– Me dijiste que no habías ido a Falmouth a hacer preguntas sobre mí.

Lynley apagó el secador, que dejó en el borde del lavamanos antes de quedarse mirándola.

– Ah -dijo.

– Sí, ah. Estrictamente hablando, me dijiste la verdad, ahora me doy cuenta. No fuiste tú en persona, pero la mandaste a ella, ¿verdad? Ella no tenía pensado ir.