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Ariakan volvió a resoplar.

A su espalda, Beleño oyó el chasquido de otro hueso, el gemido de Rhys y luego, silencio, un silencio tan profundo que el kender temió durante un instante que su amigo hubiera perdido el sentido. Entonces oyó una respiración áspera y vio la mano de Rhys moverse sobre el tablero.

Un hueso quebrado asomaba entre la carne. La sangre goteó en el tablero de khas. El kender tragó saliva con esfuerzo, encogido el corazón por el sufrimiento de su amigo.

—Ahora que sabes que hemos venido a salvarte, milord, nuestro plan es... —empezó Beleño, que procuraba acelerar las cosas todo lo posible.

—Perdéis el tiempo. No pienso irme —replicó ferozmente Ariakan—. No lo haré mientras no le haya arrancado el hígado a ese traidor con mis propias manos y se lo haga comer a trocitos.

—No tiene hígado —manifestó el kender, enfadado—. Ya no. Y quiero decir que es este tipo de actitud negativa lo que te ha mantenido apresado todos estos años. Bien. Éste es el plan. Rhys te comerá —explicó con aire seguro aunque albergaba sus dudas sobre el resultado— y te desplazará hacia su lado del tablero. Yo distraeré a Krell y, mientras, Rhys te meterá en un bolsillo. Escaparemos y te llevaremos sano y salvo con tu divina madre. Lo único que tienes que hacer es...

—No quiero que me rescate nadie —arguyó Ariakan—. Si lo intentáis organizaré un jaleo de mil demonios. Ni siquiera a Krell se le pasará por alto. Me temo que estáis perdiendo el tiempo. Y la vida.

—Sale a su madre, no cabe duda —rezongó Beleño—. Pobre Rhys —añadió mientras se encogía al oír la inhalación vacilante de su amigo—. No aguantará mucho más. ¡Oh, no! ¡Ahí va, a punto de mover la pieza equivocada!

Beleño sacudió violentamente la cabeza y, por suerte, Rhys pilló la advertencia. La mano —ahora utilizaba la izquierda— se desvió de la reina a un roque. Beleño soltó un suspiro profundo y echó una ojeada a Krell.

—Eso debería darle en qué pensar —comentó el kender con satisfacción.

El Caballero de la Muerte parecía impresionado por el movimiento. Se inclinó sobre el tablero y fue a mover una pieza, pero lo pensó mejor. Tamborileando los dedos sobre el brazo tallado del sillón, se echó hacia atrás y estudió atentamente el tablero.

Beleño dirigió un rápido vistazo a Rhys. El monje estaba muy pálido y tenía la cara brillante de sudor. Se sostenía la mano derecha con la izquierda, y su propia sangre le había salpicado la túnica. No hacía ningún ruido, no gemía, pero el dolor debía de ser insoportable. Cada dos por tres le oía hacer una corta e intensa inhalación.

Los kenders eran, por naturaleza, personas despreocupadas, con la filosofía de que lo pasado, pasado está, vive y deja vivir, pon la otra mejilla, nunca juzgues un libro por la cubierta, o a lo hecho pecho. Pero a veces se enfadaban y cualquier habitante de Krynn podría deciros que en el mundo no hay nada tan peligroso como un kender que ha perdido los estribos.

«¿Qué te parece? —se dijo Beleño para sus adentros—. Nosotros arriesgamos la vida para rescatar a este caballero y resulta que el pedazo de burro con armadura no quiere que lo rescaten. Bueno, ¡eso ya lo veremos!»

No hacía falta el habitual «tomar prestado» kender, ni juegos de manos, ni maniobras a hurtadillas, sólo un burdo «agarra y corre». Y no había forma de advertir a Rhys del cambio de planes. Sólo le quedaba esperar que su compañero captara la indirecta, la cual, después de todo, iba a ser más clara que el agua.

Krell alargó la mano para hacer un movimiento. Como había previsto el kender, el Caballero de la Muerte se disponía a coger la pieza del caballero negro, iba a mover a Ariakan.

Beleño agachó la cabeza como había visto hacer a un toro en una feria de ganado, y cargó.

