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Apresurándose mientras la lluvia empezaba a caer, pudo oír unas pisadas tras sus propios pasos. Lanzó una breve mirada sobre su hombro y no vio a nadie. Nada. Y las pisadas parecían haberse detenido. Como si quienquiera que la estuviese siguiendo no deseara ser descubierto. O estuviese imitando su propia vacilación.

Se le encogió el estómago y se acordó del espray de pimienta que llevaba en la mochila. Entre el espray y su propia destreza en defensa personal… ¡Por Dios bendito, no pierdas la calma!

Tras levantar un poco más su mochila, retomó la marcha, aguzando el oído mientras esperaba percibir el roce del cuero contra el cemento, el susurro de una respiración pesada al ser perseguida, pero todo lo que pudo oír fue el sonido del tráfico en las calles, el zumbido de los neumáticos sobre el asfalto, el rugido de los motores, el repentino chirrido de unos frenos o del cambio de marchas. Nada siniestro. Nada malvado. Aun así, su corazón palpitaba con fuerza y, pese a su anterior reprimenda mental, abrió uno de los bolsillos de la mochila y buscó a tientas el espray. En pocos segundos estaba en sus manos.

Nuevamente miró por encima de su hombro.

Siguió sin ver nada.

Apretó el paso y acortó por el césped y a través de la verja más cercana a su apartamento. Nada más alcanzar la calle, su móvil empezó a sonar. Con un violento sobresalto, maldijo levemente en un suspiro mientras llevaba una mano al bolsillo de su abrigo. El nombre de su padre aparecía iluminado en la pantalla. Tras apretar el botón de descolgar y, por una vez, agradecida de que hubiese llamado, lo saludó.

– Oye, ¿es que nunca trabajas?

– Incluso los polis nos tomamos un rato libre de vez en cuando.

– ¿Entonces has decidido tomarte uno y ver si estaba bien?

– Me llamaste tú.

– Oh, es cierto. -Se le había olvidado… un nuevo pequeño recordatorio de que no se encontraba al cien por cien; su maldita y penosa memoria. Cada cierto tiempo, se le olvidaba por completo algo importante-. Mira, quería darte mi nueva dirección y contarte que he conseguido un trabajo en el Bard's Board. Es una cafetería y cada plato tiene el nombre de un personaje de Shakespeare. Ya sabes, por ejemplo, el capuchino helado Yago, o el Reuben [2] de Romeo, o el sándwich de palitos de pollo Lady Macbeth y cosas así. Creo que los dueños son dos ex profesores de Lengua. En fin, tengo que aprendérmelos todos para el lunes por la mañana, cuando empiece. Supongo que me ayudará a acostumbrarme a memorizar de nuevo.

– El Reuben de Romeo suena a algo sexual.

– Tan solo a ti, papá. Es un sándwich. Yo no se lo mencionaría a tu compañero.

– A Montoya le va a encantar.

Ella sonrió y, al llegar al edificio de apartamentos, le pregunto:

– ¿Cómo te encuentras?

– Bien, ¿por qué?

Pensó en la imagen de él tornándose gris mientras ella estaba al volante el otro día.

– Solo por preguntar.

– Haces que me sienta viejo.

– Es que eres viejo, papá.

– Niñata engreída -le dijo, aunque con humor en su voz.

Kristi estuvo a punto de responder: «Me viene de familia», pero detuvo la respuesta automática. Rick Bentz aún se mostraba algo sensible cuando le recordaban que él no era su padre biológico.

– Escucha, tengo prisa. Luego hablamos -le dijo en cambio-. ¡Te quiero!

– Yo a ti también.

Kristi comenzó a ascender la escalinata exterior para encontrarse con una chica de corta estatura en el rellano de la segunda planta, quien parecía tener problemas con una bolsa de basura goteante.

La chica asiática de pelo negro elevó la mirada y sonrió.

– Tú debes ser la nueva vecina.

– Sí. Estoy en la tercera planta. Me llamo Kristi Bentz.

– Yo soy Mai Kwan. Apartamento 202. -Con un amplio gesto, señaló hacia la puerta abierta de la vivienda más cercana que había en la segunda planta-. ¿Eres estudiante? Oye, espera un segundo mientras llevo esto al contenedor.

