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– Duele un poco oír la verdad, ¿no? Pues escucha más. Has pillado a tu madre con la guardia baja y ahora tienes la oportunidad que esperabas para cargártela. Sólo ves lo que quieres ver, Kerra, en lugar de lo que tienes delante de tus narices.

– ¿Y qué es?

– La verdad. El chico se ha dejado llevar por la música. Y has visto que estaba apartándole. Es un chaval que va caliente y ha visto su oportunidad, eso es lo que ha pasado. Así que lárgate de aquí con tus especulaciones desagradables y dedica tu tiempo a algo útil. -Dellen movió la cabeza de un modo que sirvió para agitar su melena a la vez que para desechar las conclusiones que su hija pudiera haber sacado. Luego, a pesar de sus anteriores palabras, decidió que no había dicho suficiente, así que añadió-: Le he ofrecido algo de comer. No tiene nada de malo, ¿no? No puedes desaprobarlo. Era más fácil que darle conversación a un chico que apenas conozco. Ha interpretado que la música era una especie de señal. Era sexy, como es siempre la música latina, y se ha contagiado…

– Cállate -dijo Kerra-. Las dos sabemos qué tenías en mente, así que no lo empeores fingiendo que el pobre Cadan intentó seducirte.

– ¿Así se llama? ¿Cadan?

– ¡Para!

Kerra entró en la cocina y avanzó hacia su madre. Vio que Dellen se había ocupado de su maquillaje como solía hacer: los labios más gruesos, los ojos violetas grandes, todo destacado como una modelo de pasarela, lo cual era una idiotez porque lo último que tenía Dellen Kerne era cuerpo de modelo de pasarela. Pero incluso se las había arreglado para lucir un físico seductor, porque lo que sabía y había sabido siempre era que los hombres de cualquier edad respondían a la voluptuosidad. Hoy llevaba el pañuelo rojo, los zapatos rojos, el cinturón rojo. Tanto color bastaba para formarse una opinión, pero su jersey era demasiado fino para la época y el cuello caía hacia delante, mostrando centímetros de escote, y sus pantalones abrazaban con fuerza sus caderas. Y por todo aquello, Kerra podía juzgarla y llegar a una conclusión, algo que hizo con una presteza nacida de años de experiencia.

– Lo he visto todo, mamá. Y eres una cerda. Una zorra, una mierda. Eres incluso peor. Santo está muerto y ni siquiera eso te detiene. Te brinda una excusa. Pobrecita de mí… Estoy sufriendo tanto… Pero un buen polvo hará que me olvide de todo. ¿Es eso lo que te dices a ti misma, mamá?

Dellen había retrocedido mientras Kerra avanzaba. Estaba con el trasero contra la encimera. Entonces, de repente, su estado de ánimo cambió. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

– Por favor -dijo-. Kerra, puedes ver… Es obvio que no soy yo misma. Tú sabes que hay veces… Lo sabes, Kerra… Y no significa que…

– ¡No digas eso, joder! -gritó Kerra-. Te has pasado años dando excusas y estoy harta de oír «tu mamá tiene problemas». ¿Sabes qué, mamá? Todos tenemos problemas. Y el mío está aquí en esta cocina, mirándome como un corderito camino al matadero. Todo inocencia y dolor y «mira lo que he tenido que sufrir», cuando lo único que has hecho es hacernos sufrir a nosotros. A papá, a mí, a Santo. A todos nosotros. Y ahora Santo está muerto y seguramente también es culpa tuya. Me pones enferma.

– ¿Cómo puedes decir…? Era mi hijo. -Dellen se echó a llorar. No eran lágrimas de cocodrilo, sino de verdad-. Santo -dijo sollozando-. Mi querido hijo.

– ¿Tu querido hijo? Ni se te ocurra empezar con eso. Vivo no significaba nada para ti, y yo tampoco. Éramos un obstáculo. Pero muerto Santo tiene mucho valor. Porque ahora puedes señalar su muerte y decir exactamente lo que has estado diciendo: «Es por lo de Santo. Es por esta tragedia que ha caído sobre nuestra familia». Pero no es la razón y nunca lo será, aunque es la excusa perfecta.

