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– ¿Es el bachiller Sansón entonces?

– Cada vez que oigo-su nombre me siento morir. ¿Qué tiene que no tengan otros? Quiteria, ¿en qué es Sansón distinto a un Pedro, a un Tirso, a un Julián, a un Roque? ¿Que tienen las letras que forman el nombre de Sansón en ese orden, que no tengan los otros? ¿Por qué me suenan a nautas y churumbelas? ¿Qué tiene que si lo oigo en sueños me despierto sobresaltada y cuando estoy despierta me llama al sueño y al sonsueño? Ese nombre es la dulce playa para un náufrago, la aurora del enfermo que ha penado de noche, la luz lejana del caminante que va descaminado, el alivio del triste, la fuente del sediento, el rosal del ermitaño, la sonrisa del niño para la soledad del viejo y el bálsamo para el herido, y todas esas cosas juntas. No entiendo cómo la gente lo trae a los labios, y no desfallece como me pasa a mí. Para mi ese nombre es la puerta del Paraíso, es un jardín cerrado, es todo un coro de ángeles, arcángeles, potestades y dominaciones. ¿Cómo es posible que al oírlo las nieblas se disipen, y se amansen las fieras de los montes, y amanezca escampado y rían los torrentes entre los lirios? Es esa S la voluta del pebetero donde se quema la mirra de los deseos, y en la A me figuro la escala que yo le arrojaría desde mi aposento, como hizo la infeliz Melibea. – Por él me mataría, por él, si me lo diera, bebería todos los venenos de la tierra. No habría secreto en mi corazón que no se abriese con la ganzúa de su N ni cepos y grilletes que yo llevara con más gusto si él me los pusiere con aquella S segunda que lleva. Y en su O me miro yo como si hablase a un pozo, por ver si me responde el eco cuando allá a lo hondo lanzo mis voces preguntando si me amará algún día. Y cuando al fin llego a esa N última, me desespero toda porque leo en ella, como en viscera de un ánade, el funesto presagio de los Noes que responden a gritos. Sansón, Sansón, Sansón, ay triste son de dulce son, qué dulce sonecito, y no me cansaría nunca de decir tal nombre a falta de otra medicina, y así lo tomo, como sello de boticario. Lo haría publicar en pliegos, porque el mundo viese lo hermoso de su fábrica, y lo sembraría a todo viento como el sutil vilano para que llevase la noticia desde el trópico al húmedo y sombrío Septentrión. Quiteria, qué desdichada soy. Quiteria, quiero morirme.

– ¡ Ay, Dios mío, Antonia! Que me ha parecido estar oyendo a tu tío, que en paz descanse. Que se levantaba lo mismo que tú cuando hablaba de esas cosas. ¿Y cómo habláis de la misma manera, que parece que le estoy oyendo a él! ¿Quién te ha enseñado a decir estos dechados, cuando nunca quisiste tomar sus lecciones? No entiendo de letras y no sé leer, pero qué primores tan boniticos, Antonia, pero qué miedo me da que en ti también se empiquen los pájaros de la locura, y no dejen en tu cabeza un solo grano de entendimiento, como hacen los gorriones en las eras.

– ¡Y qué pinta aquí mi do, déjalo! ¡El era él, y yo soy yo!

– No, Antonia. ¡Qué falta nos haría el señor Quijano! ¡Y cómo concertaría él esa boda en un abrir y cerrar de ojos! ¡Cómo no iba el bachillerillo a querer ser tu esposo! ¿No te has dado cuenta del fuego que le sale de los ojos cuando te mira?

– Cuida bien lo que dices, Quiteria -le dijo Antonia-, no seas lisonjera, no me des un jarabe sólo porque es dulce, si me trae la muerte, no quieras traerme esperanzas por quitarme una pena, que aún podía ser peor el remedio que el mal. ¿Le has visto tú mirarme como dices o son sólo figuraciones tuyas? Porque yo no he visto nada, sino su inopia. En mala hora me enamoré de él. Si tú dices que mi tío se enamoró de oídas, yo debí de enamorarme a ciegas, porque casi ni lo he visto en estos años, siempre en Salamanca él y yo aquí esperando su regreso. Y ahí no para la cosa, porque todo este tiempo que le hemos visto y tratado, por más que me he insinuado y le he dado a entender de mil maneras que le quería, al derecho y al revés, rayando a veces en la indiscreción, el hombre sólo parece pensar en sus libros y sus correrías, que se diría que donde mejor está siempre es por ahí, o buscando a los que se marchan o marchándose donde no le busquen, y bien sabe el cielo que ahora no lo digo por ti.

