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Selevan podía imaginarse qué podía hacer la poli. Eran mujeres, cierto, pero el hecho era que Jago era un viejo excéntrico más o menos de la edad de Selevan y no tenía una buena condición física para sus años. Aparte de eso, si lo habían llevado a comisaría, allí habría tíos, otros policías, que podían darle una paliza. La poli sabía pegar sin dejar marcas, Selevan lo sabía. Veía la tele, en especial películas americanas en Sky, y había visto cómo lo hacían. Un poco de presión con los pulgares, un par de agujas de coser clavadas en la piel. No haría falta demasiado para un tipo como Jago. Sólo que… No se comportaba como si hubiera sufrido algún tipo de humillación a manos de la policía, ¿verdad?

Jago dejó el talego sobre la cama -Selevan pudo verlo desde donde estaba, sin saber si sentarse o quedarse de pie, marcharse o quedarse- y empezó a abrir los cajones de la cómoda empotrada. Y lo que le vino entonces a la cabeza a Selevan fue lo que tendría que habérsele ocurrido al ver el talego en las manos de Jago: su amigo se marchaba.

– ¿Adónde vas, Jago? -dijo.

– Ya te lo he dicho. -Jago volvió a la puerta, esta vez con un bulto pequeño de pantalones cortos y camisetas bien doblados en las manos-. Aquí las cosas han terminado. Ha llegado el momento de largarme. De todos modos, nunca me quedo demasiado tiempo en el mismo sitio. Sigo el sol, las olas, las temporadas…

– Pero la temporada está aquí. Está a punto de empezar. Está a la vuelta de la esquina. ¿Dónde vas a encontrar una temporada mejor que aquí?

Jago dudó, medio girado hacia la cama. Parecía que no se lo había planteado: el destino de su viaje. Selevan vio que movía los hombros. Había algo menos definitivo en su postura. Insistió.

– En cualquier caso, aquí tienes amigos. Eso cuenta para algo. Afrontémoslo, ¿vas al médico por esos temblores? Imagino que irán a peor, ¿dónde estarás si te marchas solo?

Jago pareció meditarlo.

– No importa demasiado, ya te lo he dicho. Mi trabajo ha concluido. Lo único que queda es esperar.

– ¿A qué?

– A… ya sabes. Ya no somos unos chavales, colega.

– ¿La muerte, quieres decir? Qué tontería. Te quedan años. ¿Qué diablos te han hecho esas policías?

– Nada de nada.

– No te creo, Jago. Si hablas de morir…

– Hay que afrontar la muerte. Y también la vida, en realidad. Forman parte la una de la otra, y deben ser algo natural.

Selevan sintió un ligero alivio cuando oyó aquello. No le gustaba pensar que Jago se planteaba la idea de morir porque no le gustaba pensar lo que sugería sobre las intenciones de su amigo.

– Me alegra oír eso, al menos. Eso de que es algo natural.

– ¿Porque…? -Jago sonrió despacio mientras comprendía. Meneó la cabeza de la misma manera en que reaccionaría un abuelo cariñoso a la travesura de un nieto-. Ah. Eso. Bueno, podría acabar con todo tranquilamente, ¿verdad?, porque aquí ya he terminado y no tiene mucho sentido continuar. Hay muchos sitios donde hacerlo por estas tierras, porque parecería un accidente y nadie sabría distinguirlo, ¿eh? Pero si lo hiciera, también se acabaría todo para él y no podemos consentirlo. No. Algo así no se acaba, colega. No si puedo evitarlo.

* * *

Cadan acababa de llegar a LiquidEarth cuando entró una llamada. Oyó que su padre estaba en el cuarto de perfilado y no vio a Jago por ningún lado, así que contestó él. Un tipo dijo:

– ¿Eres Lewis Angarrack? -Cuando Cadan respondió que no dijo-: Que se ponga. Tengo que hablar con él.

Cadan sabía bien que no debía molestar a Lew cuando perfilaba una tabla, pero el tipo insistió en que no podía esperar y no, no quería dejar ningún recado. Así que fue a buscar a su padre, aunque no abrió la puerta, sino que llamó con fuerza para que lo oyera pese al ruido de las máquinas. La lijadora se apagó. Apareció Lew con la mascarilla bajada y las gafas alrededor del cuello.

