– Ah -dijo él-. Sí. -Desvió la mirada a las aves marinas. Daidre sabía que las vería igual que ella, emparejándose no porque el número diera seguridad, sino porque la seguridad existía al lado de otra gaviota-. Fue mucho más desgarrador para ella que para mí.
– No -comentó Daidre-. No lo creo.
– ¿No? Bueno, me atrevería a decir que hay pocas cosas más desgarradoras que morir de un disparo, sobre todo cuando la muerte no es inmediata. Yo no tuve que pasar por eso, Helen sí. Un momento estaba allí, intentando llevar las compras a la puerta de casa, y al siguiente recibía un disparo. Sería bastante desgarrador, ¿no crees?
Su voz era sombría y no la miró mientras hablaba. Lynley había malinterpretado sus palabras y Daidre trató de explicarse.
– Yo creo que la muerte es el final de esta parte de nuestra existencia, Thomas: la experiencia humana del ser espiritual. El espíritu abandona el cuerpo y luego pasa a lo que hay después. Y lo que hay después tiene que ser mejor que lo que hay aquí ¿o qué sentido tiene, en realidad?
– ¿En serio crees eso? -Su tono estaba a medio camino entre la amargura y la incredulidad-. ¿En el cielo y el infierno y tonterías de ese estilo?
– En el cielo y el infierno, no. Todo eso parece bastante estúpido, ¿verdad? Que un Dios o quien sea que haya allí arriba en su trono condene a un alma al tormento eterno y eleve a otra a cantar himnos con los ángeles. No puede ser la razón de todo esto. -Su brazo abarcó el acantilado y el mar-. Pero ¿si hay algo más allá de lo que somos capaces de comprender en es tos momentos…? Sí, eso sí lo creo. Así que tú… todavía eres el ser espiritual que padece y trata de comprender la experiencia humana mientras que ella ya sabe…
– Helen -dijo Lynley-. Se llamaba Helen.
– Helen, sí, perdona. Helen. Ahora sabe en qué consiste todo. Pero eso proporciona poca tranquilidad. A ti, quiero decir… Saber que Helen ha seguido adelante.
– No lo eligió ella -dijo Lynley.
– ¿Acaso elegimos alguna vez, Thomas?
– Suicidio. -La miró sin alterarse. Daidre sintió un escalofrío.
– El suicidio no es una elección. Es una decisión basada en la creencia de que no hay elección.
– Dios mío.
Un músculo de su mandíbula se movió. Daidre se arrepentía muchísimo de su lapsus linguae. Una simple palabra -milord- había reducido a Lynley a su herida. Estas cosas requieren tiempo, quería decirle. Era un tópico, pero encerraba una gran verdad.
– Thomas, ¿te apetece dar un paseo? -le preguntó Daidre-. Hay algo que me gustaría enseñarte. Está un poco lejos… Tal vez a kilómetro y medio costa arriba por el sendero, pero nos abrirá el apetito para la cena.
Pensó que tal vez rechazaría su propuesta, pero no. Thomas asintió y Daidre le hizo un gesto con la mano para que la siguiera. Se dirigieron hacia el lugar de donde había venido ella, bajando primero hasta otra cala, donde unas placas magníficas de pizarra emergían de la espuma invasora y avanzaban hacia la cima traicionera de un acantilado de arenisca y pizarra. El viento y las olas, y también la posición que ocupaban -uno detrás de la otra- dificultaban la conversación, así que Daidre no dijo nada, ni tampoco Thomas Lynley. Era mejor así, decidió ella. A veces, dejar que pasara el momento sin decir nada era una manera más eficaz de enfocar la curación que tocar una cicatriz tierna.
La primavera había traído flores silvestres a las zonas más protegidas por el viento y a lo largo del camino de las cañadas el amarillo de los zuzones se mezclaba con los rosas de las armerías, mientras que los jacintos silvestres todavía marcaban los lugares donde antiguamente se alzaban los bosques. Mientras ascendían, prácticamente no vieron casas en las inmediaciones de los acantilados, pero a lo lejos se levantaban algunas granjas de piedra junto a sus graneros mayores, y el ganado pacía en prados limitados por los setos de tierra de Cornualles, en cuya rica vegetación crecían los escaramujos y las cordifloras.
