– No deberías estar aquí sola -le dijo.
– ¿Por qué no? -Tammy colocó las manos a cada lado del cajón y por un momento Selevan pensó que lo hacía porque creía que se abalanzaría sobre el dinero y se lo metería dentro de la camisa de franela. Pero entonces lo sacó de la caja y lo llevó al trastero, donde se guardaban las existencias y el material de limpieza y cosas así, además de una caja fuerte antigua y muy grande donde colocó el cajón. La cerró de golpe y giró la ruedecita de la combinación. Después cerró la puerta del trastero con llave y la guardó en un escondite creado para ello debajo del teléfono.
– Será mejor que llames a tu jefe, niña -le dijo Selevan. Era consciente de que su voz sonaba áspera, pero siempre era así cuando hablaba con ella y no podía hacer que fuera distinta.
– ¿Por qué? -preguntó ella.
– Es hora de marcharse de aquí.
Su expresión no se alteró, pero sus ojos sí, en la forma. «Igual que su tía Nan», pensó Selevan. Igual que la vez que le dijo a Nan que podía largarse si no le gustaban las reglas de la casa, una de las cuales era que su padre decidiría con quién podía salir su hija y cuándo podía salir con él y «créeme, chica, por encima de mi cadáver saldrás con ese gamberro de las motos». Cinco, tenía. Cinco condenadas motos y cada vez que aparecía rugiendo con una nueva y las uñas llenas de grasa y los nudillos negros… ¿Quién diablos iba a pensar que saldría adelante y crearía esas…? ¿Cómo se llamaban? ¿Chopos? ¿Chóped? No, choppers. Eso era: choppers. Como en Estados Unidos, donde todo el mundo estaba loco de remate y tenía dinero suficiente para comprar casi de todo, ¿no? «¿Es esto lo que quieres? -le había gritado a Nan-. ¿Es esto? ¿Esto?»
Tammy no discutió como habría hecho Nan. No se puso a caminar por la tienda hecha una furia y tirando cosas al suelo para montar una escena.
– Muy bien, yayo -dijo, y parecía resignada-. Pero no lo retiro.
– ¿El qué?
– Lo que dije.
Selevan frunció el ceño e intentó recordar la última conversación de verdad que habían tenido, no sólo unas palabras para pedirle que le pasara la sal o la mostaza o el bote de salsa.
Recordó su reacción cuando había blandido la carta delante de su cara.
– Ah, eso. Bueno, no podemos hacer nada, ¿verdad?
– Sí que podemos, pero ya no importa. No va a cambiar nada, ¿sabes?, pienses lo que pienses.
– ¿El qué?
– Esto. Que me factures. Mamá y papá también pensaron que cambiaría las cosas cuando me obligaron a irme de África. Pero no va a cambiar nada.
– Es lo que crees, ¿verdad?
– Lo sé.
– No me refiero a lo de marcharte y que las cosas que tienes en la cabeza vayan a cambiar. Me refiero a lo que creo yo.
Tammy parecía confusa. Pero entonces su expresión se alteró de esa manera brillante y escurridiza tan suya. ¿Lo hacían todos los adolescentes?, se preguntó.
– Supón que tu abuelo es más de lo que parece ser -le dijo-. ¿Lo has pensado alguna vez? Así que recoge tus cosas y llama a tu jefe. Dile dónde vas a dejar la llave y larguémonos.
Tras decir eso salió de la tienda. Observó el tráfico que subía por el paseo a medida que los vecinos regresaban de sus trabajos en el polígono industrial a las afueras de la ciudad y algunos desde más lejos, desde Okehampton incluso. Poco después, Tammy se reunió con él y Selevan partió hacia el puerto. Ella le siguió a un ritmo más lento y él lo interpretó como seguramente quería la chica: una manera reacia de colaborar en los planes que su abuelo tuviera para ella.
– Llevas el pasaporte encima, imagino -le dijo Selevan-. ¿Cuánto hace que lo cogiste del escondite?
– Un tiempo -contestó ella.
– ¿Qué pensabas hacer con él?
– Al principio no lo sabía.
– Pero ahora sí, ¿verdad?
– Estaba ahorrando.
– ¿Para qué?
