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– No tenía ni idea -dijo.

– Bueno, normal, ¿no?, porque no es probable que se lo cuente a nadie. Pero cayó en sus garras cuando era un chaval y ha estado ciego desde entonces. Llevan años juntándose y separándose y cada vez que yo y su madre empezamos a pensar que por fin se ha librado de esa zorra, ha visto la luz, se la ha quitado de encima y nosotros también y que puede comenzar una vida normal como el resto, ahí aparece otra vez, llenándole la cabeza de chorradas sobre lo mucho que le necesita y que él es el único y que lo siente mucho, tanto que se folló a otro, pero no fue culpa suya, porque él no estaba allí para cuidar de ella, no le prestaba la atención que merecía… Y ahí está, poniéndole caliente y él no puede pensar con claridad y es incapaz de ver cómo es o qué está haciendo o lo atrapado que está. Provoca el desastre, por eso le mandamos fuera. Y ella lo siguió… La muy perra hizo las maletas y siguió a nuestro Ben… -Dejó a un lado la segunda taza mal reparada. Respiraba con dificultad, había un sonido líquido en su pecho. Lynley se preguntó si alguna vez iba al médico-. Así que su madre y yo pensamos que si le decíamos que dejaría de ser hijo nuestro si no cortaba con esa maldita zorra lo haría. Era nuestro hijo, el mayor, y tenía que pensar en sus hermanos y hermanas, y ellos le querían, sí, y se llevaban todos bien. Imaginamos que sólo debía estar unos años fuera, hasta que se olvidara todo, y que cuando eso ocurriera volvería a donde debía estar, que era aquí con nosotros. Pero no funcionó, no, porque no quiere quitársela de encima. La lleva dentro, metida en la piel y en la sangre, y ahí acaba todo.

– ¿Hasta que se olvidara el qué? -preguntó Lynley.

– ¿Eh? -Desde la mesa, Kerne giró la cabeza para mirar a Lynley.

– Ha dicho que su hijo debía pasar unos años fuera, «hasta que se olvidara todo». Me pregunto a qué se refiere.

Kerne entrecerró el ojo bueno.

– No habla como un poli -dijo-. Los polis hablan como nosotros, pero usted tiene una voz que… ¿De dónde es?

Lynley no iba a distraerse con una conversación sobre sus raíces.

– Señor Kerne, si sabe algo que esté relacionado con la muerte de su nieto, y es obvio que sí, necesito saber qué es.

El hombre reanudó su tarea.

– Lo que pasó, pasó hace años. Benesek tenía… ¿Qué? ¿Diecisiete años? ¿Dieciocho? No tiene nada que ver con Santo.

– Por favor, deje que eso lo decida yo. Cuénteme lo que sabe.

Después del imperativo, Lynley aguardó. Esperaba que el dolor del viejo -reprimido, pero tan vivo dentro de él- le obligara a hablar.

Kerne por fin lo hizo, aunque parecía que hablaba más para sí mismo que para Lynley.

– Estaban todos surfeando y alguien acabó mal. Todo el mundo se señalaba entre sí y nadie asumía la culpa. Pero las cosas se pusieron feas, así que su madre y yo le mandamos a Truro hasta que la gente dejara de mirarle mal.

– ¿Quién acabó mal? ¿Cómo?

Kerne dio una palmada en la mesa.

– Ya le he dicho que no importa. ¿Qué tiene que ver eso con Santo? Es Santo el que ha muerto, no su padre. Un maldito chaval se emborracha una noche y termina durmiendo la mona en una de las cuevas de la cala. ¿Qué tiene que ver eso con Santo?

– ¿Hacían surf de noche? -insistió Lynley en preguntar-. ¿Qué pasó?

– ¿Qué cree que pasó? No estaban haciendo surf, estaban de fiesta, y él estaba de fiesta igual que el resto. Mezcló no sé qué drogas con lo que fuera que estuviera bebiendo y cuando subió la marea la palmó. La marea entra en esas cuevas más deprisa de lo que nadie puede moverse porque son profundas, y todo el mundo sabe que si entras, será mejor que sepas cómo está el mar y cómo se comporta, porque si no no sales. El mar te golpea y te revuelca, y nadie tiene la culpa de que seas estúpido y no escuches si te dicen que no bajes a la cala cuando las condiciones son peligrosas.

– Pero eso es lo que le pasó a alguien, ¿no? -dijo Lynley.

