– Dios te hizo, sin embargo -admitió Cebadón un poco corrido- más discreto y agudo que ninguno de nosotros.
– Así puede ser. Pero ¿has visto tú a alguien que coma su pan por discreto? ¿A cuántos conoces tú que por agudo y gracioso le den gratis el vino? ¿Respeta la muerte más al listo que al zoquete? Haces mal en quejarte, Cebadón. Echa cuenta de que estás bien, y que podrías estar mucho peor.
– Y mejor. No me resigno a acabar mis días como los empecé, en un chozo. Y ahora se me presenta la ocasión de mejorarme para siempre.
– ¿Cómo? ¿Te vas a América, te marchas a la milicia, va a tomarte un cardenal como criado, alguien principal ha reconocido en su lecho de muerte haberse acostado con tu madre y haberte engendrado?
– Nada de esto, sino que la suerte se me ha entrado por la ventana y se llama Antonia. Y ya has oído aquello de al buen día mételo en casa.
– ¿La sobrina del señor Quijano? Además de necio estás tan loco como su tío si crees que esa moza zahareña va a filarse en un azacán como tú, por mucho que se apague el sol cuando sales con las ovejas. Hazme caso, cásate con una igual y no tendrás rival, y ya sabes que en casa de mujer rica, ella manda siempre y tú nunca. ¿Quieres tener vida regalada o en paz, prefieres andar a diario en grandes disputas por un faisán o vivir apaciblemente con tus sopas de ajo? Y dime, ¿crees tú que una mujer hermosa ha de amar a uno feo, porque éste la ama? ¿Amaría él a otra más fea, porque lo amaba?; Amarías tú a una fea, sólo porque te amara viéndote tan hermoso? ¿Vas a decirme que Antonia te querrá por pobre sólo porque tú la escás queriendo por rica?
No le hizo el menor caso Juan Cebadón a su sabio amigo Juan Montes; todo lo contrario. Le pareció un desafío someter a aquella hembra tan capitana, y se propuso no cejar hasta hacerla suya.
«O mía o muerta», repetía alegremente, como silbando. Y de ese modo buscaba andar cerca de donde estaba Antonia, a la que rondaba con curvas de jineta.
El ama Quiteria, por vieja, husmeó en el aire el peligro, solo que no acertó a ver de dónde provenía.
Al día siguiente de la tercera visita del escribano, se presentó la ocasión al mozo. Justamente la mañana en que no estaba Quiteria en casa.;Lo tenía ya planeado para ese día o fue ese día, viéndose solo en casa con Antonia, el que le dio la idea?
Ya había Cebadón ordeñado las cabras y, como se lo había ordenado la víspera la sobrina, fue a llevarle la leche a la cocina, donde la esperaba, pues pensaba hacer unos quesos. No había nadie más en la casa que ellos dos, la sobrina y el mozo, ni se esperaba a nadie. Quiteria había salido antes de amanecer hacia su pueblo, y ésa fue también gran novedad. Sin anunciarlo, la noche antes, se lo comunicó a Antonia: «Mañana, si no mandas otra cosa, me voy a mi pueblo. Por la tarde estaré de vuelta», le informó. Y lo dio por hecho, porque Quiteria, que no pedía tales asuetos al tío, consideró que no tenía por qué pedírselos a la sobrina. Pasaría el día visitando a su madre y a sus hermanos y sobrinos.
Supo Cebadón que acaso no se le presentase mejor coyuntura en toda su vida, cuando la víspera Quiteria le ordenó que madrugase para ponerle la albarda a la burra, porque pensaba irse a su pueblo.
Se encontró Cebadón a Antonia majando en un mortero un cardo para cuajar la leche, distraída, pensando en su secreto, cuando le vino el mozo con el suyo.
– Antonia -le dijo, dejando en el suelo la colodra y pasándose la palma por el jubón, para limpiársela-. Lo que tú decidas, ése será el veredicto que voy a acatar como si me lo mandara el mismo rey.
Pero Antonia no era amiga de tener coloquios con sus gañanes, y le atajó sin contemplaciones.
– Mira, Juan, hoy voy más retrasada que nunca porque Quiteria se ha ido, y no sé a qué veredictos te refieres. Di lo que tengas que decir, rápido, y márchate a tus labores, que desde que murió mi señor tío parece que ésta es la casa de la solfa.
El tono desabrido de la muchacha no desanimó al mozo.
