– Sabes cómo murió Santo Kerne, ¿no?
– Daidre, sabes que lo sé. Así que supongo que la verdadera pregunta es por qué me lo preguntas, o lo afirmas, o lo que sea que estés haciendo. ¿Qué quieres? ¿En qué puedo ayudarte esta mañana?
Daidre percibió la irritación en su voz. Sabía qué significaba. Ella sólo era una turista que iba a Casvelyn de vez en cuando; tenía acceso a algunos sitios y a otros no. Cambió de tema.
– Anoche vi a Aldara. Estaba esperando a alguien.
– ¿En serio?
– Pensé que tal vez fueras tú.
– No es muy probable. -Miró a su alrededor como buscando un pasatiempo-. ¿Y por eso has venido? ¿A controlar a Aldara? ¿A controlarme a mí? Ninguna de las dos cosas parece propia de ti, pero no se me da muy bien entender a las mujeres, como bien sabes.
– No. No he venido a eso.
– ¿Entonces…? ¿Hay algo más? Porque como hoy queremos sacar el periódico pronto…
– En realidad he venido a pedirte un favor.
Pareció desconfiar al instante.
– ¿Qué favor?
– Tu ordenador. Internet, en realidad. No tengo otra forma de acceder y prefiero no utilizar la biblioteca. Necesito buscar… -Dudó. ¿Cuánto debía contarle?
– ¿Qué?
Trató de pensar en algo y lo encontró, y lo que dijo fue la verdad a pesar de ser incompleta.
– El cadáver… Santo… A Santo lo encontró un hombre que caminaba por el sendero de la costa, Max.
– Ya lo sabemos.
– De acuerdo, sí, supongo que sí. Pero el tipo es policía de New Scotland Yard. ¿Eso también lo sabías?
– ¿En serio? -Max parecía interesado.
– Es lo que dice. Quiero averiguar si es verdad.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Bueno, Dios mío, piénsalo. ¿Qué mejor forma de evitar que la gente te examine con demasiada atención que afirmar que eres policía?
– ¿Estás pensando en llevar a cabo tu propia investigación? ¿Vas a venir a trabajar para mí? Porque si no, Daidre, no entiendo qué tiene que ver esto contigo.
– Encontré a ese hombre en mi casa. Me gustaría saber si es quien dice ser.
Le explicó cómo había conocido a Thomas Lynley. Sin embargo, no mencionó qué aspecto tenía: el de alguien que cargaba en sus espaldas un yugo lleno de clavos. Al parecer, el periodista encontró razonable su explicación porque señaló el ordenador con la cabeza.
– Ahí lo tienes. Imprime lo que encuentres, porque quizá lo utilicemos. Tengo trabajo. Lily te hará compañía. -Se dispuso a salir de la habitación pero se detuvo en la puerta con una mano en el marco-. No me has visto -dijo.
Daidre había avanzado hacia el ordenador. Levantó la vista frunciendo el ceño.
– ¿Qué?
– No me has visto, por si alguien pregunta. ¿Queda claro?
– Sabes cómo suena eso, ¿verdad?
– Francamente, no me importa cómo suena.
Entonces se marchó y ella reflexionó sobre lo que había dicho Max. Sólo era seguro entregarse en cuerpo y alma a los animales, concluyó.
Entró en Internet y luego en un programa de búsqueda. Tecleó el nombre de Thomas Lynley.
Daidre lo encontró esperándola al pie de Belle Vue Lane. Parecía totalmente distinto al desconocido con barba que había llevado al pueblo, pero no le costó reconocerlo, ya que se había pasado más de una hora mirando una docena o más de fotografías de él, generadas por la investigación de unos asesinatos en serie ocurridos en Londres y por la tragedia que había sobrevenido en su vida. Ahora ya sabía por qué lo había visto como un hombre afligido que cargaba con un peso enorme, pero no sabía qué hacer con esa información. Ni con el resto: quién era él en realidad, cómo se había criado, el título nobiliario, el dinero, los símbolos de un mundo tan diferente al suyo que bien podrían proceder de planetas distintos y no simplemente de circunstancias y lugares diversos.