El pueblo más cercano se llamaba Alsperyl y era su destino. Consistía en una iglesia, una vicaría, un grupo de casitas, una escuela antigua y un pub. Era todo de piedra sin pintar y se encontraba a unos ochocientos metros al este del sendero del acantilado, detrás de un prado irregular. Sólo se veía la aguja de la iglesia. Daidre la señaló y dijo:
– Santa Morwenna, pero vamos a seguir por aquí un poco más, si puedes.
Thomas dijo que sí con la cabeza y ella se sintió estúpida por el último comentario. No era un tipo débil y el dolor no le quitaba a uno la capacidad de caminar. Ella también asintió y le guió unos doscientos metros más, donde una apertura en el brezo mecido por el viento en el lado del sendero que daba al mar desembocaba en unos escalones de piedra.
– No es una bajada muy pronunciada, pero ten cuidado -dijo Daidre-. El borde sigue siendo mortal. Y estamos a… no sé… ¿Unos cincuenta metros del agua, quizá?
Tras descender los escalones, que trazaban una curva siguiendo la forma natural de la pared del acantilado, llegaron a otro sendero pequeño, cubierto casi por completo de aulagas y uvas de gato que crecían con fuerza a pesar del viento. Unos veinte metros más adelante, el sendero terminaba bruscamente, pero no porque el acantilado se precipitara al mar como cabría esperar, sino porque en su pared había una pequeña cabaña. La fachada estaba revestida con tablones de madera y los laterales -allí donde emergían más allá de la pared del acantilado-, con bloques de arenisca. El tiempo había vuelto gris el lado de madera. Las bisagras de la puerta teñían de óxido los dos paneles llenos de rayones.
Daidre volvió la cabeza y miró a Thomas Lynley para ver su reacción: una estructura así en un lugar tan remoto. Tenía los ojos muy abiertos y una sonrisa cruzaba su boca. Su expresión parecía preguntar «¿Qué es este sitio?».
Ella respondió a su pregunta silenciosa hablando por encima del viento que los zarandeaba.
– ¿No es maravillosa, Thomas? Se llama la cabaña de Hedra. Al parecer, si hay que creer lo que dice el diario del padre Walcombe, está aquí desde finales del siglo XVIII.
– ¿La construyó él?
– ¿El padre Walcombe? No, no. No era albañil, pero sí un cronista bastante bueno. Escribía un diario de las actividades que se celebraran alrededor de Alsperyl. Lo encontré en la biblioteca de Casvelyn. Fue el pastor de Santa Morwenna durante… No sé… cuarenta años, más o menos. Intentó salvar al alma atormentada que construyó este lugar.
– Ah, que debía de ser la tal Hedra de la cabaña, ¿no?
– La misma. Parece ser que se quedó viuda cuando su marido, que pescaba en las aguas de Polcare Cove, se vio sorprendido por una tormenta y se ahogó. La dejó sola con un niño pequeño. Según el padre Walcombe, que por lo general no embellece los hechos, un día el chico desapareció; seguramente se acercó demasiado en una zona demasiado friable como para soportar su peso. En lugar de enfrentarse a las muertes del padre y del hijo con seis meses de diferencia, la pobre Hedra eligió creer que un selkie se había llevado al niño. Se dijo que había bajado hasta el agua (sabe Dios cómo lo consiguió desde esta altura) y que allí le esperaba la foca en su forma humana, que le hizo señas para que se adentrara en el mar y se uniera al resto de… -Frunció el ceño-. Maldita sea. No recuerdo cómo se llama a un grupo de focas. No puede ser manada. ¿Un rebaño? Pero eso es para las ovejas. Bueno, ahora no importa. Es lo que pasó. Hedra construyó esta cabaña para esperar a que regresara y eso hizo el resto de su vida. Una historia conmovedora, ¿verdad?
– ¿Es cierta?
– Si creemos al padre Walcombe, sí. Entremos. Hay más por ver. Refugiémonos del viento.
Las puertas superior e inferior se cerraban con unas barras de madera que se deslizaban a través de tiradores sólidos de madera y que descansaban sobre unos ganchos. Mientras empujaba la de arriba y luego la de abajo y abría las puertas, Daidre dijo mirando hacia atrás: