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Rhys no tenía posesiones personales aparte de su emmide, que había sido un regalo del maestro siete años atrás. El emmide era un artefacto sagrado, hecho con madera de un árbol que, según se decía, era sagrado para Majere. Puesto que le había dado la espalda al dios, a Rhys no le pareció correcto conservar su regalo, así que dejó el emmide en la biblioteca, con los libros, apoyado contra una pared. Mientras salía de la estancia se sintió como si dejara atrás uno de sus brazos.

Se fue a su catre, pero esa noche el sueño lo rehuía a pesar de su extenuación. No lo acosaron los fantasmas de sus hermanos asesinados. Sin embargo, estaban en su corazón. Veía sus rostros ante sí, oía sus voces. También oía la mano de la impaciente diosa que golpeaba el tejado. No paró de llover en toda la noche.

Había planeado emprender viaje antes de que amaneciera, pero ya que no podía dormir tanto daba ponerse en marcha antes. Guardó pan, carne seca y manzanas para Atta y para él en una bolsa de cuero, se cargó ésta al hombro y llamó a la perra con un silbido.

Al ver que el animal no acudía salió a buscarla, casi seguro de saber dónde se hallaba.

La encontró tendida junto al aprisco vacío, la mirada triste, desconcertada.

—Sé cómo te sientes, pequeña—dijo Rhys.

Volvió a silbar y la perra se levantó y lo siguió, obediente.

Rhys no miró atrás.

La lluvia cesó en el momento en que se pusieron en camino. Una niebla baja tapizaba el valle. El sol naciente era una espeluznante mancha borrosa de color rojizo cuya luz intentaba traspasar la niebla gris como si ésta fuese estopilla. La humedad condensada se escurría de las hojas de los árboles e iba a caer al suelo mojado con un goteo sordo. Todos los sonidos se oían amortiguados.

Rhys tenía mucho en que pensar mientras caminaba. Dejó que Atta se desplazara libremente, un trato excepcional para un perro pastor. El animal podía meterse en los arbustos en busca de conejos, o ladrar a las ardillas, o reconocer el terreno adelantándose a su amo y regresar a la carrera con la lengua colgando y los ojos relucientes. Pero no hizo nada de eso, sino que trotó a su lado, gacha la cabeza y la cola caída. Rhys esperaba que se animara una vez que hubieran dejado atrás el territorio familiar, lejos del olor persistente de las ovejas y de los otros perros.

Cuando había llevado el ganado al pueblo había preguntado a los aldeanos si habían visto pasar a un clérigo de Kiri—Jolith hacía poco. Ninguno de ellos había visto nada. A Rhys no le sorprendió. El pueblo se encontraba al nordeste del monasterio, mientras que la ciudad de Staughton —el hogar de Lleu— se hallaba hacia el sur. No había razón para que Lleu no regresara a Staughton. Siempre podía inventarse un cuento convincente para explicar la desaparición de sus padres. En la actualidad viajar era peligroso, sobre todo en Abanasinia, donde hombres fuera de la ley vagaban por campo abierto. Sólo tenía que discurrir una historia de un ataque de ladrones en el que sus padres habían sido asesinados y él había salido herido, y le creerían.

Rhys iba tan absorto en sus pensamientos que no echó en falta a Atta hasta que una enorme rata se cruzó en su camino y la perra no salió corriendo tras ella. Se paró y silbó, pero Atta no apareció. Se le ocurrió la idea de que quizá el animal había regresado con su manada. Sería lógico. Habría tomado una decisión, al igual que había hecho él. Sin embargo, tenía que asegurarse de que el animal se encontraba bien y a salvo. Giró sobre sus talones, con el ánimo por los suelos, y faltó poco para que topara contra la diosa que, con su característica impetuosidad, apareció sin previo aviso ante él, cerrándole el paso. —¿Adonde vas? —demandó.

—Primero, a buscar a mi perra, señora, y después a Staughton, a buscar a mi hermano.

—Olvídate de la perra. Y olvídate de tu hermano —ordenó Zeboim, autoritaria—. Quiero que busques a Mina. —Señora...

