– ¿Y sabéis, don Santiago, si en esa colla de pueblos se ha mencionado éste como cuna de don Quijote?
Conoció la duquesa la naturaleza socarrona del bachiller, y alegre ante la madeja de las burlas, palmoteo exultante y de tal modo, que el bisojo Ginés y Aldonza la miraron, creyendo que se trataba de una de esas menguadas criaturas que se ríen por todo.
– No -respondió Ginés al bachiller, sin dejar de observar a aquella mujer, hasta que logró borrar de su semblante toda manifestación de felicidad-. De todos esos lugares, villas y pueblos que he declarado lo he oído, y de otros más que no recuerdo. Pero nunca de este pueblo, aunque entendería que aquí disputaran ese honor, como otros lo hacen, pues aquel a quien le quepa esa gloria, prosperará como Roma, como Lo-reto, como Guadalupe, como Monserrate y otros santuarios. Y así he pensado yo en El Toboso abrir, como acaba de declararos mi esposa, mesón y posada para albergar a todos los peregrinos que por el pueblo se están llegando, ávidos de conocer los escenarios gloriosos de ese libro. ¿Y qué mejor ocasión si ven de paso a la única, verdadera, genuina, bellísima Dulcinea de la Manchar Y yo creo que El Toboso no le irá a la zaga al mismo pueblo natal de don Quijote, y entre nosotros -y bajó la voz Ginés de Pasamonte hasta hacerla inaudible, como si temiera que la divulgación de esa confidencia pudiera perjudicarle- cuanto más tarde en averiguarse el pueblo de don Quijote, mejor será para nosotros. Y al lado de la posada pienso también abrir tienda en la que los peregrinos, caminantes, curiosos, avisados, romeros y toda la patulea puedan comprar el famoso y auténtico bálsamo de Fierabrás, elixir contra todos los males, y muchos otros peteretes y gollerías a los que ya hemos bautizado como "Amarguillos don Quijote», o «Polvorones Dulcinea», éstos fabricados expresamente por mi esposa, que no puede hacerlos mejor nadie, o las que ya está tejiendo por encargo mío un tejedor de £1 Viso, a quien acabamos de ver, «Mantas Sancho Panza».
No pudo resistir Sancho Panza ni uno más de aquellos monumentales embustes, y echando su caperuza atrás, se levantó y fue a taparle la salida, y con la más melosa y afectada cortesía le preguntó:
– ¿Y no venderéis en vuestra tienda, por casualidad, los «naipes fuleros del cunero Ginés de Pasamonte», o el Rucio de Sancho Panza que le robasteis hace un año, o «Títeres de! mayor hi de puta de la gran puta», o alguna de las cadenas que os llevasteis colgando como bardaje que lleva el diablo, trainel muerto de hambre, cornudo, puto, mandil, hereje, traidor, gafo, judío?
Oyéndose nombrar de tales nombres, Ginés de Pasamonte quedó parado en medio como estatua de piedra mármol. Por más que miraba a Sancho, no acababa de conocerle; tanto ha-bia cambiado en los últimos tiempos. Ginés, curtido en lances todavía más audaces e inauditos, se puso en guardia. Todas las miradas se posaban en él, y Dulcinea le miraba sin saber qué significaba todo aquello, sin advertir aún que aquel pícaro se había casado con ella para hacer gran negocio. Los demás esperaban sin duda que se defendiera o respondiera algo, y lo habría hecho, porque recursos oratorios le sobraban. Pero era Ginés de Pasamonte también un hombre práctico, y viendo que la puerta la defendía el escudero, a quien flanqueaba el bachiller Sansón Carrasco, ganó de dos pasos la ventana, la abrió, se montó de un salto en el alféizar y lanzando desde allí un galante beso a su dama, se lanzó a la calle. Se precipitaron todos por ver qué había sucedido, si allá abajo había quedado con la pierna o la cabeza quebradas, pero no vieron sino a Ginés montado en su caballo y saliendo del lugar en tan tendido galope que lo encubría una espesa nube de polvo.
– Ése no para -pronosticó el bachiller- hasta salir de estos reinos, y no le verán estos campos y encinas hasta el mismo día del Juicio.
Volvieron todos donde quedaba llorosa Dulcinea, a quien explicaron las cosas que sabían del que era ya su esposo, y se quedó consternada.
