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Cuando salió, Ben empezó a sentir de verdad. Tal vez fuera la lluvia fina lo que derritió su escasa protección, porque mientras caminaba hacia su Austin por el aparcamiento le invadió la pena al pensar en la inmensidad de su pérdida y le asoló la culpa por el papel que había jugado en provocarla. Y luego estaba el hecho de saber que viviría con aquello para siempre: que las últimas palabras que le había dicho a Santo las había pronunciado con una repugnancia nacida de su propia incapacidad de aceptar al chico tal como era. Y esa incapacidad provenía de una sospecha, de algo que nunca verbalizaría.

– ¿Por qué no puedes ver como se sienten los otros con tus acciones? -decía Ben a su hijo, el estribillo repetido de una canción que habían cantado durante años en su relación-. Por el amor de Dios, Santo, la gente es real.

– Te comportas como si utilizara a las personas o algo. Te comportas como si impusiera mi voluntad a todo el mundo, y eso no es así. Además, nunca dices nada cuando…

– Maldita sea, no intentes eso conmigo, ¿de acuerdo?

– Mira, papá, si yo pudiera…

– Sí, es eso, ¿verdad? Yo, yo, a mí, a mí. Bueno, dejemos las cosas claras: la vida no gira en torno a ti. Lo que estamos haciendo aquí, por ejemplo, no gira en torno a ti. Lo que pienses y lo que quieras no me incumbe. Lo que hagas, sí. Aquí y donde sea. ¿Te queda claro?

Habían quedado tantas cosas por decir… En especial lo que Ben no había expresado eran sus miedos. Sin embargo, ¿cómo podía sacarlos a la luz, cuando todo lo que estaba relacionado con ellos estaba oculto bajo la alfombra?

Hoy no, sin embargo. Hoy el presente exigía reconocer el pasado que le había traído hasta aquí. Por lo tanto, cuando subió al coche y comenzó a salir de Truro con la intención de conducir hacia el norte, en dirección a Casvelyn, frenó en la señal que indicaba la ruta a St. Ives y mientras esperaba a que desapareciera el centelleo delante de sus ojos tomó una decisión y giró hacia el oeste.

Al final puso rumbo sur por la A30, la principal arteria de la costa norte. No tenía ninguna intención clara en mente, pero a medida que las señales le resultaban más y más familiares tomó de memoria los desvíos adecuados, avanzando hacia el mar a través de un paisaje irregular que externamente era inhóspito por las intrusiones de granito pero que por dentro era rico en minerales. En esta parte del campo se levantaban depósitos de locomotoras en ruinas, un testimonio mudo de las generaciones de hombres de Cornualles que habían trabajado bajo tierra extrayendo estaño y cobre hasta que las vetas se agotaron y las minas quedaron abandonadas al clima y al paso del tiempo.

Estas minas habían alimentado a los pueblos remotos, que se vieron obligados a redefinirse o morir cuando las explotaciones cerraron. La tierra era mala para la agricultura, demasiado rocosa y árida y tan azotada por el viento que sólo conseguían arraigar los matorrales de aulagas, las malas hierbas y las plantas silvestres más fuertes y bajas. Así que la gente se volcó en la ganadería bovina y ovina si podía permitirse un rebaño y en el contrabando cuando llegaron los tiempos difíciles.

El contrabando se llevaba a cabo en los miles de calas de Cornualles. Los que triunfaron con esta forma de trabajo eran los que conocían el mar y las mareas. Pero con el tiempo también llegaron otros medios de sustento. Mejoraron los transportes hacia el suroeste y trajeron a los turistas. Entre ellos estaban los veraneantes que tomaban el sol en las playas y recorrían los senderos que cruzaban el campo. Al final, llegaron los surfistas.

En Pengelly Cove, Ben los vio desde arriba, donde se encontraba la parte principal del pueblo, casas de granito sin pintar con techos de pizarra, ambiente sombrío y desierto en la primavera lluviosa. El lugar estaba definido únicamente por tres calles: dos flanqueadas de tiendas, casas, dos pubs y una posada llamada Curlew Inn y una tercera marcada por una pendiente empinada que serpenteaba hasta un pequeño aparcamiento, un embarcadero de botes salvavidas, la cala y el mar.

A lo lejos entre el oleaje, los surfistas de toda la vida desafiaban al tiempo. Las olas rompían desde el noroeste, en grupos regulares, y sus paredes grises formaban los tubos por los que era conocida Pengelly Cove. Los surfistas los atravesaban girando en la pared de la ola, subiendo hasta la cúspide, desapareciendo para remar hacia dentro y esperar a la siguiente. Nadie gastaba energías cogiendo una ola hasta la orilla, no con este tiempo y no con olas que eran un reflejo de sí mismas y rompían en los arrecifes a unos cien metros de distancia. Las olas que rompían en la orilla eran para principiantes, una pared baja de agua blanca que proporcionaba al neófito cierta sensación parecida al triunfo, pero ningún respeto.

Ben descendió a la cala. Lo hizo a pie y no en coche. Lo había dejado delante de la posada Curlew Inn y había vuelto por la calle hasta el cruce. No le molestaba que hiciera mal tiempo, iba preparado para él y quería experimentar la cala como lo había hecho en su juventud: bajando por lo que entonces sólo era un sendero, sin aparcamiento debajo ni nada más salvo el agua, la arena y las cuevas profundas que le saludaban cuando llegaba al final, con la tabla de surf bajo el brazo.

Tenía la esperanza de poder adentrarse en las cuevas, pero la marea estaba demasiado alta y sabía que no debía arriesgarse. Así que pensó en lo mucho que había cambiado el lugar desde la última vez que había estado allí.

El dinero había llegado a la zona. Lo vio por las mansiones de veraneo y las casitas de refugio que daban a la cala. Tiempo atrás, sólo había una, lejos, al final del acantilado, una estructura impresionante de granito que, con su fachada blanca y orgullosa y relucientes canalones y molduras negros, transmitía que allí había más dinero del que tenía cualquier familia del pueblo. Ahora, sin embargo, había por lo menos una docena, aunque la Casa del Acantilado seguía en su sitio, tan orgullosa como siempre. Sólo había estado dentro una vez, en una fiesta de adolescentes organizada por una familia llamada Parsons que la había alquilado durante cinco veranos seguidos. «Una celebración antes de que nuestro Jamie se marche a la universidad», así describieron la reunión.

A nadie del pueblo le caía bien Jamie Parsons, que se había tomado un año sabático para viajar por todo el mundo y no había tenido el sentido común de no decir nada al respecto. Pero todos estuvieron dispuestos a fingir que el chaval era su mejor amigo del alma para pasar una noche de juerga en su casa.

Sin embargo, tenían que parecer guays. Ben lo recordaba. Debía parecer que asistían a este tipo de jolgorios constantemente: el final del verano, una invitación que había llegado por correo (por el amor de Dios), un grupo de rock que venía desde Newquay a tocar, mesas llenas de comida, una luz estroboscópica en la pista de baile y escondrijos por toda la casa donde se podía hacer cualquier travesura imaginable sin que nadie se enterara. Al menos dos de los hijos de los Parsons estaban allí -¿eran cuatro en total?, ¿cinco tal vez?-, pero no había padres. Cualquier tipo de cerveza que pudiera imaginarse, además de alcohol y sustancias ilegales: whisky, vodka, ron con Coca-Cola, pastillas de algo que nadie supo identificar y cannabis. Cannabis para dar y regalar, al parecer. ¿Cocaína también? Ben no se acordaba.

Lo que sí recordaba era la conversación y la recordaba por el surf de aquel verano y por lo que había traído aquel verano.