10

Una parte de Rhys era consciente del tablero de khas, de las piezas colocadas en él y de la marcha de la partida. Otra parte no lo era, y ésa se encontraba en la falda de la colina, con los pies descalzos y frescos apoyados en la verde hierba, reluciente de rocío, y el cálido sol cayendo sobre sus hombros. Sin embargo, le estaba resultando más y más difícil permanecer en la ladera.

Agudos destellos de dolor interrumpían su estado de meditación. Cada vez que Krell ponía la mano gélida e incorpórea en él, el espantoso roce mermaba su fuerza y su voluntad.

De acuerdo con el plan, aún quedaban por hacer varios movimientos más. Tendría que perder más piezas.

En el exterior la noche había caído y, a través de la ventana, Rhys veía el parpadeo de relámpagos en el horizonte; Zeboim aguardaba noticias con impaciencia.

Dentro no ardía ningún fuego ni alumbraba ninguna vela. El tablero lo iluminaba el rojo fulgor que irradiaban los ojos de Krell. Rhys intentó enfocar la mente en él, pero le resultó imposible encontrarle sentido a un juego que no lo había tenido en ningún momento. Mientras trataba de recordar qué pieza se suponía que debía mover, se sobresaltó al ver que las casillas negras se elevaban y flotaban a sus buenos cuatro dedos por encima del tablero. El monje parpadeó y aspiró profundamente; las casillas negras volvieron a su posición normal.

Krell tamborileaba los dedos en el brazo del sillón. Se inclinó hacia adelante y alargó la mano hacia una de las piezas de los caballeros negros.

Cuando Beleño echó a correr, Rhys pensó que los ojos volvían a jugarle una mala pasada y miró fijamente la pieza de khas deseando que volviera a ser normal.

Krell soltó un gruñido de sorpresa y Rhys comprendió que no estaba imaginándose cosas raras. Beleño se había hecho cargo de la partida y el peón hacía su propio movimiento.

Sorteando piezas de khas, el kender salió disparado por el tablero y se lanzó directamente hacia la pieza del caballero negro. Rodeó con los brazos las patas del Dragón Azul y siguió adelante.

Peón y caballero rodaron fuera del tablero.

—Eh, un momento. Eso va en contra de las reglas —argumentó Krell con severidad.

Rhys no veía las piezas de khas, pero sí las oyó caer al suelo, una con un tintineo y la otra con un chillido.

Krell soltó un sordo retumbo de ira. Los ojos rojos se volvieron hacia el monje.

Asiendo el cayado con las dos manos, Rhys se levantó de la silla y arremetió con todas sus fuerzas en el centro del yelmo del Caballero de la Muerte. Acertó a dar a Krell entre los dos ojos llameantes.

Rhys esperaba que el golpe en el pesado yelmo de acero distraería al caballero y lo retrasaría lo suficiente para que él pudiera encontrar a Beleño y a lord Ariakan. En ningún momento pensó que le haría daño a Krell.

Pero el cayado era un objeto sagrado, bendecido por Majere, el último regalo del dios a su oveja descarriada.

Actuando por voluntad propia, el cayado se escapó de las manos de Rhys y, mientras éste lo contemplaba, estupefacto, cambió ele forma para adoptar la de una mantis, el insecto sagrado de Majere.

La mantis medía tres metros de altura, con los ojos bulbosos, el caparazón verde y seis enormes patas del mismo color. La inmensa mantis religiosa aferró la cabeza del Caballero de la Muerte con las espinosas patas delanteras, cerró las mandíbulas sobre el aullante espíritu de Krell y empezó a devorarlo en cuanto las mandíbulas atravesaron la armadura para llegar hasta el alma condenada que se guarecía debajo.

Atrapado en la presa del gigantesco insecto, Krell, cuyo cobarde corazón se encogía de miedo, chilló con espanto.

Rhys musitó una rápida oración de gracias al dios y se arrodilló para recoger la pieza de khas y al kender. No le costó encontrarlos, ya que Beleño daba brincos, agitaba los brazos y gritaba a voz en cuello. Rhys lo levantó.

—¡No quiere que nadie lo rescate! —chilló el kender.

El monje guardó a Beleño en la bolsa de cuero y después recogió la pieza de khas del caballero negro. El peltre abrasaba, como si acabaran de fundirlo en la forja.

Rhys echó una ojeada a Krell, que forcejeaba con el dios, y supuso que el alma sedienta de venganza de Ariakan seguiría atada a este mundo durante mucho tiempo todavía.