Cuando Cadan le dijo que tenía una llamada, Lew miró hacia la zona de estratificación y dijo:

– ¿Jago no ha vuelto?

– No he visto su coche fuera.

– ¿Y tú qué haces aquí?

Cadan notó esa vieja sensación de desánimo. Ahogó un suspiro.

– El teléfono -le recordó a su padre.

Lew se quitó los guantes de látex que se ponía para trabajar y fue a la recepción. Cadan lo siguió a falta de algo mejor que hacer, aunque echó un vistazo al cuarto de diseño y miró la hilera de tablas listas para pintar, así como el caleidoscopio de colores brillantes que habían probado en las paredes. En la recepción, oyó que su padre decía:

– ¿Qué dices? No, claro que no… ¿Dónde diablos está? ¿Puedes pasarle el teléfono?

Cadan volvió a salir. Lew estaba detrás del mostrador donde descansaba el teléfono entre montones de papeles sobre la mesa plegable que servía de escritorio. Miró a Cadan y luego apartó la vista.

– No -dijo Lew al tipo que había al otro lado del teléfono-. No lo sabía… Habría agradecido que me lo hubiera contado, maldita sea… Ya sé que no está bien, pero lo único que puedo decirte es lo que me ha dicho a mí: que tenía que salir para hablar con un colega que tenía un problema en el Salthouse… ¿Tú? Entonces sabes más que yo…

Cadan captó que estaban hablando de Jago y se preguntó dónde estaría el viejo. Había sido un empleado modélico para su padre durante el tiempo que llevaba trabajando en LiquidEarth.

En realidad, a menudo Cadan había tenido la sensación de que el rendimiento de Jago como abeja obrera estelar era una de las razones por las que él parecía tan malo. Siempre llegaba puntual, nunca estaba de baja por enfermedad, nunca se quejaba por nada, trabajaba sin cesar, era un perfeccionista con lo que tenía que hacer. Que Jago no estuviera aquí ahora planteaba preguntas sobre el porqué, así que Cadan escuchó más detenidamente la conversación que mantenía su padre.

– ¿Despedido? Dios mío, no. No tengo ningún motivo. Tengo un montón de trabajo y lo último que se me pasa por la cabeza es echar a alguien… Bueno, pues, ¿qué ha dicho? ¿Concluido? ¿Concluido?

Lew miró a su alrededor en la recepción, en particular la carpeta donde guardaban los pedidos de tablas. El fajo era gordo, la señal del respeto que el trabajo de Lew Angarrack se había ganado desde hacía años entre los surfistas. Nada de diseño ni perfilado por ordenador, sino algo auténtico, todo fabricado a mano. Pocos artesanos podían hacer lo que hacía Lew. Era una especie en extinción, su trabajo era una forma de arte que pasaría a la tradición surfista como las primeras tablas largas de madera. En su lugar llegarían las tablas huecas por dentro, los diseños por ordenador, todo programado en una máquina que escupiría un producto que ya no estaría fabricado con el cariño de un maestro que también surfeaba y que, por lo tanto, sabía cómo podía influir realmente en el rendimiento de una tabla un canal extra o el grado de inclinación de una quilla. Era una lástima.

– ¿Se ha marchado definitivamente? -estaba diciendo Lew-. Maldita sea… No. No puedo decirte nada más. Parece que tú sabes más que yo… No sabría decir… He estado ocupado. No parecía distinto… No sé qué decirte.

Poco después colgó y se quedó un momento mirando fijamente la carpeta.

– Jago se ha ido -dijo al fin.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Cadan-. ¿A pasar el día fuera? ¿Para siempre? ¿Le ha ocurrido algo?

Lew dijo que no con la cabeza.

– Se ha marchado y punto.

– ¿Cómo? ¿De Casvelyn?

– Eso es.

– ¿Quién era? -Cadan señaló con la cabeza el teléfono, aunque su padre no le había mirado para ver su gesto.