– ¿Qué he hecho yo para que cayera sobre mí la maldición de don Quijote? ¿Por qué razón he de padecer las locuras de un hombre al que ni quise ni podría querer? Me decís que don Quijote ha muerto. Pero ¿cómo creeros? ¿Quién dice la verdad en todo esto? Me casaría con él ahora mismo si viviera, ficticio o verdadero, y si por su culpa no he encontrado maridos, por su culpa, cuando lo encontré, perdí el que tenía. Cuánto mejor hubiera sido que ese vuestro don Quijote se hubiera dejado de requilorios y otras lindezas, que tal vez se estilan en la Corte, y le hubiera pedido mi mano a mi padre, y él se la habría dado contento de ver que se la llevaba un hidalgo de los de escudo en ristre. Pero ya veis cuál es mi sino, que me he quedado peor que antes, porque no puedo decir que sea ni viuda ni casada ni mozuela con un marido al que ya no volveré a ver en codos los días de mi vida.
Consolaron como pudieron a la recién abandonada, le entregó el duque una bolsa con treinta escudos, por que pasara mejor aquellos tragos, y ordenó a Tosilos y a una de las dueñas, llamada doña Toda, que la acompañaran devuelta a El Toboso y se la devolvieran al padre, avalando la inocencia de la hija en todos aquellos tejemanejes.
Los demás se fueron cada cual a su casa y con mas prisas que ninguno, Sancho Panza, que quería terminar su libro y entregárselo a Sansón Carrasco, para que éste lo devolviera a la duquesa, a quien pensaba no mirar nunca más ni hablar mientras viviera, y aun esto era poco, porque Teresa Panza, a quien Sancho había relatado cómo todo lo de la ínsula y lo de la sarta de corales y lo de las bellotas habían sido burlas sangrantes, quería presentarse en el palacio del conde y allí decir a la señora duquesa de los veneros perniles cuatro verdades como acaso nunca le hubiera dicho nadie. Y tuvo Sancho que hacer lo impensable para que su mujer no se presentara en casa de los condes y llamara a la duquesa tía asquerosa, y a su marido bardaje del demonio.
CAPÍTULO TRIGÉSIMO CUARTO
No esperó Sansón Carrasco la visita de Sancho Panza esa mañana, para que le devolviera el libro que había de llevar a la duquesa, sino que fue a buscarlo a casa del escudero.
Lo halló junto al fuego, con los pies metidos entre las brasas, tan fría era la mañana, y tan llorando que pensó el bachiller que acaso hubiera sucedido en la familia de los Panza una desgracia.
– No -le aclaró Sancho-, sino que al llegar al final del libro y encontrarme de frente otra vez con la crónica de la muerte de mi amo, y ver cómo estaba eso tan bien ajustado a la verdad, he vuelto a acordarme de aquellos días gloriosos y de la orfandad en la que aquel hombre nos dejó, que parece mayor cuanto más pasa el tiempo, y aún me parece que cumpliendo él su vida, y culminándola, dejó la nuestra a medias, o al menos la mía, que no quiero hablar de otros. La mía, si, está hoy más demediada que nunca.
– ¿Y tienes opinión del libro? ¿Te ha gustado más o menos que el primero?
– Como el primero, se atiene esta crónica a la verdad exacta, sólo que en la primera parte no había nada que no supiera yo, y en ésta se me han revelado muchas combinaciones y tretas a las que era ajeno. Unas, como esa de hacerse Caballero de la Blanca Luna, se pensaron para hacer el bien, y dicho sea al paso, me ha escocido un poco que no quisierais ponerme en el secreto, y otras, en cambio, se hicieron con el único propósito de burlarse de nosotros y reírse a nuestra costa, sin otra ganancia que la de la misma burla. Las burlas, no entrando el daño a terceros, son todas legítimas, y son mejores aquellas de las que acaba participando el burlado. Estos señores duques han dejado de ser para mi señores y duques, y he estado tentado de ir a devolverles yo mismo los doscientos ducados que a la salida del castillo me dieron. Doscientos ducados para mí son una fortuna, pero para ellos no fue más que el triste precio de las burlas, el salario de los juglares y los trastulos, el mendrugo que a mí y a mi amo nos echaron como a bufones. Pero he pensado un destino mejor para ese dinero del que no tocaré m un maravedí, porque me quemaría las manos como el caire de una puta. Y fijaros hasta qué punto estoy resuelto a hacerlo que ni siquiera mi Teresa se acordó de aquel llámame perro y échame pan, y ha prometido no acercarse ni a una de esas monedas, así pereciese ahora en la miseria. Y aun esta mañana me pedía que le diera el libro, porque quería ella devolvérselo, envuelto en cuatro lindezas.