– ¿Pero…? -la instó a continuar Ray.
La conocía demasiado bien: su tono de voz, la expresión de su cara, que intentó controlar pero no lo consiguió, obviamente.
– Me preocupa la otra -dijo.
– La otra… Ah. La mujer de la cabaña. ¿Cómo se llamaba?
– Daidre Trahair. Es veterinaria en Bristol.
– ¿Y qué es lo que te preocupa de la veterinaria de Bristol?
– Tengo intuición.
– Lo sé muy bien. ¿Y qué te dice esta vez?
– Que miente sobre algo. Quiero saber qué es.
Daidre dejó su Opel perfectamente estacionado en el aparcamiento que había al final de St. Mevan Crescent, que describía una curva lenta hacia la playa de St. Mevan y el hotel de la Colina del Rey Jorge, bien plantado sobre la arena. Debajo había una hilera de casetas de playa decrépitas de color azul. Cuando le dejó al pie de Belle Vue Lane y le señaló dónde estaban las tiendas, ella y Thomas Lynley decidieron reencontrarse al cabo de dos horas.
– Espero no estar causándote ninguna molestia -dijo él educadamente.
– No -le aseguró ella. Tenía que hacer varias cosas en el pueblo de todas formas. Thomas debía tomarse su tiempo para comprar lo que necesitara.
Cuando Daidre fue a recogerle al Salthouse Inn, al principio el hombre protestó ante aquella idea. Aunque olía bastante mejor que el día anterior, seguía vistiendo el mono blanco espantoso y no llevaba más que unos calcetines en los pies. Había tenido la prudencia de quitárselos para cruzar el sendero embarrado hasta su coche y cuando ella le puso doscientas libras en la mano, él intentó insistir en que comprar ropa nueva podía esperar.
– Por favor -dijo Daidre-, no seas ridículo, Thomas. No puedes seguir paseándote por aquí como… Bueno, como si salieras de una brigada de productos químicos peligrosos o como lo llamen. Ya me devolverás el dinero. Además -y entonces sonrió-, detesto ser yo quien te lo diga, pero el blanco te sienta fatal.
– ¿Sí? -Thomas le devolvió la sonrisa. Era bastante agradable y Daidre cayó en la cuenta de que no le había visto sonreír hasta ese momento. No es que el día anterior hubiera sucedido algo concreto por lo que sonreír, pero aun así… Era una respuesta prácticamente automática en la mayoría de las personas, una reacción que no era más que una señal pasajera de educación, así que era insólito encontrarse con alguien tan serio.
– Fatal de verdad -contestó ella-. Así que cómprate algo que te quede bien.
– Gracias. Eres muy amable.
– Sólo soy amable con las personas heridas -respondió ella.
Thomas asintió pensativo y miró por el parabrisas un momento, tal vez meditando sobre la forma en que Belle Vue Lane ascendía en un callejón estrecho hasta las zonas más altas de la ciudad.
– Dos horas entonces -dijo al fin, y se bajó del coche y la dejó preguntándose qué asuntos ocupaban su mente.
Daidre arrancó mientras Thomas caminaba descalzo hacia la tienda de ropa. Pasó por delante de él, le saludó con la mano y vio por el retrovisor que se quedaba mirándola desde la acera mientras subía la colina hacia donde la calle desaparecía tras una curva y se dividía en dos direcciones, una hacia el aparcamiento y la otra hacia St. Mevan Down.
Era el punto más alto de Casvelyn. Desde aquí podía empaparse de la naturaleza sin encanto del pueblecito. Había vivido sus años de apogeo hacía más de setenta años, cuando se pusieron de moda las vacaciones en la costa. Ahora existía principalmente para satisfacer a los surfistas y otros entusiastas de las actividades al aire libre, con salones de té transformados tiempo atrás en tiendas de camisetas, de recuerdos y academias de surf y casas poseduardianas reconvertidas en posadas de mala muerte para la población ambulante que seguía las temporadas y las olas.