– Ojalá, Antonia, todas las tribulaciones fuesen como esa cuya. Porque bastaría que sus padres conocieran tus intenciones, para que quisieran juntar vuestras dos fortunas, y más ahora que ya les ha anunciado que dejará la sotana. Si el señor Tomé Carrasco es como sabemos, querrá casarlo cuanto antes para sujetarlo aquí, y, con las hijas fuera, habrá creído que gana una nuera que vele de su vejez.

– No vuelvas a recordar lo de mi hacienda, que ya sabes como está. Pero ni siquiera en el caso de que me hiciera con ella, podría conservarla. Quiteria, soy, como suele decirse, pobre por los cuatro costados. ¿Recuerdas lo que mi tío dejó dicho en su testamento? ¿No? ¿No te acuerdas cómo le recalcó la manda al señor De Mal? Decía que si alguna vez quisiera casarme, se averiguase que el pretendiente no tenía la menor noción de lo que eran los libros de caballería, y si lo sabía y pese a todo yo persistía en la boda, perdería toda mi hacienda, que se quedaría en manos de los albaceas para hacer con ella obras pías. Bien. ¿Y de quién va esta tonta a enamorarse sino del único mozo que no le convenía, no ya bachiller Sansón Carrasco, sino licenciado y doctor en esos libros de todos los demonios? O muerta de pena con el escribano, o muerta de pobre con el bachiller, pero aun así ya me gustaría verme pobre con éste, que rica con el otro. ¿De qué me sirve ser joven y tener salud y tantos dones como dices que me puso la vida al alcance de la mano? Mejor me estaría ser como tú, que has tenido delante al hombre que amaste y lo veías todos los días, y para ti lo tenías, y aunque de poco te sirvió, te sirve de consuelo saber que a la que amaba con toda el alma, según aseguraba, no le dio mas de lo que te dio a ti, y lo mismo hubiera sido que hubieses sido la princesa de Hungría que el ama Quiteria, porque tuviste a don Quijote como nunca lo tuvo otra.

Y Quiteria, que había logrado distraerse de sus melancolías, se quedó pensativa y acaso pensó que la sobrina llevaba razón, y dijo al fin, como esa madre que aún antes de saber lo que hará, con tal de tranquilizar a un hijo, le dice:

– No te apures. Déjame a mí, que ya se me ocurrirá algo.

«No, no se te ocurrirá nada, porque aún no te he contado lo peor», pensó con tristeza Antonia, y la muchacha dudó si desvelar lo único que en realidad le abrumaba de veras. Pero esa noche, abundante en abrazos, besos y lágrimas, quedó sin desatar el nudo de su verdadero drama: estaba esperando un hijo de Cebadón.

CAPITULO VIGÉSIMO SEGUNDO

Y A Cebadón la vuelta de Quiteria, lejos de inquietarle, le enardeció. Esperó que transcurriera esa noche y a la mañana, escrutando el rostro del ama, adivinó. «Antonia no le ha contado nada de lo nuestro», se dijo, y se las arregló para verse con la muchacha. Le dijo triunfaclass="underline"

– ¿Qué? ¿No te has atrevido a decírselo al ama? Será cosa de ir anunciándolo. Cuando tú me digas, voy a hablar con don Pedro. Recuérdalo, sólo habrás de ser mía.

– Antes me muero, Cebadón. Y con Quiteria en casa, no pienses en desmandarte porque será peor.

– ¿Quiteria? ¿Quién es Quiteria? -respondió el mozo,

Al día siguiente ya estaba todo el mundo al corriente del regreso de Quiteria, y fueron pasando por la casa las comadres y vecinas del ama y los antiguos amigos de don Quijote. Nadie, por discreción, se atrevió a preguntar las razones por las cuales había desaparecido tan misteriosamente, pero muchos lo hubieran querido saber, y se marchaban de la casa un tanto decepcionados, porque Quiteria no soltaba prenda.

'-Mira que eres curioso, mira que eres curiosa -fue la frase que repitió a lo largo del día más de cien veces entre risotadas sinceras; de tan buen humor le había puesto saberse de nuevo en su casa-. ¿Pues dónde iba a estar, señora mía? Por ahí, corriendo mundo. No sólo el señor Quijano tenía derecho a orearse. Quién sabe si esas ganas de salirse por ahí no las darán las miasmas que se respiran en esta casa.

Si le preguntaban a Antonia dónde había estado el ama, ella, contagiada de la alegría de Quiteria, respondía.

– A mí tampoco ha querido decírmelo. Pregúntenselo a ella, que si quiere declararlo lo dirá.