– Para ir a Francia.
– ¿Francia, dices? ¿A la alegre París?
– A Lisieux -dijo Tammy.
– Li… ¿qué?
– Lisieux. Es donde… Ya sabes…
– Ah. Una peregrinación, ¿no? O algo más.
– No importa. De todos modos, todavía no tengo suficiente dinero. Pero si lo tuviera, me iría de aquí. -Entonces se puso a su lado y caminó junto a él. Como si al final transigiera, dijo-: No es nada personal, yayo.
– No me lo he tomado así. Pero me alegro de que no te escaparas. Habría sido complicado explicárselo a tu madre y a tu padre. «Se ha marchado a Francia, sí, a rezar en la capilla de algún santo sobre el que ha leído en uno de esos libros santos suyos que se suponía que no debía leer, pero que le dejé leer porque creía que las palabras no iban a alterar demasiado su cabeza en un sentido u otro.»
– No es exactamente cierto, ¿sabes?
– Bueno, el caso es que me alegro de que no te largaras porque me habrían despellejado vivo tu madre y tu padre. Lo sabes, ¿no?
– Sí, pero algunas cosas no se pueden evitar, yayo.
– Y ésta es una de ellas, ¿no?
– Así es.
– Estás segura, ¿verdad? Porque es lo que dicen todos cuando les capta una secta y les mandan a pedir limosna por las calles. Luego les quitan el dinero, por cierto, así que se ven atrapados como ratas en un barco que se hunde. Lo sabes, ¿verdad? Algún gran gurú a quien le gustan las chicas como tú y ellas deben darle hijos como un jeque árabe en una tienda con dos docenas de esposas. O uno de esos, ya sabes, poligamistas.
– Polígamos -dijo Tammy-. Venga, yayo, no creerás de verdad que es lo mismo. Estás bromeando, pero a mí no me hace gracia, ¿sabes?
Habían llegado al coche. Al subir, Tammy miró detrás y vio su viejo talego. Hizo una breve mueca con el labio. De vuelta a África, decía su expresión, lo que significaba de vuelta con mamá y papá hasta que pensaran en otro plan para menoscabar su determinación. Tacharían de la lista «Mandarla con su abuelo» y pasarían a la siguiente idea. Algo como «Mandarla a Siberia» o «Mandarla al monte australiano».
Tammy entró en el coche. Se abrochó el cinturón y cruzó los brazos. Miró hacia delante impávidamente al canal y su expresión no se suavizó ni cuando vio a las crías de ánade y cómo sus patitas palmeadas las aupaban sobre el agua cuando se apresuraron a seguir a su madre, como corredores minúsculos por la superficie del canal, justo el tipo de imagen evocadora de un milagro que Selevan creyó que la chica agradecería. Sin embargo, no fue así. Estaba concentrada en lo que creía que sabía: cuánto se tardaba en llegar a Heathrow o Gatwick y si el vuelo a África salía esta noche o mañana. Probablemente mañana, lo que significaría una larga noche en algún hotel. Tal vez incluso estuviera ideando un plan para escapar. Por la ventana del hotel o por las escaleras y luego a Francia como fuera.
Selevan se preguntó si debía dejar que pensara que la llevaba allí. Pero le pareció cruel dejar que la pobre niña sufriera. La verdad era que ya había sufrido suficiente. Se había mantenido firme a pesar de todo lo que le habían hecho pasar y aquello tenía que significar algo, aunque fuera algo que ninguno de ellos soportaba plantearse.
– He hecho una llamada -dijo mientras arrancaba el coche-. Hace uno o dos días.
– Bueno, tuviste que hacerla, ¿no? -dijo ella sin ánimo.
– Muy cierto. Dijeron que te llevara. También querían hablar contigo, pero les expliqué que no estabas disponible en ese momento…
– Gracias por eso, como mínimo. -Tammy volvió la cabeza y estudió el paisaje. Estaban cruzando Stratton, en dirección norte por la A39. No había una forma sencilla de salir de Cornualles, pero desde siempre aquello había sido parte de su atractivo-. No tengo muchas ganas de hablar con ellos, yayo. Ya nos hemos dicho todo lo que había que decir.