Se dirigió a las oficinas del Watchman, que estaban embutidas en una especie de cubo feo de estuco azul en el cruce de Princes Street y Queen Street, una zona de Casvelyn que los lugareños llamaban en broma «la T Real». Princes Street era la horizontal de la T y Queen Street la vertical. Debajo de Queen Street estaba King Street y cerca se encontraban Duke Street y Duchy Row. En la época victoriana, e incluso antes, Casvelyn había deseado añadir «de los Reyes» a su nombre, y las denominaciones de sus calles presentaban un testimonio histórico de ello.
Cuando le había dicho a Thomas Lynley que tenía cosas que hacer en el pueblo no había mentido… exactamente. Al fin y al cabo tenía que ocuparse de la ventana rota de la cabaña, pero más allá de eso estaba el tema no menos importante de la muerte de Santo Kerne. El Watchman cubriría la caída del adolescente en Polcare Cove y, como no recibía ningún periódico en Cornualles, sería perfectamente lógico que pasara por las oficinas del diario para ver si pronto estaría disponible un ejemplar con esta historia.
Cuando entró, vio de inmediato a Max Priestley. El lugar era bastante pequeño -consistía en el despacho de Max, la sala de maquetación, una sala de redacción minúscula y una recepción que hacía las veces de archivo del periódico-, así que no le sorprendió. Se encontraba en la sala de maquetación en compañía de uno de los dos reporteros del diario y los dos estaban inclinados sobre lo que parecía la maqueta de una portada, que al parecer Max quería cambiar y que la reportera -que parecía una niña de doce años con chanclas- quería dejar tal cual.
– Es lo que espera la gente -insistía ella-. Es un periódico local y él vivía en el pueblo.
– Muere la reina y le dedicamos ocho líneas -contestó Max-. Si no, no nos inspiramos. -Entonces alzó la vista y vio a Daidre.
Ella levantó la mano con inseguridad y le examinó tan detenidamente como pudo sin que resultara obvio. Era un hombre al que le gustaba salir a la naturaleza y se notaba: piel curtida que hacía que pareciera que tenía más de cuarenta años, pelo abundante permanentemente aclarado por el sol, cuerpo estilizado gracias a las caminatas habituales por la costa. Hoy parecía normal. Daidre se preguntó por qué.
La recepcionista -que se diversificaba entre correctora, secretaria y editora- estaba preguntando educadamente a Daidre qué la traía por allí cuando Max salió a reunirse con ellas limpiándose las gafas de montura dorada con la camisa.
– Acabo de mandar a Steve Teller a entrevistarte -le dijo a Daidre-. Ya es hora de que te pongas teléfono como el resto del mundo.
– Ya tengo teléfono -le dijo ella-. Sólo que no está en Cornualles.
– Eso no es muy útil para nuestros propósitos, Daidre.
– Entonces, ¿estás trabajando en la historia de Santo Kerne?
– No puedo evitarla y seguir llamándome periodista, ¿no crees? -Ladeó la cabeza hacia su despacho y le dijo a la recepcionista-: Localiza a Steve en el móvil si puedes, Janna. Dile que la doctora Trahair ha venido al pueblo y que si consigue volver pronto tal vez acceda a que la entreviste.
– No tengo nada que contarle -le dijo Daidre a Max Priestley.
– «Nada» es nuestra especialidad -contestó él afablemente. Extendió la mano, un gesto que indicaba a Daidre que pasara a su despacho.
Ella colaboró. El golden retriever de Max dormitaba debajo de la mesa. Daidre se agachó junto a la perra y le acarició la cabeza sedosa.
– Tiene buen aspecto -dijo-. ¿La medicación funciona?
Max gruñó afirmativamente y contestó:
– Pero no has venido a hacer una visita a domicilio, ¿verdad?
Daidre realizó un examen superficial de la panza de la perra, más por educación que por verdadera necesidad. Todas las señales de la infección cutánea habían desaparecido.
– La próxima vez no dejes pasar tanto tiempo -le dijo a Max mientras se levantaba-. Lily podría perder todo el pelo a mechones, y no querrás que pase eso.
– No habrá una próxima vez. En realidad aprendo deprisa, a pesar de lo que sugiere mi historial. ¿Por qué has venido?