– Hedra sabía lo que se hacía. Se construyó un lugar bastante robusto para esperar a su hijo. Está todo cubierto de madera. En cada lado hay un banco, el techo se sostiene con unas vigas bastante decentes y el suelo es de pizarra. Es como si supiera que iba a esperar mucho tiempo, ¿verdad?
Daidre entró primero, pero entonces se detuvo en seco. A su espalda, oyó que Thomas se agachaba para pasar por debajo del dintel y unirse a ella.
– Oh, maldita sea -dijo Daidre indignada.
– Vaya, qué pena -dijo él.
Alguien había mutilado la pared que tenían justo delante hacía poco, a juzgar por las marcas recientes en los paneles de madera de la pequeña construcción. Los restos de un corazón grabado con anterioridad -sin duda acompañado por las iniciales de los amantes- describían una curva alrededor de una serie de tajos feos que ahora eran bastante profundos, como hechos en carne. No quedaba rastro de ninguna inicial.
– Bueno -dijo Daidre, intentando dar un tono filosófico al desastre-, supongo que no podemos decir que las paredes no estuvieran ya grabadas. Y al menos no han utilizado ningún espray. Pero de todos modos me pregunto, ¿por qué hará la gente algo así?
Thomas estaba observando el resto de la cabaña, con sus más de doscientos años de grabados: iniciales, fechas, otros corazones, algún que otro nombre.
– En la escuela donde estudié -dijo pensativo- hay una pared… No está lejos de la entrada, en realidad, así que es imposible que a los visitantes se les pase por alto. Los alumnos han escrito sus iniciales desde… No sé, supongo que desde la época de Enrique VI. Siempre que vuelvo, porque vuelvo de vez en cuando, es lo que se hace, busco las mías. Siguen ahí. De algún modo, me dicen que soy real, que existía entonces y que existo ahora incluso. Pero cuando miro las demás (y hay centenares, seguramente miles), no puedo evitar pensar en lo fugaz que es la vida. Aquí pasa lo mismo, ¿verdad?
– Supongo que sí. -Daidre pasó los dedos por encima de algunas de las inscripciones más antiguas: una cruz celta, el nombre Daniel, B.J.+S.R.-. Me gusta venir aquí a pensar -le dijo-. A veces me pregunto quiénes fueron estas personas que se unieron tan llenos de confianza. ¿Perduró su amor? También me pregunto eso.
Por su parte, Lynley tocó el corazón dañado.
– Nada perdura. Es nuestra maldición.
Capítulo 9
Bea Hannaford vio muchas cosas que parecían típicas en la habitación de Santo Kerne y por primera vez se alegró de tener al agente McNulty haciendo penitencia como botones suyo. Porque las paredes del cuarto eran una sucesión de pósters de surf y, por lo que vio Bea, era muy poco lo que McNulty no sabía de surf, de la ubicación de las fotos y de los propios surfistas. Sin embargo, no podía concluir que sus conocimientos fueran relevantes. Sólo sintió alivio al comprobar, al fin y al cabo, que McNulty sí sabía algo de algo.
– La playa de Jaws -murmuró de manera confusa, mirando atemorizado una montaña líquida por la que descendía un loco del tamaño de un dedo-. Santa madre de Dios, mire a ese tipo: es Hamilton, en Maui. Está chalado, se atreve con todo. Dios mío, parece un tsunami, ¿verdad? -Emitió un silbido y sacudió la cabeza con incredulidad.
Ben Kerne estaba con ellos, pero no se atrevió a entrar en el cuarto. Su mujer se había quedado abajo, en el salón. Era obvio que Kerne no quería dejarla sola, pero se vio atrapado entre los policías y su esposa. No podía complacer a unos mientras intentaba controlar a la otra. No había tenido elección. O recorrían el hotel hasta que encontraran la habitación de Santo mientras él se ocupaba de su mujer o tendría que acompañarlos. Había escogido lo segundo, pero estaba bastante claro que su mente estaba en otra parte.
– Hasta ahora no habíamos oído nada sobre Santo y el surf -dijo Bea a Ben Kerne, que estaba en la puerta.
– Comenzó a practicarlo cuando llegamos a Casvelyn -explicó Kerne.
