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De repente, pensó en qué significaba un momento como aquél. La cueva, la luz tenue, el hombre y la mujer cerca el uno del otro. No era una traición, sino una afirmación. La conciencia de que, de algún modo, la vida continuaba.

La cerilla se consumió hasta sus dedos. La tiró deprisa. El instante pasó y pensó en Helen. Notó una punzada de dolor en su interior porque no lograba recordar lo que este momento exigía claramente que recordara: ¿Cuándo había besado a Helen por primera vez?

No se acordaba y, lo que era peor, no sabía por qué no se acordaba. Se habían conocido muchos años antes de casarse, porque la vio por primera vez cuando ella fue a Cornualles en compañía del mejor amigo de él durante unas vacaciones de la universidad. Tal vez la hubiera besado entonces, un roce ligero en los labios para despedirse al final de aquella visita, un «encantado de conocerte» que no significó nada entonces, pero que ahora lo significaba todo. Porque era fundamental en aquel momento que recordara cada detalle de Helen en su vida. Era la única manera de mantenerla a su lado y luchar contra el vacío. Y ése era el objetivo: luchar contra el vacío. Si flotaba en él, sabía que estaría perdido.

– Deberíamos irnos -le dijo a Daidre Trahair, que sólo era una silueta en la penumbra-. ¿Nos guías?

– Por supuesto -dijo-. No debería ser difícil.

Encontró la salida con seguridad, una mano moviéndose ligeramente por encima de los moluscos de la pared. Él la siguió, el corazón le latía detrás de los ojos. Creía que debía decir algo sobre el momento que había habido entre ellos para darle algún tipo de explicación a Daidre. Pero le faltaban las palabras y aunque hubiera poseído el vocabulario necesario para expresar el nivel de dolor y pérdida que sentía, no habrían sido necesarias. Fue ella quien rompió el silencio y lo hizo cuando salieron de la cueva y emprendieron el camino de regreso al coche.

– Háblame de tu mujer, Thomas -dijo.

Capítulo 16

A la mañana siguiente, Lynley se descubrió tarareando en la ducha. El agua le resbalaba por el pelo y la espalda e iba por la mitad del vals de La bella durmiente de Chaikovski cuando paró bruscamente y se percató de lo que estaba haciendo. Sintió que lo invadía la culpa, pero sólo fue un momento. Lo que siguió fue un recuerdo de Helen, el primero que le hacía sonreír después de su muerte. Tenía un oído nefasto para la música, salvo para una pieza de Mozart que reconocía a menudo y con orgullo. Cuando escuchó La bella durmiente con él por primera vez, dijo:

– ¡Walt Disney! Tommy, ¿cuándo demonios has empezado a escuchar música de Disney? No parece nada propio de ti.

Él la había mirado perplejo hasta que estableció la relación con la película antigua de dibujos animados, que comprendió que Helen habría visto cuando había ido a visitar a sus sobrinos hacía poco.

– Walt Disney se la robó a Chaikovski, cariño -dijo él.

– ¡No me digas! ¿Chaikovski también escribió la letra?

Y Lynley levantó la cabeza hacia el techo y se rió. Ella no se ofendió. Nunca había sido su estilo. Se llevó una mano a los labios y dijo:

– He vuelto a hacerlo, ¿verdad? ¿Lo ves? Por eso tengo que seguir comprando zapatos. Meto tanto la pata que acabo destrozándolos.

Era una mujer imposible, pensó Lynley. Encantadora, preciosa, exasperante, desternillante. Y sabia. En el fondo, sabia de un modo que él no habría creído posible. Sabia en cuanto a él y a todo lo que era fundamental e importante entre ellos. La echó de menos en ese momento, pero también le rindió homenaje.

Con aquello sintió un ligero cambio en su interior, el primero que se producía desde el asesinato de Helen.

Reanudó su tarareo mientras se secaba. Seguía tarareando, la toalla atada en la cintura, cuando abrió la puerta.

Y se encontró cara a cara con la sargento Barbara Havers.

– Dios mío -dijo.

