– Lleva directamente a la renovación -dijo-. Eso me gusta. Siempre me ha sugerido perdón.
– ¿Necesitas que te perdonen?
Caminaban en dirección al coche alquilado de Lynley, que había dejado en el cruce de la calle principal y el sendero que bajaba a la playa. La miró bajo la luz tenue, esperando interpretar algo revelador en su respuesta.
– Todos lo necesitamos en algún sentido u otro, ¿no? -Utilizando aquello como introducción lógica, le contó entonces lo que había visto: a Ben Kerne en los brazos de una mujer que había supuesto que era su madre. Confesó que se había informado sobre el tema: había visitado a Ann Kerne, en efecto-. No sé si era perdón, naturalmente -concluyó-. Pero ha sido muy emotivo y el sentimiento era mutuo.
A cambio y porque le parecía justo, Lynley le dio algunos detalles de su visita al padre de Ben Kerne. No todos porque, al fin y al cabo, Daidre no estaba libre de sospecha y, a pesar de que le caía bien, sabía que no podía olvidar ese hecho. Así que se limitó a contarle el odio que Eddie Kerne sentía por la mujer de su hijo.
– Parece que ve a la señora Kerne como la raíz de todo lo malo que ha pasado en la vida de Ben.
– ¿Incluida la muerte de Santo?
– Supongo que también.
Debido a la conversación con el anciano Kerne, Lynley quería explorar las cuevas. Así que cuando estuvieron en el coche y hubo arrancado el motor no salió del pueblo, como dictaría la lógica, sino que bajó la pendiente que llevaba a la cala.
– Hay algo que quiero ver. Si prefieres quedarte en el coche…
– No. Me gustaría ir. -Daidre sonrió y añadió-: Nunca he visto trabajar a un policía.
– Se trata más de satisfacer mi curiosidad que de un trabajo policial.
– Imagino que la mayoría de las veces es lo mismo.
Cuando pensó en ello, Lynley no pudo disentir. En el aparcamiento, estacionó junto a un muro bajo que parecía recién construido, igual que la caseta de granito para los botes salvavidas, que se encontraba cerca con una boya de rescate alargada al lado. Lynley se bajó del coche y miró los acantilados que formaban una herradura alrededor de la cala. Eran altos, con afloramientos como dientes rotos, y caer desde arriba seguramente resultaría fatídico. Encima había casas y cabañas con luces encendidas en la penumbra. En la zona más al sur del acantilado, la casa más grande de todas declaraba la riqueza impresionante de alguien.
Daidre rodeó el coche y se unió a él.
– ¿Qué hemos venido a ver?
Se cerró más el abrigo. El viento era fresco.
– Las cuevas -contestó Lynley.
– ¿Aquí hay cuevas? ¿Dónde?
– En la parte de los acantilados que toca al agua. Se puede entrar cuando la marea está baja, pero cuando está alta, quedan sumergidas, al menos en parte.
Daidre se subió al muro y miró hacia el mar.
– Esto se me da fatal, lo cual es patético para alguien que pasa la mayor parte del tiempo en la costa. Yo diría que está subiendo o bajando, pero en cualquier caso, no supone una gran diferencia porque está a bastante distancia de la orilla. -Entonces lo miró y dijo-: ¿Te sirve de algo?
– No mucho -respondió él.
– Me lo imaginaba.
Daidre saltó al otro lado del muro. Lynley la siguió.
Como muchas otras playas de Cornualles, ésta empezaba con rocas grandes y alisadas una encima de la otra cerca del aparcamiento. La mayoría eran de granito, con lava mezclada, y las vetas claras ofrecían un testimonio silencioso de la naturaleza inimaginable antes líquida de algo que ahora era sólido. Lynley alargó la mano para ayudar a Daidre a bajar. Juntos, descendieron con cuidado hasta llegar a la arena.
– Está bajando -le dijo-. Sería mi primera deducción.
Daidre se detuvo y frunció el ceño. Miró a su alrededor como para entender cómo había llegado a esa conclusión.
– Ah, sí, ya veo -dijo al final-. No hay pisadas, pero podría ser por el clima, ¿verdad? Hace mal tiempo para ir a la playa.
