Volvió sumisa la duquesa a la cama, temblando de frío y miedo, y pudo continuar Sansón con aquel discurso.
– ¿Tenías que venir hasta mi pueblo a escarnecerme? ¿No os bastaron las burlas que a mi y a mi escudero nos endosasteis en vuestro castillo? ¿Aún os quedaban risas con que vejarnos, dolos con que humillarnos, favores que lanzarnos como se lanzan a un perro los despojos? ¿Sólo un pobre loco puede entretener vuestras vidas acorchadas y secas? ¿Tan podridos estáis que sólo la irrisión os alivia de vuestra vida miserable? ¿No has encontrado tú, duquesa, un cauterio mejor para vuestros caños que las burlas al prójimo?
Hizo aquí el bachiller una estudiada pausa para que la duquesa calibrara la naturaleza de la revelación de algo que ella llevaba tan en secreto.
– ¿Te ha sorprendido, duquesa, que sepa lo de tus llagas? ¿O que te ves a solas con Tosilos desde hace dos años, cuando el duque se marcha a sus monterías?
Nunca hubiera pensado Tosilos, y ni se atrevió a moverse de detrás de la puerta, que aquella confidencia que le había hecho a su amigo Sansón Carrasco pudiera él ventilarla tan a la ligera, lo mismo que las otras que fue desmigando allí con aquella voz impasible y triste.
– Y tú -prosiguió, hundiendo un poco más la espada en el pecho del duque-, ¿no dices nada? ¿Te sorprende, duque, que sepa que llevas robados más de dos millones de maravedíes de las alcabalas en estos últimos diez años y que sé dónde los guardas? ¿No tienes bastante que quieres ahora robarme el reposo eterno y sacarme del cementerio de mi propio pueblo? ¿Has contado alguna vez el número de tus bastardos? ¿Quieres oírlo? Veintitrés dicen que tienes, pero yo sé que alcanza a cuarenta y ocho, si acaso, a esta hora, no están llegando los que harán el cuarenta y nueve y el cincuenta, pues vienen mellizos. ¿Queréis reír de veras? ¿Si te atravieso con la punta de mi espada ese sucio gaznate, te reirás? ¿Si te abro otras diez fuentes en tus posaderas, duquesa, lo encontrarás risible?
Dejó pasar un momento. Apartó la espada del pecho del duque, que pudo respirar aunque no todo lo anchuroso que hubiese querido. Se abrazó la duquesa a su esposo, y no se atrevió él a rechazarla.
La imagen de aquel don Quijote postizo era magnífica a contraluz. El simulacro de las barbas y la tez demacrada, al resplandor de aquella luna tormentosa y llovida, impresionaba. Cierto que era Sansón Carrasco de más corta estatura que don Quijote, pero era ya tanto el miedo que tenían metido en el cuerpo los duques, que no reparaban en pie de más o de menos, ni aun en vara.
– Dejadme tranquilo. Jamás volváis a poner mi nombre en vuestros labios ni los zapatos en este pueblo. Ante nadie os ufanéis de haberme burlado en el castillo, y tendremos la fiesta en paz. Mañana, en cuanto amanezca, partid de aquí en hora mala. No esperéis al conde. Y no os detengáis hasta llegara vuestro castillo. Allí, busca, duque, a las madres de tus hijos y entrégales a cada una doscientos ducados, que tus robos podrán permitírtelo, y a cada hijo, otros doscientos, y si la madre ha muerto, entrega al hijo los doscientos que serían de su madre, porque acaso haya muerto por no haber los socorros que le debías. Y empezad a vivir vida de penitencia, porque no os queda mucho en este mundo, y será mejor que vayáis pensando en el otro donde un Dios justiciero pesará con balanza todas vuestras acciones. A ti, duque, te matará un jabalí sin que puedan remediarte tus monteros, y tú. duquesa, acabarás desaguada por tus llagas, que ya nunca cerrarán. Y a Tosilos le darás, duquesa, dos mil ducados, por todas las veces que lo metiste en tu lecho sin que él lo apeteciera. Y si no cumpliereis alguna de estas que son como leyes, volveré a salir de mi tumba y esta vez no valdrán contemplaciones ni suspiros y a los dos, uno con otro, os ensartaré con la lanza, y aquí paz, y después gloria.