– Me han llamado cosas peores -dijo ella. Se rascó la mata de pelo mal cortado y despeinado-. ¿Siempre está tan alegre antes de desayunar, señor? Porque si es que sí, es la última vez que comparto baño con usted.

Por un momento sólo pudo quedarse mirándola, tan poco preparado estaba para ver a su ex compañera. Llevaba unos calcetines gruesos azul cielo en lugar de pantuflas y un pijama de franela rosa con dibujos de discos de vinilo, notas musicales y la frase Seguro que en mi vida aparecerá un amor como el tuyo. Pareció darse cuenta de que estaba examinando su atuendo porque refiriéndose a él dijo:

– Ah. Fue un regalo de Winston.

– ¿Los calcetines o lo otro?

– Lo otro. Lo vio en un catálogo. Me dijo que no había podido resistirse.

– Tendré que hablar con el sargento Nkata para que controle sus impulsos.

Ella se rió.

– Sabía que le encantaría si lo veía alguna vez.

– Havers, la palabra «encantar» no hace justicia a mis sentimientos.

La sargento señaló el baño con la cabeza.

– ¿Ha acabado con sus quehaceres matutinos ahí dentro?

Lynley se apartó.

– Adelante.

Ella pasó a su lado y se detuvo antes de cerrar la puerta.

– ¿Un té? -dijo-. ¿Un café?

– Pasa por mi habitación.

Cuando la sargento llegó, vestida para la jornada, Lynley ya estaba listo. Ya se había arreglado y había preparado el té -no estaba tan desesperado como para tomar café instantáneo- cuando Havers llamó a la puerta y dijo, innecesariamente:

– Soy yo.

Lynley abrió. Ella miró a su alrededor y comentó:

– Veo que ha exigido la habitación más elegante. A mí me han dado una que antes era la buhardilla. Me siento como Cenicienta antes de ponerse el zapatito de cristal.

Él levantó la tetera de latón. Ella asintió y se dejó caer en la cama, que Lynley había hecho. Retiró el viejo cubrecama de felpilla y examinó el trabajo.

– Esquinas de hospital -señaló-. Bien, señor. ¿Lo aprendió en Eton o en algún otro momento de su accidentado pasado?

– De mi madre -contestó-. Consideraba que hacer bien la cama y utilizar la mantelería adecuada eran esenciales en la educación de un niño. ¿Añado leche y azúcar o quieres hacer tú los honores?

– Puede hacerlo usted. Me gusta la idea de que me sirva. Es la primera vez y tal vez sea la última, así que creo que lo disfrutaré.

Lynley le entregó el té adulterado, se sirvió el suyo y se sentó con ella en la cama porque no había ninguna silla.

– ¿Qué haces aquí, Havers? -le preguntó.

La sargento señaló la habitación con la taza de té.

– Me ha invitado, ¿no?

– Ya sabes a qué me refiero.

– Quería información sobre Daidre Trahair.

– Que podrías haberme proporcionado tranquilamente por teléfono. -Pensó en aquello y recordó su conversación-. Ibas conduciendo cuando te llamé al móvil. ¿Venías hacia aquí?

– Sí.

– Barbara… -Su tono era una advertencia: no te metas en mi vida.

– No se haga ilusiones, comisario.

– Tommy. O Thomas. O lo que sea. Pero comisario no.

– ¿Tommy? ¿Thomas? Creo que no. ¿Le parece bien que le llame «señor»? -Cuando Lynley se encogió de hombros, continuó-: Bien. La inspectora Hannaford no tiene ningún agente del equipo de investigación criminal trabajando en el caso. Cuando llamó a la Met para identificarle, explicó la situación. Estoy aquí de prestado.

– ¿Y eso es todo?

– Es todo.

Lynley la miró sin alterarse. Su rostro carecía de expresión, una cara de póquer admirable que podría engañar a alguien que no la conociera tan bien como él.

– ¿De verdad quieres que me lo crea, Barbara?

– Señor, no hay nada más que creer.

Se sostuvieron la mirada para ver quién la apartaba antes. Pero no iban a sacar nada de aquello. Havers había trabajado demasiado tiempo con él como para sentirse intimidada por cualquier implicación que flotara en el silencio.