Se había cortado el pelo y afeitado. Llevaba un chubasquero encima de una camisa sin cuello y un jersey. Se había comprado unos zapatos robustos y unos pantalones de pana. En la mano llevaba un gorro para la lluvia. No era, pensó con gravedad, exactamente la vestimenta que uno esperaba de un conde nombrado por la Reina. Pero eso era: lord Nosequé con una esposa muerta, asesinada en la calle por un chico de doce años cuando estaba embarazada. A Daidre no le extrañaba que Lynley estuviera afligido. El verdadero milagro era que el hombre fuera capaz de funcionar.
Cuando se detuvo en la acera, Lynley entró en el coche. También había comprado algunas cosas en la farmacia, le dijo, señalando una bolsa que sacó de los bolsillos interiores amplios de su chaqueta. Una cuchilla, crema de afeitar, un cepillo de dientes, dentífrico…
– No tienes que pasarme ningún informe -le dijo ella-. Sólo me alegra que te llegaran los fondos.
Thomas señaló su ropa.
– De rebajas. Fin de temporada, una ganga total. Incluso he podido -se metió la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó unos cuantos billetes y un puñado de monedas- traerte cambio. No pensé que… -Se calló.
– ¿Qué? -Daidre guardó los billetes y las monedas en el cenicero sin usar-. ¿Que te comprarías la ropa tú mismo?
Thomas la miró, era evidente que evaluaba sus palabras.
– No -dijo-. No pensé que me divertiría.
– Ah. Bueno. Ir de compras es una buena terapia, una garantía absoluta para subirte el ánimo. No sé por qué, pero las mujeres lo sabemos desde que nacemos. Los hombres tenéis que aprenderlo.
Thomas se quedó callado un momento y ella le sorprendió haciéndolo otra vez: mirando afuera, por el parabrisas, a la calle. A un lugar y un tiempo distintos. Daidre escuchó sus palabras de nuevo y se mordió el labio. Se apresuró a decir:
– ¿Rematamos tu experiencia con un café en algún sitio?
Él lo meditó y respondió despacio:
– Sí. Creo que me gustaría tomar un café.
La inspectora Hannaford estaba aguardándolos en el Salthouse Inn cuando regresaron. Lynley decidió que había estado esperando a que apareciera el coche de Daidre, porque en cuanto entraron en el aparcamiento salió del edificio. Había comenzado a llover otra vez -el continuo mal tiempo de marzo se había prolongado hasta mayo-, así que se puso la capucha del impermeable y avanzó hacia ellos con energía. Dio unos golpecitos en la ventanilla de Daidre y, cuando ella la bajó, dijo:
– Me gustaría hablar con los dos, por favor. -Y luego le dijo directamente a Lynley-: Hoy tiene un aspecto más humano. Es una mejora. -Se dio la vuelta y regresó al hostal.
Lynley y Daidre la siguieron. Encontraron a Hannaford en el bar, donde había ocupado -como sospechaba Lynley- un asiento junto a la ventana. Dejó el impermeable en un banco y les indicó con la cabeza que hicieran lo mismo. Los condujo a una de las mesas más grandes, en la que había un callejero abierto del tamaño de una revista.
Habló cálidamente con Lynley, lo que hizo que él sospechara enseguida de sus motivos. Cuando los policías eran simpáticos, como sabía muy bien, lo eran por un motivo no necesariamente bueno. ¿Dónde había comenzado su caminata por la costa el día anterior?, le preguntó. ¿Se lo enseñaba en el mapa? A ver, el sendero estaba bien marcado con una línea de puntos verde, así que si era tan amable de señalar el lugar… Sólo quería atar los cabos sueltos de su historia, dijo. Ya conocía el procedimiento, por supuesto.
Lynley sacó sus gafas de leer y se inclinó sobre el mapa de carreteras. La verdad es que no tenía ni la menor idea de dónde había comenzado su caminata por el sendero suroccidental de la costa el día anterior. Si había alguna señal, no se había fijado. Recordaba los nombres de varios pueblos y aldeas de la costa por los que había pasado, pero en qué momento de su caminata había sido, no sabría decir. Tampoco comprendía qué importancia tenía, aunque la inspectora Hannaford le aclaró aquella preocupación al cabo de un momento. Lynley se esforzó por situarse a unos veinte kilómetros al suroeste de Polcare Cove. No tenía ni idea de si era exacto.