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En otro momento no lo hubiera hecho, pero la compró. Luego compró otras dos que sí tenían mensajes: una de una tal tía Hazel y un tal tío Dan que mostraba unas barcas de pesca en Padstow Harbour, y otra de Binkie y Earl que retrataba una fila de surfistas delante de tablas largas Malibú clavadas verticalmente en la arena de Newquay. Debajo de sus pies decía «Fistral Beach» y se trataba, al parecer, del lugar donde «¡la boda es en diciembre!», según Binkie o Earl.

Con estos artículos en su poder, Daidre salió de la iglesia, no sin antes mirar el tablón de oraciones donde los miembros de la congregación anotaban sus peticiones para ruegos colectivos a su deidad mutua. La mayoría tenían que ver con la salud y Daidre pensó en lo poco que se acordaban las personas de Dios a menos que la enfermedad física las visitara a ellas o a alguien a quien querían.

Ella no era religiosa, pero se percató de que aquí se le brindaba la oportunidad de saltar al terreno de juego espiritual. El Dios del azar estaba bajo los palos y ella tenía la pierna armada. Chutar o no chutar, ¿qué más daba?, eran las cuestiones que se le planteaban. Había buscado milagros en Internet, ¿acaso no era éste un campo donde podía encontrarse un milagro?

Cogió el bolígrafo ofrecido y un trozo de papel que resultó ser parte del reverso de un folleto viejo donde se anunciaba la venta de comida casera. Le dio la vuelta y empezó a escribir en el lado en blanco. Llegó hasta «por favor, recen por», pero descubrió que no podía seguir. No encontró las palabras para expresar su petición, porque ni siquiera estaba segura de si la petición era suya. Anotarla y luego colgarla en el tablón de oraciones resultó ser una tarea demasiado monumental, empañada por una hipocresía con la que no podía soportar vivir. Dejó el bolígrafo, arrugó el papel, se lo guardó en el bolsillo y se marchó de la iglesia.

Se negaba a sentirse culpable. Era más fácil estar enfadada. Tal vez fuera el último refugio de los que tenían miedo, pero no le importaba. Utilizó expresiones como «no lo necesito», «no me importa» y «No se lo debo en absoluto», y éstas la llevaron de la iglesia al cementerio, del cementerio a la carretera y desde allí a la calle principal de Pengelly Cove. Cuando llegó a la posada Curlew Inn ya había descartado todas las cuestiones relacionadas con el tablón de oraciones y la ayudó en sus esfuerzos ver a Ben Kerne entrando en la posada antes que ella.

No lo conocía personalmente. Sabía de él, por supuesto, y había oído que lo mencionaban en más de una conversación en los últimos dos años. Pero tal vez no lo habría reconocido tan deprisa si aquella mañana no hubiera visto su fotografía en el artículo del Watchman sobre el negocio que había montado en el hotel de la Colina del Rey Jorge.

Se dirigía a la posada Curlew Inn de todos modos, así que siguió a Ben Kerne adentro. Daidre jugaba con ventaja, porque nunca les habían presentado. Por lo tanto, fue fácil convertirse en su sombra distante. Imaginó que estaría buscando a su madre, ya que había oído la conversación entre la jefa de la oficina de correos y Thomas Lynley sobre el trabajo de Ann Kerne. O eso o quería comer, pero le parecía improbable, aunque en realidad ya casi era hora de cenar.

Una vez dentro, Ben Kerne no caminó en dirección al restaurante de la posada y, mientras avanzaba, a Daidre le pareció evidente que el hombre estaba familiarizado con el lugar. Pasó por delante de la recepción y recorrió un pasillo lúgubre hacia un rectángulo de luz que caía de la ventana de lo que parecía un despacho iluminado al fondo del edificio. Entró sin llamar a la puerta, lo que sugería que estaban esperándole o que deseaba que su aparición fuera una sorpresa y, por lo tanto, desarmar a quien estuviera allí.

