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Pete se la quitó de encima.

– No te rías. -Y se fue a su cuarto.

– Pete, vamos…

El chico no respondió, sino que cerró la puerta y la dejó mirando los paneles blancos. Podría haberle seguido, pero entró en el baño. No pudo contenerse de hacer una última comprobación, aunque sabía lo ridícula que era su actitud. Aquí, como en el resto de la casa, no había nada. Sólo los bártulos de Ray para afeitarse, toallas húmedas que colgaban torcidas en sus barras, una cortina de ducha azul cielo corrida para secarse en la bañera. Y en ésta, sólo una bandeja para jabones.

Debajo de la ventana del baño había un cesto de la ropa, pero no lo revisó, sino que se sentó en la tapa del váter y miró al suelo. No para examinar los azulejos en busca de pruebas de fechorías sexuales, sino para obligarse a parar y pensar en todas las ramificaciones de lo que había hecho.

Llevaba más de catorce años haciéndolo: pensar en las ramificaciones. Qué significaría quedarse con un hombre y tener a su hijo cuando día tras día no hacía más que repetirle que quería que pusiera fin al embarazo. «Un aborto, Beatrice. Hazlo ya. Ya hemos criado a nuestra hija. Ginny es mayor y ha dejado el nido y ahora es nuestro momento. No queremos este embarazo. Ha sido un error de cálculo estúpido y no tenemos que pagar por él el resto de nuestras vidas.»

Tenían planes, le dijo. Tenían cosas geniales y maravillosas que hacer ahora que Ginny era mayor. Sitios que visitar, monumentos que ver. «No quiero a este niño. Y tú tampoco. Una visita a la clínica y nos olvidamos.»

Era extraño pensar ahora en cómo la percepción que se tenía de una persona podía cambiar en un instante. Pero era lo que había ocurrido. Había mirado a Ray con unos ojos totalmente distintos. La pasión que puso el hombre encauzada a deshacerse de su hijo. Se había quedado fría, hasta lo más profundo de su ser.

Si bien lo que Ray había dicho era verdad -Bea descartó la idea de tener otro hijo cuando después de nacer Ginny pasó un tiempo razonable sin quedarse embarazada. Cuando Ginny fue a la universidad y se prometió, ella y Ray fueron libres para planear su futuro-, para ella no era una verdad inamovible. Nunca lo había sido, sino que se había convertido en algo que fue aceptando silenciosamente después de la decepción inicial. Pero no debía interpretarse como la decisión fundamental de su vida. No lograba aceptar que Ray hubiera llegado a creer que sí lo era.

Así que le dijo que se marchara. Lo hizo no para quitárselo de encima ni tampoco para obligarle a ver las cosas a su manera. Lo hizo porque pensaba que en realidad nunca había llegado a conocerlo. ¿Cómo podía conocerlo si lo que quería era poner fin a una vida que habían creado a partir del amor que sentían el uno por el otro?

Pero ¿contárselo a Pete? ¿Hacerle saber que su padre había deseado negarle su lugar en el mundo? No podía. Que se lo contara Ray si quería.

Fue al cuarto de su hijo. Llamó a la puerta. El niño no dijo nada, pero entró de todos modos. Estaba en el ordenador. Miraba la página del Arsenal, navegando por las fotografías de sus ídolos con una desgana que no era nada propia de él.

– ¿Y los deberes, cielo? -dijo Bea.

– Ya los he hecho -contestó él. Y luego, al cabo de un momento, añadió-: He sacado un sobresaliente en el examen de mates.

Bea se acercó a él y le dio un beso en la cabeza.

– Estoy muy orgullosa de ti -le dijo.

– Papá dice lo mismo.

– Porque es verdad. Los dos estamos orgullosos. Eres la luz de nuestras vidas, Pete.

– Me ha preguntado por esos tíos de Internet con los que quedas.

– Os habréis echado unas buenas risas -dijo ella-. ¿Le contaste que Dos se meó en la pierna de uno?

Pete gimoteó, era su concesión a una carcajada.

– Ese tío era un capullo. Dos lo sabía.

– Esa boca, Pete -murmuró Bea. Se quedó quieta un momento, mirando las fotografías del Arsenal que el niño seguía revisando-. Se acerca el Mundial -dijo innecesariamente. Lo último que Pete olvidaría eran sus planes para asistir a un partido del Mundial.