Y dándose la vuelta se dirigió a la puerta, donde le esperaba Tosilos. La abrió éste con diligencia, volvió a cerrarla, y Sansón se salió a la parte trasera, cerró con llave y de allí se fueron todos, muy entretenidos, a la casa de Antonia, que le esperaba curiosa de saber cómo se había pasado la burla.
Lo celebraron los tres jóvenes bebiendo tres dedales de mistela, no sin inquietud Tosilos de ver en qué iban a parar todas aquellas disposiciones, y contento que aquel don Quijote le hubiera apalabrado dos mil ducados, y se fueron a dormir.
CAPITULOTRIGÉSIMO QUINTO
No durmieron aquella noche los duques, y tanto miedo les quedó, que ni siquiera se atrevieron a principiar el capítulo de los reproches, los agravios y las afrentas, dando por verdadera aquella visión, y más cuando preguntaron a los criados a la mañana siguiente si acaso no habían oído los alaridos que ellos habían dado, pidiendo amparo, o el estrepitoso caminar de don Quijote con sus armas.
Ninguno, según confesaron uno por uno y el primero de todos el gran Tosilos, había oído nada, y la duquesa, que quiso comprobar la cerradura de su aposento, no acababa de explicarse cómo ella no había podido abrirla para salir, y sí, y tan sencillamente, entrando y saliendo, el fantasma de don Quijote, dando en creer que don Quijote, como los fantasmas, no había abierto la puerta, sino que la había traspasado.
– Mira -le advirtió a solas su marido- que el miedo pone tales ojos al cuerpo que éstos llegan a ver figuraciones.
– Si fue una figuración o no, dígalo vuesa merced. Bien quedo se estuvo, y a mí hubieran podido matarme y vos no hubieseis hecho nada, y de haber sido de niebla aquella espada no la habríais notado en el pecho, como así me dijisteis que estaba de buida. Para mí aquél fue el fantasma verdadero de don Quijote y una advertencia del cielo, esposo mío, para que nos arrepintamos de estas vidas empecatadas. Nos ha anunciado la muerte, y yo desde hoy voy a llevar vida pía.
– Lo que es a mí, ya no vuelven a verme de caza ni los gazapos, y me río yo de todos los jabalíes.
Pero no se reía el duque, que renunciaba allí a lo que más le gustaba en este mundo, que era el ejercicio de la caza, excusa para multiplicar el número de sus bastardos, y dio la voz de levantar el campamento y salirse del pueblo, hubiera o no llegado el conde.
Así se hizo. En tres horas todo estaba listo, y aunque el elefante no vivía sus mejores días, logró el naire ponerle en pie con la ayuda de un atizador muy persuasivo.
Nadie comprendió tanta acucia en quienes tanto se habían demorado en el pueblo, pero tampoco preguntaron la razón de ella, porque no eran costumbre las inquisiciones a señores tan principales sobre el porqué de sus actos.
Cuando llegó el conde y halló la casa desocupada, preparó él mismo su partida y sin atender a nada, se salieron aquella misma tarde hacia la Corte.
Al siguiente día, y también hacía Madrid, lo hicieron el bachiller y Sancho Panza, caballeros en dos de las magníficas muías del conde.
No se cansaba Sancho de que el bachiller le contara una y otra vez aquella burla dada a los duques, y sólo lamentaba el no haber estado presente para haberla saboreado a su gusto.
– Los doscientos ducados hubiera dado de muy buena gana por ver todo aquello que decís, y a vos, vestido de don Quijote. Y hablando de dineros -continuó diciendo Sancho- he de deciros algo. La vida es corta, hoy estamos aquí, y mañana allí, un día bebemos el buen vino y al otro criamos las malvas del cementerio. ¿Os acordáis del moro Ricote, el tendero de nuestro lugar?