– Sí. Pero mira los charcos al pie de los acantilados.
– ¿No los hay siempre?
– Seguramente. Sobre todo en esta época del año. Pero las rocas que hay detrás no estarían mojadas y lo están. Las luces de las casas se reflejan en ellas.
– Impresionante -dijo Daidre.
– Elemental -fue su réplica.
Caminaron por la arena. Estaba bastante blanda, lo que informó a Lynley de que deberían tener cuidado. Las arenas movedizas no eran extrañas en la costa, en especial en lugares como éste, donde el mar retrocedía una distancia considerable.
La cala se ensanchaba unos cien metros desde las rocas. En este punto, cuando la marea estaba baja, aparecía una playa magnífica en ambas direcciones. Dieron la espalda al mar cuando los acantilados quedaron detrás de ellos. Entonces, fue sencillo ver las cuevas.
Formaban un cráter en los acantilados que daban al agua, cavidades más oscuras contra la piedra oscura, como huellas manchadas, y dos de ellas eran enormes.
– Ah -dijo Lynley.
– No tenía ni idea -dijo Daidre, y juntos se aproximaron a la mayor, una caverna al pie del acantilado sobre el que habían construido la casa más grande.
La apertura de la cueva parecía tener unos nueve metros de altura y era estrecha e irregular, como una cerradura boca abajo, con un umbral de pizarra veteado de cuarzo. Dentro reinaba la penumbra, pero no la oscuridad, ya que hacia el fondo de la cueva se filtraba una luz débil procedente de una chimenea que la acción geológica de millones de años había excavado en el acantilado. Aun así, resultó difícil distinguir las paredes hasta que Daidre sacó un librito de cerillas de su bolso y le dijo a Lynley, encogiéndose de hombros y avergonzada:
– Lo siento, chicas exploradoras. También llevo una navaja suiza, por si la necesitas. Y tiritas.
– Es un consuelo -le dijo él-. Al menos uno de los dos ha venido preparado.
La luz de una cerilla les mostró al principio lo mucho que la marea afectaba a la cueva, porque centenares de miles de moluscos del tamaño de chinchetas colgaban de las paredes rugosas y veteadas, que aún eran más rugosas a unos dos metros de altura como mínimo. Los mejillones formaban racimos negros debajo de ellos e, intercalados entre estos racimos, conchas multicolores adornaban las paredes.
Cuando la cerilla empezó a apagarse, Lynley encendió otra. Él y Daidre fueron adentrándose en la cueva, agarrándose a las piedras a medida que el suelo se elevaba ligeramente, una característica que permitía que el agua retrocediera cuando bajaba la marea. Llegaron a un hueco poco profundo, luego a otro, donde el agua goteaba con un sonido rítmico e incesante. El olor que impregnaba el lugar era absolutamente primitivo. Aquí dentro resultaba muy fácil imaginar que la vida procedía del mar.
– Es maravilloso, ¿verdad? -Daidre habló en voz muy baja.
Lynley no contestó. Había estado pensando en los innumerables usos que un sitio así habría tenido a lo largo de los siglos, desde escondrijos para contrabando a lugar de citas para amantes; desde juegos de piratas a refugio de tormentas repentinas. Pero para utilizar la cueva, había que entender la marea, porque estar en la inopia respecto a las acciones del mar era tentar a una muerte segura.
Daidre permaneció en silencio junto a él mientras la cerilla se apagaba y encendía otra. Lynley imaginó al chico atrapado aquí, en esta cueva o en otra parecida. Borracho, drogado, posiblemente inconsciente y, si no inconsciente, durmiendo la mona. A fin de cuentas, no importaba. Si estaba a oscuras y se había adentrado mucho, cuando la marea subió seguramente no supo qué camino coger para intentar escapar.
– ¿Thomas?
La llama parpadeó cuando se giró hacia Daidre Trahair. La luz iluminó su rostro. Un mechón de pelo se había soltado del pasador que utilizaba para sujetárselo y caía sobre su mejilla, curvándose en sus labios. Sin pensarlo, Lynley se lo apartó de la boca. Sus ojos -inusitadamente marrones como los de él- parecieron oscurecerse.