– Sí -musitó-. Se acerca el Mundial. ¿Podemos preguntarle a papá si quiere venir? Le gustará que se lo preguntemos.

Era algo sencillo, en realidad. Probablemente no iban a conseguir otra entrada, así que, ¿qué importaba si decía que sí?

– De acuerdo -contestó-. Se lo preguntaremos a papá. Puedes hacerlo esta noche cuando llegue a casa. -Le alisó el pelo y le dio otro beso en la cabeza-. ¿Estarás bien solo hasta que vuelva, Pete?

– Mamá… -Alargó muchísimo la última sílaba de la palabra. Decía: «No soy un bebé».

– Vale, vale. Me voy -dijo Bea.

– Hasta luego -respondió él-. Te quiero, mamá.

* * *

Regresó a Casvelyn. La panadería donde trabajaba Madlyn Angarrack no se encontraba muy lejos de la comisaría de policía, así que aparcó delante del edificio gris y achaparrado y fue a pie. El viento había arreciado, soplaba desde el noroeste y llevaba con él un frío que recordaba al invierno. El tiempo se mantendría así hasta finales de primavera, una estación que entraba despacio, a trancas y barrancas.

Casvelyn de Cornualles ocupaba un edificio blanco de aspecto agradable situado en la esquina de Burn View Lane, enfrente de St. Mevan Down. Bea llegó después de subir Queen Street, donde aún había compradores en las aceras y los coches todavía flanqueaban los bordillos a pesar de que la tarde estaba ya muy avanzada. Podría haber sido cualquier barrio comercial de cualquier pueblo del país, pensó Bea mientras lo recorría. Aquí, identificando las tiendas con su nombre, había los carteles de plástico omnipresentes y deprimentes colgados encima de las puertas y las ventanas. Debajo de éstas, estaban las madres cansadas empujando los cochecitos de sus bebés y los chicos con el uniforme del colegio fumando delante de un salón recreativo.

La panadería sólo se diferenciaba del resto de tiendas por el falso cartel Victoriano de madera. En el escaparate, las hileras de bandejas mostraban las empanadas doradas por las que era conocida. Dentro, dos chicas estaban metiendo algunas en sus cajas para un joven larguirucho que llevaba una sudadera con capucha con el lema Outer Bombora, Outta Sight impreso en la espalda.

Una de estas chicas sería Madlyn Angarrack, imaginó Bea. Decidió que tenía que ser la delgada, la de pelo oscuro. Era triste, pero la otra, inmensamente obesa y con granos en la cara, no parecía que hubiera podido convertirse en el objeto del deseo de un chico atractivo de dieciocho años.

Bea entró y esperó a que acabaran de atender al cliente, que les compró las últimas empanadas del día. Entonces preguntó por Madlyn Angarrack y la chica de pelo oscuro, como había sospechado, se identificó. La inspectora le mostró su placa y le preguntó si podían hablar. Madlyn se limpió las manos en el delantal a rayas, miró a su compañera, que parecía un poco demasiado interesada en el procedimiento, y dijo que hablaría con ella fuera. Cogió un anorak. Bea observó que no parecía sorprendida de recibir la visita de la policía.

– Sé lo de Santo, que lo asesinaron -dijo cuando estuvieron en la acera-. Me lo dijo Kerra, su hermana.

– Entonces no le sorprende que queramos hablar con usted.

– No me sorprende.

Madlyn no dio más información y esperó, como si estuviera perfectamente informada de sus derechos y quisiera ver cuánto sabía Bea y cuáles eran sus sospechas, si tenía alguna.

– Usted y Santo salían juntos.

– Santo era mi amante -le dijo Madlyn.

– ¿No le llamaba su novio?

Madlyn miró hacia la colina al otro lado de la calle. El viento, cada vez más fuerte, agitaba las amofilas y los elimos arenarios que crecían en el borde.

– Empezó siendo mi novio. Novio y novia, eso éramos. Quedábamos, salíamos por ahí, íbamos a surfear… Así lo conocí. Le enseñé a hacer surf. Pero luego nos convertimos en amantes, y lo llamo «amantes» porque eso éramos. Dos personas que se amaban y expresaban su amor a través del sexo.