Rodeó a Kristi moviéndose con gracilidad y se apresuró en bajar los restantes escalones; sus sandalias resonaban con fuerza en la lluvia.

Kristi se preguntó si estaría algo majareta, con esas sandalias y la bolsa goteante. Y, de cualquier forma, Kristi no estaba dispuesta a esperar bajo el frío y la lluvia. Al alcanzar la tercera planta, oyó el golpeteo de las sandalias de Mai, correteando en las escaleras, por debajo de ella. Nada más abrir la puerta y poner dentro el primer pie, Mai la llamó desde la oscuridad.

– ¡Espera, Kristi!

¿Para qué?, pensó Kristi, pero permaneció tras el umbral de la puerta mientras el aroma de la lluvia impregnaba su apartamento. Mai apareció justo entonces y no esperó a que la invitasen; se limitó a avanzar tranquilamente hacia el interior, con sus sandalias haciendo charcos sobre aquel viejo suelo de madera.

– ¡Oh, vaya! -exclamó Mai, al contemplar el nuevo hogar de Kristi. Su pelo, cortado en frondosas capas que le llegaban a la barbilla, brillaba bajo la luz de la lámpara-. ¡Esto es genial! -Sonrió, mostrando sus dientes blancos y rectos, encerrados bajo unos labios de brillo coralino. Sus ojos oscuros, con pestañas cuidadosamente sombreadas, inspeccionaron el lugar.

Había una pequeña cocina encajada tras una doble puerta plegable en un extremo de la extensa habitación, la cual estaba salpicada de ventanas que permitían la vista sobre los muros del campus. Kristi había situado un pequeño escritorio en uno de los huecos de las ventanas abuhardilladas, y un sillón de lectura con escabel en el otro. Había limpiado los muebles lo mejor que había podido y repartido unas cuantas alfombrillas baratas por todo el suelo. Una de las lámparas, una falsa Tiffany, era suya. La otra, una moderna lámpara de pie cuya pantalla estaba quemada de tener demasiado cerca la bombilla, ya venía incluida con la vivienda. Las paredes estaban cubiertas con pósteres de escritores famosos y fotografías de la familia de Kristi, y también había comprado velas y las había colocado sobre los alféizares y los extremos rayados de las mesas. Con un espejo que compró en una tienda de segunda mano y unas cuantas macetas con sus respectivas plantas bien situadas, el lugar tenía todo el aspecto estudiantil que pudo conseguir.

– ¡Es genial! Dios, si hasta tienes una chimenea. Bueno, supongo que todas las viviendas del ala norte la tienen. -Mai anduvo hasta el hogar profundamente labrado y pasó sus dedos por la vieja madera-. Adoro las chimeneas. ¿Tú también estudias aquí? -añadió.

– Sí. Tercero. Licenciatura en periodismo -aclaró Kristi.

– Me llevé una sorpresa al oír que habían alquilado este sitio. -Mai aún seguía paseando por el apartamento, mirando las fotografías que Kristi había colgado sobre la pared. Entornó los ojos y se inclinó para acercarse a una ampliación enmarcada-. Oye, esta eres tú y ese famoso poli de Nueva Orleans… espera un momento. Kristi Bentz, ¿cómo la hija de…?

– Del detective Rick Bentz, así es -admitió Kristi, un tanto incómoda debido a que Mai hubiese reconocido a su padre.

Mai se acercó un paso más hacia la foto, y examinó la instantánea enmarcada como si quisiera memorizar cada detalle de la fotografía de Kristi y su padre en un bote. La imagen tenía ya cinco años, pero era una de sus favoritas.

– Resolvió un par de casos de asesinos en serie por aquí, ¿no es cierto? ¿No fue uno en ese viejo manicomio? ¿Cuál era su nombre? -Chasqueó los dedos antes de que Kristi pudiera responder-. Nuestra Señora de las Virtudes, ese era el nombre. ¡Oh, vaya! Rick Bentz… Esto… Es algo así como una leyenda viviente.

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[2] El Reuben es un sándwich de ternera y queso. (N. del T)