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Daidre veía todo esto y al mismo tiempo no veía nada. Se descubrió pensando en un lugar totalmente distinto, en la costa que había al otro lado de la que estaba contemplando ahora.

Se encontraba cerca de Lamorna Cove, había dicho él. La casa y la finca en la que se hallaba la casa estaban en un lugar llamado Howenstow. Había dicho -con evidente incomodidad- que no tenía ni idea de dónde procedía el nombre del lugar y gracias a esta admisión Daidre llegó a la conclusión, incorrecta o no, de que se sentía en paz con la vida en la que había nacido. Su familia había ocupado la casa y las tierras durante más de doscientos cincuenta años y, al parecer, nunca habían tenido la necesidad de saber nada más excepto que eran suyas: una estructura jacobea en la que se había casado un antepasado lejano, el hijo menor de un barón que se emparejó con la única hija de un conde.

– Seguramente mi madre podría contártelo todo sobre la vieja mansión -había dicho-. Mi hermana también. Mi hermano y yo… Me temo que los dos suspendemos en historia familiar. Si no fuera por Judith, mi hermana, probablemente no sabría ni cómo se llamaban mis bisabuelos. ¿Y tú?

– Supongo que tuve bisabuelos en algún momento -contestó ella-. A menos, por supuesto, que naciera de una concha como Venus. Pero no es muy probable, ¿verdad? Creo que recordaría una entrada tan espectacular.

¿Y cómo era?, se preguntó. ¿Cómo fue? Se imaginó a su madre en una cama dorada espléndida, con criados a ambos lados secándole suavemente la cara con pañuelos empapados en agua de rosas mientras se esforzaba por dar a luz a su querido hijo. Fuegos artificiales por la llegada de un heredero y los arrendatarios saludando con una reverencia y alzando sus jarras de cerveza casera a medida que corría la noticia. Sabía que la imagen era absolutamente absurda, como si Thomas Hardy apareciera en un gag de los Monty Python, pero no podía quitársela de la cabeza, por muy estúpida y tonta que fuera. Al final se maldijo a sí misma y cogió la postal que había cogido de la cabaña. Salió del coche a la brisa fresca.

Encontró una piedra adecuada justo en el arcén de la B3297. La roca no pesaba mucho y no estaba medio enterrada, lo que facilitó levantarla. La llevó al cruce triangular de la carretera y el sendero, y dejó la piedra en el suelo en el vértice de este triángulo. Luego la inclinó y colocó la postal de la caravana gitana debajo. Ya estaba lista para reanudar su viaje.

Capítulo 17

El último comentario que Tammy le soltó antes de bajarse del coche en Casvelyn fue:

– No entiendes nada, yayo. No me extraña que todo el mundo te dejara.

Parecía más triste que enfadada, lo que había hecho más difícil que Selevan Penrule contraatacara con una grosería. Le habría gustado lanzar dardo y ver si daba en el blanco, con la satisfacción que nace de la larga experiencia en el campo de la guerra verbal, pero algo en sus ojos se lo había impedido, a pesar del dolor que le causó su bala de despedida. Tal vez, pensó, estaba perdiendo facultades. Eso o la chica estaba ganándose un lugar en su corazón. Detestaba pensar que podía ser eso.

La había consolado cuando iban de camino a la tienda de surf Clean Barrel y estaba orgulloso de haber controlado el impulso de enfrentarse a ella la tarde anterior. No le gustaban los secretos y odiaba las mentiras. Que Tammy tuviera secretos y dijera mentiras lo inquietaba más de lo que quería reconocer. Porque a pesar de su ropa, conducta, nutrición e intenciones extrañas, la chica le caía bien y quería pensar que era distinta al resto de adolescentes furtivos del mundo, que llevaban vidas clandestinas que parecían definidas por el sexo, las drogas y la mutilación física.