– ¡No me hables así! No sabes lo que he…

– ¿Qué? ¿No sé lo que has sufrido? ¿No sé lo que has sufrido durante años? ¿Es eso? ¿Porque todo esto ha sido por tu sufrimiento? ¿Lo de Stuart Mahler también fue por eso? ¿Por tu sufrimiento atroz, terrible, insoportable que nunca nadie puede comprender excepto tú?

– Para, Kerra. Por favor. Tienes que parar.

– Lo vi. No lo sabías, ¿verdad? Mi primer novio; y yo tenía trece años y ahí estabas tú, delante de él, con el top bajado y sin sujetador y…

– ¡No! ¡Eso no ocurrió nunca!

– En el jardín, mamá. Lo has borrado de tu memoria, ¿verdad?, con toda esta tragedia que estás viviendo ahora. -Kerra estaba rabiosa. Tanta energía recorría sus extremidades que no sabía si podría contenerla. Quería gritar y dar patadas en las paredes-. Deja que te la refresque, ¿vale?

– ¡No quiero escucharlo!

– Stuart Mahler, mamá. Tenía catorce años. Vino a casa. Era verano y estábamos escuchando música en el cenador. Nos besamos un poco. Ni siquiera lo hicimos con lengua porque éramos tan inocentes que no sabíamos qué hacíamos. Entré en casa a buscar bebidas y tartaletas de mermelada porque hacía calor y estábamos sudados y… no necesitaste más tiempo. ¿Te resulta familiar?

– Por favor, Kerra.

– No. Por favor, Dellen. Ése era el juego. Dellen hacía lo que le venía en gana y sigue haciéndolo. Y el resto de nosotros caminamos de puntillas por la casa porque nos da miedo que estalle otra vez.

– No soy responsable, ya lo sabes. Nunca he sido capaz… Hay cosas que no puedo…

Dellen se dio la vuelta, sollozando. Se inclinó sobre la encimera con los brazos extendidos. Su postura sugería sumisión y penitencia. Su hija podía hacer lo que quisiera con ella. La hebilla del cinturón, el flagelo, el azote, el látigo. ¿Qué importaba? «Castígame, castígame, hazme sufrir por mis pecados.»

Pero Kerra iba a guardarse de creerla a estas alturas. Demasiada agua había pasado ya por el molino de sus vidas y toda iba y siempre había ido en la misma dirección.

– Ni lo intentes -le dijo a su madre.

– Soy quien soy -dijo Dellen, llorando.

– Pues intenta ser otra persona.

* * *

Daidre intentó coger la cuenta de la cena, pero Lynley no pensaba consentirlo. No era únicamente que un caballero nunca dejaba que una dama pagara una comida que habían disfrutado juntos, le dijo, sino que también había cenado en su casa la noche anterior y si querían mantener el equilibrio entre ellos le tocaba a él hacerse cargo de la cena. Aunque ella no lo viera igual, no podía pedirle que pagara lo que apenas había ingerido en la posada Curlew Inn.

– Siento mucho lo de la cena -le dijo.

– No es culpa tuya que haya escogido eso, Thomas. Tendría que haber sido más lista y no pedir algo llamado «Sorpresa vegetariana».

Daidre había arrugado la nariz y luego se había reído al verlo; Lynley no podía culparla. Lo que le sirvieron era algo verde horneado en pan de molde, con una guarnición de arroz y verduras tan hervidas que apenas tenían color. Había bajado animosamente el arroz y la mezcla de verduras con el mejor vino de la posada Curlew Inn -un Chablis francés mediocre que no estaba lo bastante frío-, pero se había rendido tras dar un par de bocados al pan de molde.

– Estoy bastante llena -anunció alegremente-. Es muy graso, un poco como un pastel de queso.

Se quedó estupefacta cuando él no la creyó. Cuando Lynley le comentó que quería invitarla a una cena de verdad, ella le contestó que seguramente tendría que ser en Bristol, porque no era probable que en Cornualles existiera un lugar a la altura de sus estándares gastronómicos.

– Soy problemática para la comida. Tendría que ampliar mis horizontes al pescado, pero por algún motivo no lo consigo.

Se marcharon de la posada Curlew Inn y salieron a la calle, donde empezaba a caer la noche. Daidre hizo un comentario sobre el cambio de las estaciones, la manera sutil en que la luz del día comenzaba a alargarse a partir del solsticio de invierno en adelante. Dijo que nunca había entendido por que la gente odiaba tanto el invierno, ya que para ella era la estación más reconfortante.