—Majestad para ti, monje —lo interrumpió Zeboim en tono altanero. —Ya no soy monje, majestad.

—Sí que lo eres. Serás mi monje. Si Majere puede tener monjes, ¿por qué no voy a poder tenerlos yo? Claro que tendrás que llevar una tánica de otro color. Mis monjes vestirán de color verde mar. Bien, monje de Zeboim, ¿qué era lo que ibas a decir?

Rhys vio que su ropa cambiaba del sagrado color naranja de Majere a un verde que supuso que recordaba el del océano. Nunca había visto el mar, así que no podía juzgar si lo era o no. Se exhortó a tener paciencia y respiró profundamente antes de hablar.

—Como señalaste ayer, ni siquiera sé quién es esa tal Mina. No sé nada sobre ella, pero sí conozco a mi hermano y...

—Era la cabecilla de los caballeros negros durante la Guerra de los Espíritus. Hasta vosotros, los monjes que vivís aislados, tenéis que haber oído hablar de la Guerra de los Espíritus —dijo Zeboim al reparar en la expresión en blanco del monje.

Rhys sacudió la cabeza. Los monjes habían oído historias que contaban los viajeros sobre una Guerra de los Espíritus, pero casi no habían prestado atención. Las guerras entre los vivos no les concernían, como tampoco las guerras entre vivos y muertos. Zeboim puso los ojos en blanco ante tamaña ignorancia.

—Cuando mi venerada madre, Takhisis, robó el mundo, sacó del agua a una huérfana llamada Mina y la hizo su discípula. Mina fue por el mundo difundiendo la palabra del Unico, realizando ostentosos milagros y dirigiendo un ejército de fantasmas. Así se las arregló para convencer a los necios mortales de que sabía de qué hablaba.

—Así que Mina es discípula de Takhisis —dijo Rhys.

—Era —corrigió Zeboim el tiempo verbal—. Cuando mamá recibió su merecido por su traición, Mina lloró a su diosa y se llevó el cadáver. Según se cuenta, estaba preparada para acabar con su miserable vida, pero Chemosh decidió utilizarla. La sedujo y ahora ha transferido su lealtad a él. Mina es quien convirtió a tu candido hermano en un asesino. Es a ella a quien debes encontrar. Es mortal y, en consecuencia, el eslabón débil en la cadena de mando de Chemosh. Párala, y lo habrás parado a él. Admito que no será fácil —reconoció la diosa, que añadió a regañadientes—: Esa mocosa tiene cierto encanto.

—¿Y dónde encuentro a esa Mina? —preguntó Rhys.

—Si lo supiera, ¿crees que me molestaría contigo? —estalló Zeboim—. Me ocuparía de ella personalmente. Chemosh la encubre en una oscuridad que ni siquiera mis ojos pueden penetrar.

—¿Y qué hay de otros ojos, como los de otros dioses? Tu padre, Sargonnas...

—¡Ese estúpido imbécil! Está demasiado absorto en sus asuntos, como todos los demás. Ninguno de los dioses tiene cabeza para darse cuenta de que Chemosh ha desarrollado una ambición peligrosa. Se propone apoderarse de la corona de mi madre. Planea desestabilizar el equilibrio y sumir a Krynn en otra guerra. Soy la única que se ha dado cuenta —añadió con altanería—. La única con coraje para desafiarlo.

Rhys enarcó una ceja. La idea de contemplar a la cruel y calculadora Zeboim como paladín de los inocentes era chocante. Con inquietud, Rhys comprendió que había algo más. Aquello olía a una lucha personal entre Zeboim y Chemosh. Y lo iban a pillar en medio, entre el yunque de uno y el martillo del otro. Le resultaba difícil aceptar el hecho de que los dioses de la luz estuviesen ciegos a esa maldad. Sin embargo, sabría algo más una vez que estuviera de vuelta en el mundo. Se mantuvo en silencio, pensativo.

—Bien, hermano Rhys, ¿a qué esperas? —demandó Zeboim—. Te he dicho todo lo que necesitas saber. ¡Ponte en marcha!