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Cadan le ofreció una media sonrisa. No era sincera, sólo un modo de reconocer lo que estaba diciendo sin reconocer lo que estaba diciendo. Miró hacia la puerta.

– Bueno -dijo, e intentó que su tono fuera firme, una forma de decir: «Esto es todo, pues. Encantado de hablar con usted».

– ¿Por qué no nos habíamos conocido antes? -dijo Dellen.

– Acabo de empezar…

– No, eso ya lo entiendo. Pero no comprendo porque no nos habíamos visto antes. Tienes la edad de Santo más o menos…

– En realidad tengo cuatro años más. Tiene la…

– … y te pareces mucho a él también. Así que no entiendo por qué nunca viniste por aquí con él.

– … edad de mi hermana Madlyn. Seguramente conocerá a Madlyn, mi hermana. Ella y Santo eran… Bueno, cómo quiera llamarlo.

– ¿Qué? -preguntó Dellen perpleja-. ¿Cómo has dicho que se llama?

– Madlyn. Madlyn Angarrack. Ellos, ella y Santo, llevaban juntos unos… No sé… ¿Año y medio? ¿Dos años? Lo que sea. Es mi hermana. Madlyn es mi hermana.

Dellen se quedó mirándolo fijamente. Luego miró más allá, pero no parecía observar nada en concreto.

– Qué cosa tan extraña -dijo con una voz totalmente distinta-. ¿Madlyn dices que se llama?

– Sí. Madlyn Angarrack.

– Y ella y Santo eran… ¿Qué, exactamente?

– Novios, pareja, amantes, lo que sea.

– Es una broma.

Cadan negó con la cabeza, confuso, preguntándose por qué iba a pensar que estaba bromeando.

– Se conocieron cuando fue a comprarle una tabla a mi padre. Madlyn le enseñó a surfear. A Santo, me refiero, no a mi padre, claro. Así se conocieron. Y luego… Bueno, supongo que podría decirse que empezaron a quedar y después a salir.

– ¿Y dices que se llama Madlyn? -preguntó Dellen.

– Sí. Madlyn.

– Salieron un año y medio.

– Un año y medio más o menos, sí. Eso es.

– Entonces, ¿por qué no la conocí nunca? -dijo la mujer.

* * *

Cuando la inspectora Bea Hannaford regresó a la comisaría de policía con el agente McNulty a la zaga, descubrió que Ray había logrado satisfacer sus deseos de tener un centro de operaciones en Casvelyn y que el sargento Collins había equipado la sala con un nivel de pericia que le sorprendió. De algún modo, había conseguido ordenar la sala de reuniones del piso superior y dejarla preparada. Había tablones con fotos de Santo Kerne vivo y muerto donde podían anotar perfectamente la lista de actividades y también mesas, teléfonos, ordenadores con la base de datos de la policía, impresoras, un archivador y material. Lo único que no tenía el centro de operaciones era, por desgracia, el elemento más vital en cualquier investigación: los agentes del equipo de investigación criminal.

La ausencia de una brigada de homicidios iba a dejar a Bea en la situación nada envidiable de tener que llevar a cabo la investigación sólo con McNulty y Collins hasta que se presentara alguien. Como la brigada tendría que haber llegado junto al contenido del centro de operaciones, Bea etiquetó la situación de inaceptable. También le fastidiaba porque sabía muy bien que su ex marido podía mandar una brigada de homicidios del quinto pino a Londres en menos de tres horas si le presionaban.

– Maldita sea -murmuró. Le dijo a McNulty que pasara sus notas al ordenador y fue a la mesa del rincón, donde pronto descubrió que tener teléfono no significaba necesariamente disponer de línea telefónica. Miró al sargento Collins de manera significativa.

– La compañía dice que tardarán tres horas -informó el hombre disculpándose-. Aquí no hay conexión, o sea que mandarán a alguien de Bodmin para instalarla. Hasta entonces tendremos que utilizar los móviles o los teléfonos de abajo.

– ¿Saben que se trata de una investigación de asesinato?

– Lo saben -contestó, pero su tono de voz sugería que, con un asesinato de por medio o no, a la compañía le daba bastante igual.

– Joder -dijo Bea, y sacó su móvil. Fue a la mesa del rincón y marcó el número del trabajo de Ray-. Alguien la ha cagado -fue lo que le dijo cuando por fin le pasaron con él.