– ¿Cómo no he de acordarme? ¿Olvidas que yo también he leído la Segunda parte de la historia? Tristes jornadas aquellas que llenaron de pesadumbre y lágrimas a España, y a todos los de su nación.
– Pues ya sabe cómo lo encontramos en traje de peregrino, volviendo envuelto con una partida de romeros tudescos, por que no le descubrieran. Y allí me dijo que venía a nuestro pueblo a desenterrar unos tesoros que no había podido sacar en su primera salida, y a encontrar a una hija. Me contó que había vivido en Alemania, donde pudo hacerlo con más libertad que aquí, porque sus habitantes no miraban en muchas delicadezas, pues cada uno vive en aquella tierra como quiere, con libertad de conciencia. Pensaba sacar esos tesoros y volver a donde se los dejarían disfrutar sin preguntarle si era o no su linaje más o menos rancio o si adoraba o no a Alá. Halló la hija en Barcelona, como sabéis, la víspera de que vencierais a don Quijote siendo el de la Blanca Luna. Llevaba ya entonces los tesoros, pero lo que no se cuenta en la historia, bien porque no se acordara de ello el fantasma de Cide Hamete o Cervantes, bien porque Ricote lo llevara tan en secreto que ni el historiador pudo alcanzar aquel tan oculto pensamiento, lo que no se cuenta, digo, y vos no sabéis, es que me confió que había desentrañado todos los tesoros, menos uno, por entrañar el hacerlo algún peligro de ser descubierto, al hallarse metido éste en un pozo junto a un camino muy pasajero. A mi vuelta he pensado desenterrarlo, dárselo a mi Teresa para tener su boca contenta y ponerme a serviros como escudero, si acaso quisierais tomarme a vuestro servicio, que un hombre como vos ha de tener cerca un criado como yo, con tanta experiencia de la vida. Don Quijote estaba loco, pero ni vos ni yo lo estamos. Y él hizo por loco cosas que acaso sólo les estuviera reservadas a los cuerdos, porque este mundo no han de arreglarlo las locuras de uno sino Lis corduras de muchos. Cuando empezó, él era uno, y vos y yo ya somos dos. No hay sino que salir mundo adelante, andar y ver, para darse cuenta de cómo van los famosos tuertos que decía mi amo, que con mirarlos muchos ya se enderezan de suyo, dando a entender con ello que si no lo habían hecho era por falta de cuidado y atención, y socorrer huérfanos, menesterosos, pobres, viudas, estropeados, doncellas desvalidas las más de las veces se consigue poniéndose uno a su lado, haciéndose ver, de la misma manera que no hay que hacer mucho en un gallinero sino estarse en él para que el raposo no lo avasalle, y estarse despierto junto al rebaño para que el lobo no se atreva a atacarle. Hace dos días vos acabáis de hacer vuestra primera aventura, y saber que van a quedar socorridas cincuenta mujeres burladas y otros tantos muchachos huérfanos de su padre, tiene que enorgulleceros. En una sola noche habéis hecho vos, señor bachiller, más que en toda su vida hiciera el pobre don Quijote con toda su brega andantesca. Pues si es muy necesaria la locura para emprender según qué empresas, sólo puede coronárselas con un poco, y aun un mucho, de juicio. Al morir don Quijote yo era uno y hoy soy otro. Nunca pensé que algo así a un hombre barbado como yo pudiera ocurrirle. He visto mundo, me han manteado, apedreado, apaleado, robado y hambreado a lo largo y lo ancho de los caminos, pero fui libre. Mientras lo era, no supe que lo fui; murió mi amo, y con él mi libertad. En nuestro pueblo me ahogo y quiero alcanzar el colmo de los caminos, que es la libertad. Quiero a mi mujer y quiero a mis hijos, y dicen que el casado casa quiere, pero si me quedo con ella, me moriré como se murió don Quijote de melancolías. Quien conoció la libertad un día no puede ya vivir ni medio sin ella, y cuánto menos, toda una vida. Anímese, bachiller, vista sus armas y salgamos de nuevo al mundo.