– Es como si se te pegara algo de la condición de esos cardos cuando hablas conmigo, que parece que tienes palabras amables para todo el mundo menos para quien bien te sirve y mucho más te serviría si tú se lo pidieses. Sé muy bien que por cuna y por fortuna tú aspiras a más altos vuelos. Y no descarto que hayas puesto los ojos en quien siendo rico te saque de estos apuros que sufres, aunque te sé decir que no encontrarás en toda la Mancha nadie que defendiera lo tuyo con colmillos más afilados ni que te quiera mejor que yo ni céfiro que más blandamente sople que yo, y si me dejaras trastearte como mi rabel había de sacar yo de ti sones más dulces que la miel.
– Ay, Jesús -exclamó Antonia con enfado-. ¿Y desde cuándo se gastan esos modos de apearle el tratamiento a la señora de la casa, señor faquín? ¡Y que nos ha salido poeta el cabrero! De tanto cantar romances se te han pegado los usos de los galanes, señor mío. Mira que no estoy para andar en adivinanzas Juan Cebaden, de modo que si lo que acabas de decir no es un requiebro en toda regla, yo soy becerra y pido teta. Vamos a dejarlo, Juan, en este punto, y no sigas por ese camino que te despeñarás, porque como tú bien dices, no está bien que dos tan desiguales fortunas se junten, porque tarde o temprano uno de los dos iba a sentirse desgraciado por eso, y lo mismo da que se rompa el cántaro con la piedra que la piedra rompa el cántaro, en cualquier caso, mal para el cántaro, y tú me entiendes. Que otra más destemplada que yo y menos fingida, mandaría ahora mismo darte de azotes por esa desfachatez de hablarme como lo has hecho. Vete, y déjame hacer lo mío, y haz lo tuyo bien y hayamos la fiesta en paz. Ésta va a ser la primera y última vez que tú y yo tratemos de un negocio que tanto me enoja. Así que ya sabes, aire, y cada oveja vaya con su pareja, y de ovejas sabes tú de sobra.
En el tono de aquella respuesta apreció Juan Cebadón ecos espumosos que le hicieron decir para sí: «Tate, muchacha; para respuesta, es demasiado larga, para tajo, muy insistido; a ti no te disgusta el peligro de estos cerros ni las palabras picantes. De lo contrario no te brillarían los ojos. Yo sé mucho de ojos, y los tuyos brillan como tú misma no te puedes imaginar». Así que animado por ello, y haciendo poco caso a su joven ama, que lo acababa de rechazar, insistió el mozo.
– Muchas querrían haber oído lo que sólo a ti podría decirte.
Acogió Antonia aquella salida de su gañán con una carcajada demasiado estentórea para no parecer teatral.
Cebadón pensó: «Ya has caído, ya has mordido el anzuelo. Te ha gustado saberte preferida a las otras mujeres. Ahora sólo es cuestión de tiempo, pero te veré en la orilla, sobre las piedras, dando las boqueadas».
La juventud de Cebadón conocía ya resortes que otros, más, viejos, no llegan a conocer en toda su vida, y advirtió que
Antonia no era tan corta que no se sintiera halagada viéndose cortejada por el mayor galán de la comarca, y bien por vanidad, bien por curiosidad, bien por andar aquellos días tan agobiada y sin sosieeo con las calculadas rondan del escribano. hizo Antonia lo que acaso no debiera haber hecho, que fue entrar en aquella danza de enredarse con las palabras.
Y allí, con la gran mesa de la cocina de por medio entre los dos, empezaron a bailar de unos labios a otros una zarabanda de sobrentendidos, que se encendían en el aire como las pavesas y le abrasaban en vergüenza las mejillas.
Aquel fuego ya no iba a poder apagarlo nadie. El color encendido en el rostro de la doncella, el brillo de sus ojos y su sonrisa, le hicieron sentenciar para su coleto al joven, que de mujeres sabía lo suyo: «Te has delatado, corza mía. Sé quién eres, a mí no me engañas. Te oiré suplicar antes de lo que te imaginas».
Y así, en aquel saleroso toma y daca lleno de dobles sentidos, chocarrerías y galanteos, se llegó a la frase fatídica que pronunció la joven:
– No te sabía yo tan descarado, Juan Cebadón, ni que tuvieses la osadía de abordarme sabiendo que estamos solos tú y yo en la casa.