– Hola Beatrice -dijo él-. De nada por el centro de operaciones. ¿Voy a quedarme con Pete esta noche también?

– No te llamo por Pete. ¿Dónde están los tíos del equipo de investigación criminal?

– Ah, eso. Bueno, tenemos un problemilla. -Procedió a desinflar el globo-: No es posible, cariño. No hay ningún agente disponible en estos momentos para mandar a Casvelyn. Puedes llamar a Dorset o a Somerset e intentar conseguir a alguno de los suyos, naturalmente, o hacerlo yo por ti. Mientras tanto, lo que sí puedo hacer es enviarte a un equipo de relevo.

– Un equipo de relevo -dijo ella-. ¿Enviarme un equipo de relevo, Ray? Es una investigación de asesinato. De asesinato. Un delito grave que requiere un equipo de investigación de delitos graves.

– Pides peras al olmo -replicó él-. No puedo hacer mucho más. Intenté sugerirte que mantuvieras el centro de operaciones en…

– ¿Me estás castigando?

– No seas ridícula. Eres tú quien…

– No te atrevas a entrar ahí. Esto es un tema profesional.

– Creo que Pete se quedará conmigo hasta que consigas resultados -dijo Ray con suavidad-. Vas a estar bastante ocupada. No quiero que se quede solo, no es buena idea.

– Tú no quieres que se quede contigo… Tú no…

Bea se quedó muda, una reacción tan extraña ante Ray que hizo que aún se quedara más muda. Sólo podía poner fin a la conversación. Tendría que haberlo hecho con dignidad, pero lo único que consiguió fue apagar el móvil y lanzarlo a la mesa.

Cuando el aparato sonó un momento después, pensó que su ex marido llamaba para disculparse o, más probablemente, para sermonearla sobre el procedimiento policial, su tendencia a las decisiones cortas de miras y el hecho de que siempre cruzara los límites de lo permitido mientras esperaba a que alguien le allanara el camino. Cogió el móvil y dijo:

– ¿Qué? ¡¿Qué?!

Sin embargo, era el laboratorio forense. Alguien llamado Duke Clarence Washoe -qué nombre tan raro… ¿En qué estarían pensando sus padres, por el amor de Dios?- telefoneaba para transmitir el informe sobre las huellas dactilares.

– Tenemos los resultados, reina -fue su forma de comunicarle la noticia.

– Jefa -dijo ella-. O inspectora Hannaford. Ni señora, ni doña, ni reina, ni nada que sugiera que usted y yo estamos emparentados o tenemos familiares de la realeza, ¿entendido?

– Oh, entendido, lo siento. -Una pausa. Pareció necesitar un momento para ajustar su enfoque-. Tenemos huellas del fiambre por todo el coche…

– Víctima -dijo Bea, y pensó con hastío en lo mucho que había afectado la televisión americana a las comunicaciones normales-. Nada de fiambre: víctima. O Santo Kerne, si lo prefiere. Mostremos un poco de respecto, señor Washoe.

– Duke Clarence -dijo el hombre-. Puede llamarme Duke Clarence.

– Será un placer supremo -contestó ella-. Siga.

– También hay once grupos de huellas distintas en el exterior del coche. Dentro, siete. Del fiam… del chico muerto y de otras seis personas que también dejaron huellas en la puerta del copiloto, el salpicadero, las manijas de las ventanillas y la guantera. También hay huellas en las cajas de CD, del chico y de tres personas más.

– ¿Qué hay del equipo de escalada?

– Las únicas huellas aceptables están en la cinta que se utilizó para marcarlo, pero son de Santo Kerne.

– Maldita sea -dijo Bea.

– Pero hay un grupo muy claro en el maletero del coche. Recientes, diría. Aunque no sé de qué le servirán.

«De nada -pensó Bea-. Cualquier persona del pueblo que hubiera cruzado la maldita calle podría haber tocado el maldito coche al pasar.» Mandaría a los forenses las huellas que habían tomado a toda la gente relacionada ni que fuera remotamente con Santo Kerne, pero la verdad era que identificar a quién pertenecían los dedos que habían dejado las huellas en el coche del chico seguramente no iba a llevarles a ninguna parte. Era una decepción.