Daidre se movió deprisa para observar y estuvo a tiempo de ver a una mujer mayor que se levantaba con torpeza de detrás de una mesa. Tenía el pelo gris, la cara pálida y una parte de ella se arrastraba un poco, y Daidre recordó que había sufrido una apoplejía. Pero se había recuperado lo bastante bien como para poder alargar un brazo hacia su hijo. Cuando él avanzó hacia ella, su madre lo abrazó con tanta fuerza que Daidre vio que el cuerpo de él se aplastaba contra el de ella. No se dijeron nada. Sólo expresaron y se fundieron en el vínculo entre madre e hijo.

La intensidad del momento atravesó la ventana del despacho y llegó hasta Daidre y también la abrazó. Pero no sintió ningún consuelo, sino un dolor que no pudo soportar. Se marchó.

Capítulo 15

La inspectora Bea Hannaford interrumpió su jornada laboral por culpa de los perros. Sabía que era una excusa pobre que habría resultado embarazosa si alguien se lo hubiera comentado, pero ese hecho no disminuyó su eficacia. Había que dar de comer a Uno, Dos y Tres, sacarlos a pasear y atenderlos, y Bea se dijo que sólo alguien sin experiencia en canes pensaba realmente que los perros se hacían suficiente compañía entre ellos durante las largas horas en las que sus dueños no estaban. Así que poco después de conversar con Tammy Penrule, comprobó los progresos de los agentes en el centro de operaciones -que eran escasos, y que la mataran si el agente McNulty no estaba examinando olas enormes en la pantalla del ordenador de Santo Kerne y babeando mientras las miraba-, se subió al coche y condujo hasta Holsworthy.

Como sospechaba, los perros Uno, Dos y Tres estuvieron encantados de verla y expresaron su entusiasmo con una serie de saltos y aullidos mientras correteaban por el jardín trasero buscando algo que entregarle: Uno, un gnomo de jardín de plástico; Dos, un hueso de cuero medio roído; Tres, el mango de un desplantador con los dientes marcados. Bea aceptó estos ofrecimientos con muestras de agradecimiento adecuadas, desenterró las correas de los perros de entre una pila de botas, guantes, anoraks y jerseys que había encima de un taburete justo al lado de la puerta de la cocina y ató a los labradores sin más dilación. En lugar de llevarlos a dar un paseíto, sin embargo, los subió al Land Rover.

– Arriba -dijo mientras abría la parte trasera, y cuando los perros colaboraron y entraron de un salto, supo que pensaban que se marchaban al campo. «Oh, ¡qué divertido!»

Por desgracia, estaban equivocados: iban a casa de Ray. Si su ex marido quería a Pete, creía Bea, también estaría dispuesto a quedarse con los animales de Pete. También eran los perros de ella, cierto -en realidad, eran más suyos que de su hijo-, pero iba a dedicar muchas horas a este caso, como había señalado el propio Ray y a los perros había que vigilarlos tanto como a Pete. Cogió la bolsa enorme de pienso, además de sus cuencos y otros artículos que garantizaban el placer perruno, y se pusieron en marcha, con los animales meneando la cola y aplastando el hocico contra las ventanillas, que dejaron perdidas.

Cuando llegó a casa de Ray Bea tenía dos propósitos. El primero fue dejar a Uno, Dos y Tres en el jardín trasero, donde el poco tiempo de que disponía Ray, su falta de habilidad y su indiferencia general nunca habían producido nada más que el cuadrado de cemento que era el patio y un rectángulo de césped para dar un toque de verde. No había arriates con plantas que los perros pudieran destrozar ni nada que pudieran roer. Era perfecto para hospedar a tres labradores negros revoltosos y había traído huesos de cuero nuevos, una bolsa de juguetes y un viejo balón de fútbol para asegurarse de que no se aburrieran durante las horas que pasaran aquí. Aquello le dejaba vía libre para cumplir su segundo propósito, que era entrar en casa de Ray. Tenía que entregar la comida y los cuencos de los perros y, como estaría dentro, se aseguraría de que su ex marido estaba cuidando de Pete de manera adecuada. Al fin y al cabo, Ray era un hombre y ¿qué sabía un hombre sobre cómo criar a un niño de catorce años? Nada, ¿verdad? Sólo una madre sabía qué era lo mejor para su hijo.