Había creído que así era, que poseía una diferencia fundamental respecto a los otros chicos de su edad. Pero entonces encontró el sobre debajo de su colchón cuando fue a cambiar las sábanas y al leer el contenido supo que, en realidad, era exactamente igual que sus coetáneos. Cualquier progreso que creyera que había logrado con ella no era más que una farsa.

En algunas situaciones, saberlo no le habría molestado. No iba a pasar nada inmediatamente, así que podía intensificar sus esfuerzos y, con el tiempo, conseguir que se doblegara ante su voluntad… Y también ante la de sus padres. Pero el problema de creer eso estribaba en que la madre de Tammy no era una mujer conocida por su paciencia. Quería resultados y, si no los obtenía, Selevan sabía que la temporada de su nieta en Cornualles llegaría a su fin.

Cogió el sobre que había encontrado debajo del colchón y lo dejó en el salpicadero del coche mientras iban al pueblo. Ella lo vio y luego lo miró a él. Y la condenada tomó la ofensiva.

– Registras mis cosas cuando no estoy en casa -dijo, y cualquiera hubiera dicho que era un espíritu herido de muerte-. Es lo que le hiciste a la tía Nan, ¿verdad?

Selevan no estaba dispuesto a enzarzarse en una discusión sobre su hija y el gamberro inútil con quien llevaba veintiún años de «supuesta» felicidad conyugal.

– No conviertas esto en un tema sobre tu tía, niña -le contestó-. Dime de qué va esta tontería.

– No toleras a nadie que no esté de acuerdo contigo, yayo, y papá es exactamente igual que tú. Si algo no forma parte de tu experiencia, no interesa o es malo; diabólico, incluso. Pues esto no es diabólico. Es lo que quiero y si ni tú, ni papá, ni mamá podéis ver que es justo la respuesta que necesita todo este maldito mundo para dejar de ser como es…

Cogió el sobre y lo metió en su mochila. Selevan pensó en arrebatárselo y tirarlo por la ventanilla, pero ¿qué sentido habría tenido? Podía conseguir otro del mismo lugar de donde había sacado éste. Su voz sonó distinta cuando volvió a hablar. Parecía agitada, la víctima de una traición.

– Creía que lo entendías. Y en cualquier caso, no pensaba que fueras la clase de persona que husmea en las cosas de los demás.

Aquello enfureció bastante a Selevan. Él la había traicionado a ella, ¿no? Era ella la que le escondía la correspondencia, y no al revés. Cuando su madre llamó desde África y Tammy fue el tema de conversación, él no se lo ocultó y no hablaron en clave. Así que estaba totalmente fuera de lugar que se sintiera agraviada.

– Escúchame bien -comenzó Selevan.

– No -dijo ella-. No hasta que tú también empieces a escucharme.

Eso fue todo hasta que abrió la puerta del coche en Casvelyn. Hizo sus últimos comentarios y entró en la tienda. En otro momento la habría seguido. Ningún hijo suyo le había hablado nunca de esa forma sin probar luego la correa, el cinturón, la palmeta o la palma de su mano. El problema era que Tammy no era hija suya. Los separaba una generación dañada y los dos sabían quién había infligido las heridas.

Así que la dejó marchar y regresó al Sea Dreams acongojado. Limpió un poco y se preparó un segundo desayuno de judías y tostadas, con la esperanza de que tener el estómago más lleno curaría su irritación. Lo llevó a la mesa y comió, pero siguió sintiéndose mal.

El ruido de la puerta de un coche que se cerraba distrajo a Selevan de su sufrimiento. Miró por la ventana y vio que Jago Reeth abría la puerta de su caravana mientras Madlyn Angarrack se acercaba a él. Jago bajó las escaleras y extendió los brazos. Madlyn acudió a ellos y Jago le dio unas palmaditas primero en la espalda y luego en la cabeza. Entraron en la caravana mientras Madlyn se secaba los ojos en la manga de la camisa de franela de Jago.