– Es lo que pasó.

– ¿A quién?

– A un chaval que venía aquí los veranos. Su familia tenía dinero y alquilaba la casa grande del acantilado. Yo no les conocía, pero Benesek sí. Todos los jóvenes les conocían porque bajaban a la playa en verano. Ese chaval, John o James… Sí, James… Así se llamaba.

– ¿El que se ahogó?

– Su familia no lo vio así. No quisieron ver que fue culpa del chico. Querían un culpable y eligieron a nuestro Benesek. También a otros, pero Benesek estaba detrás de lo que pasó, eso dijeron. Hicieron venir a la policía de Newquay y no aflojaron, ni la familia ni la poli. «Sabes algo y ya estás largando», dijeron. Pero Benesek no sabía nada de nada, maldita sea, y es lo que repitió una y otra vez. Al final la poli tuvo que creerle, pero entonces el padre del chaval ya había construido un recordatorio enorme y estúpido para el chico y todo el mundo miraba a Ben de una manera muy rara, de modo que lo mandamos con su tío porque debía tener una oportunidad en la vida y aquí no iban a dársela, joder.

– ¿Un recordatorio? ¿Dónde?

– En la costa, en alguna parte, arriba en el acantilado. Debieron de pensar que un monumento como ése haría que la gente no olvidara nunca lo que pasó. Yo no voy por el camino de la costa, así que no lo he visto nunca, pero sería lo que querrían para que la gente lo tuviera fresco. -Se rió con tristeza-. Se gastaron un buen dinero seguramente con la esperanza de que persiguiera a Ben hasta que se muriera, pero no sabían que no volvería nunca a casa, así que no sirvió de nada. -Cogió otra taza, ésta más rota que sus compañeras, con una grieta grande que iba desde el borde hasta abajo y descascarillada en un lado, justo donde quien bebiera posaría los labios. Parecía una estupidez arreglarla, pero también parecía evidente que Eddie Kerne iba a intentarlo de todos modos. Dijo en voz baja-: Era un buen chico. Quería lo mejor para él. Intenté que tuviera lo mejor. ¿Qué padre no quiere lo mejor para su hijo?

– Ninguno -reconoció Lynley.

* * *

No se tardaba demasiado en explorar Pengelly Cove. Aparte de la tienda y las dos calles principales estaban la cala, una iglesia antigua justo a las afueras del pueblo y la posada Curlew Inn para pasar el rato. En cuanto se quedó sola en la aldea, Daidre empezó por la iglesia. Imaginó que estaría cerrada a cal y canto, como tantas otras iglesias rurales en estos tiempos de indiferencia religiosa y vandalismo, pero se equivocó. El lugar se llamaba St. Sithy's, estaba abierto y se levantaba en medio de un cementerio donde los restos de los narcisos de este año todavía flanqueaban los senderos dando paso a las aguileñas.

Dentro, la iglesia olía a piedra y polvo y el aire era frío. Había un interruptor para las luces justo al lado de la puerta y Daidre lo accionó para iluminar un único pasillo, una nave y una colección de cuerdas multicolores que colgaban del campanario. A su izquierda, había una pila bautismal de granito tosco, mientras que a la derecha una galería de piedra irregular conducía al púlpito y al altar. Podría haber sido cualquier iglesia de Cornualles salvo por una diferencia: un rastrillo benéfico. Consistía en una mesa y estantes justo detrás de la pila bautismal y encima había artículos usados para vender, con una caja de madera cerrada donde se pagaba la voluntad.

Daidre fue a inspeccionar todo aquello y no encontró ningún orden, sino un encanto extravagante. Tapetes de puntilla antiguos se mezclaban con algún que otro objeto de porcelana; abalorios de cristal colgaban de los cuellos de animales disecados muy desgastados. Los libros tenían los lomos despegados; los platos para pasteles y los moldes para tartas ofrecían herramientas de jardín en lugar de dulces. Había incluso una caja de zapatos con postales históricas, que hojeó y vio que la mayoría ya habían sido escritas, franqueadas y recibidas tiempo atrás. Entre ellas había una fotografía de una caravana gitana, de la clase que hacía años que no veía: redondeada por arriba y pintada con colores alegres, la celebración de una vida ambulante. De improviso, se le nubló la vista cuando cogió esta postal. A diferencia de tantas otras, no tenía nada escrito.