– ¿Su equipo de surf está aquí? La tabla, el traje, lo demás…
– El gorro -murmuró McNulty-. Guantes, escarpines, quillas de repuesto…
– Ya basta, agente -le dijo Bea con brusquedad-. El señor Kerne ya lo ha captado seguramente.
– No -dijo Ben Kerne-. Guardaba su material en otra parte.
– ¿Sí? ¿Por qué? -dijo Bea-. No es muy práctico, ¿no?
Ben miró los pósters mientras respondía.
– Supongo que no le gustaba guardarlo aquí.
– ¿Por qué? -repitió la inspectora.
– Seguramente sospechaba que yo haría algo con él.
– Ah. ¿Agente…? -A Bea le complació ver que Mick McNulty captaba la indirecta y empezaba a tomar notas una vez más-. ¿Por qué podía pensar Santo que usted haría algo con su material, señor Kerne? ¿O quería decir «a su material»?
Y pensó: «Si era el equipo de surf, ¿por qué no el equipo de escalada?».
– Porque sabía que no quería que hiciera surf.
– ¿En serio? Parece un deporte bastante inofensivo, comparado con escalar acantilados.
– Ningún deporte es totalmente inofensivo, inspectora. Pero no era por eso. -Kerne pareció buscar una forma de explicarse y para hacerlo entró en la habitación. Contempló los pósters. Su rostro era glacial.
– ¿Practica usted surf, señor Kerne? -dijo Bea.
– No preferiría que Santo no surfeara si yo sí lo hiciese, ¿no cree?
– No lo sé. ¿Lo preferiría? Sigo sin entender por qué aprobaba un deporte y el otro no.
– Por el tipo de deporte, ¿de acuerdo? -Kerne miró al agente McNulty como disculpándose-. No me gustaba que se relacionara con surfistas porque para muchos de ellos su mundo se reduce a eso y nada más. No quería que formara parte de ese estilo de vida, esperando la oportunidad de salir a surfear, definiendo sus días según los mapas de isóbaras y las tablas de mareas, conduciendo costa arriba y costa abajo para encontrar las perfectas. Y cuando no están surfeando, hablan del tema o fuman marihuana mientras se pasean con sus trajes sin dejar de hablar de surf. El mundo de estos chavales, en el que también hay chicas, lo admito, gira totalmente alrededor de las olas y viajar por el mundo para coger más olas. No quería eso para Santo. ¿Lo querría usted para su hijo o su hija?
– Pero ¿y si su mundo giraba alrededor de la escalada?
– No era así, pero al menos la escalada es un deporte en el que uno depende de los demás. No es solitario, en el sentido en que lo es el surf en generaclass="underline" un surfista solo trepando las olas es algo que se ve constantemente. Y yo no quería que saliera solo: quería que estuviera con gente por si le pasaba algo…
Desvió la mirada otra vez a los pósters y lo que mostraban era -incluso para un observador inexperto como Bea- un peligro tremendo personificado en una avalancha inimaginable de agua: estar expuesto a todo, desde huesos rotos a un ahogamiento seguro. La inspectora se preguntó cuántas personas morían cada año recorriendo un descenso prácticamente vertical que, a diferencia de la tierra con sus texturas conocidas, cambiaba en cuestión de segundos y atrapaba a los incautos.
– Sin embargo, Santo estaba escalando solo cuando se cayó, igual que si hubiera salido a surfear. Y, de todos modos, los surfistas no siempre salen solos, ¿verdad?
– En la ola sí están solos. El surfista y la ola, nadie más. Puede que haya más personas, pero no pintan nada.
– ¿Y en la escalada sí?
– Dependes del otro escalador y él depende de ti. Os protegéis el uno al otro. -Carraspeó bruscamente y añadió-: ¿Qué padre no querría que su hijo estuviera protegido?
– ¿Y cuando Santo no estuvo de acuerdo con su opinión sobre el surf?
– ¿Qué?
– ¿Qué pasó entre ustedes? ¿Discusiones? ¿Castigos? ¿Tiene tendencias violentas, señor Kerne?
Ben se puso frente a ella, pero al hacerlo dio la espalda a la ventana, así que la inspectora ya no pudo interpretar la expresión de su cara.