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La noche estaba alumbrada por un fulgor ambarino que brillaba a través de las ventanas y que se colaba por las grietas de las paredes y las rajas de la mampostería. I ,e costaba trabajo ver por culpa de la cegadora luz y, mientras se protegía los inmortales ojos, sus dudas se acrecentaron.

Se dirigía a los aposentos de Mina cuando el castillo se sacudió y los muros temblaron. Un estruendo atronador y rechinante —un sonido como sólo había oído antes en una ocasión— hizo que se quedara inmóvil, estupefacto. La última vez que había oído semejante fragor fue cuando nació el mundo y las montañas se elevaron, los abismos se abrieron entre ellas y los mares hirvieron, blancos de espuma y de la gloria de la creación.

Chemosh intentó ver lo que ocurría, pero la luz era demasiado fuerte. Subió corriendo la escalera que llevaba a las almenas y, al llegar arriba, se frenó en seco.

Sobre una isla recién formada con roca negra se alzaba la Torre del Mar Sangriento. La torre reflejaba un brillo ambarino y allí, en las almenas, estaba Mina con los brazos extendidos; a los ojos deslumbrados del dios parecía que la joven la sostuviera en las manos. Entonces Mina se desplomó sobre las losas de piedra y se quedó tendida en el suelo, inmóvil.

Chemosh era incapaz de hacer algo más que mirar de hito en hito.

Zeboim salió del mar, caminó por el éter y se detuvo junto a Mina.

Los tres primos abandonaron sus mansiones celestiales y descendieron para contemplar a Mina.

El hombre-toro, Sargonnas, pasó por encima de la muralla del castillo y se plantó en el patio, desde donde fulminó con la mirada a Chemosh. Kiri-Jolith, armado y equipado para la batalla, también apareció, acompañado por la Sanadora, Mishakal, hermosa y fuerte. Habbakuk acudió, y también Branchala, con su arpa, y el viento tocó las cuerdas y creó un sonido lúgubre.

Morgion observaba desde las sombras, los miraba a todos con aborrecimiento y sin embargo allí presente, entre ellos. Chislev, Shinare y Sirrion estaban juntos, unidos por el asombro. Reorx se atusaba la barba; abrió la boca para decir algo, pero después, consciente del peso del silencio, el dios de los enanos la cerró de golpe y pareció sentirse incómodo. Hiddukel se mostraba sombrío y nervioso, convencido de que aquello perjudicaría a sus negocios. Zivilyn y Gilean fueron los últimos en llegar, ambos muy metidos en una conversación a la que pusieron fin en cuanto vieron a los otros dioses.

—Falta uno de nosotros —dijo Gilean con tono grave—. ¿Dónde está Majere? —Estoy aquí. —Majere avanzó lentamente entre ellos, sin mirar a ninguno, fijos los ojos en Mina, y su semblante reflejaba una aflicción indecible. —Zivilyn me ha dicho que tú sabes algo de esto. —Así es, Guardián del Libro. —Majere no apartó la vista de Mina.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde hace muchos, muchísimos eones, Guardián del Libro. —¿Y por qué lo mantuviste en secreto? —inquirió Gilean. —No me correspondía a mí revelarlo —contestó Majere—. Lo juré solemnemente.

—¿A quién? —demandó Gilean.

—A alguien que ya no está entre nosotros.

Los dioses guardaron silencio.

—Supongo que te refieres a Paladine —manifestó Gilean—, pero hay alguien más que tampoco está entre nosotros. ¿Esto tiene algo que ver con ella?

—¿Con Takhisis? —La voz de Majere sonó cortante y se endureció aún más al añadir—: Fue responsable de esto.

—Sus últimas palabras, antes de que el Dios Supremo viniera a llevársela, fueron: «¡Estáis cometiendo un error! Lo que he hecho no se puede deshacer. La maldición está entre vosotros. Destruidme, y os destruiréis a vosotros mismos» —intervino Chemosh.

—¿Por qué no nos lo dijiste? —bramó Sargonnas.

—Porque siempre estaba lanzando amenazas. —Chemosh se encogió de hombros—. ¿Por qué iba a ser diferente esta vez?

Los otros dioses no tenían nada que responder y guardaron silencio, esperando.

—Es culpa mía —manifestó finalmente Majere—. Actué de acuerdo con lo que creía que era para bien.

Mina yacía inmóvil y fría. Chemosh deseaba acercarse a ella, pero no podía estando todos ellos delante, observándolo.

—¿Está muerta? —le preguntó a Majere.

—No está muerta, porque no puede morir. —La mirada de Majere pasó de un dios a otro, por todos ellos—. Habéis estado ciegos, pero ahora veis la verdad.

—Vemos, pero no entendemos.

—Claro que entendéis —contradijo Majere. Enlazó las manos y su mirada se perdió en el firmamento—. Pero no queréis entender.

No veía las estrellas, sino la primera luz que habían irradiado.

—Empezó al comienzo de los tiempos —dijo—. Y empezó gozosamente. —Soltó un profundo suspiro—. Ahora, por no haber hablado yo, podría acabar con un amargo pesar.

—¡Explícate, Majere! —gruñó Sargonnas—. ¡No tenemos tiempo para tus tonterías.

Majere desvió la mirada del principio de los tiempos al presente y contempló a sus iguales.

—No necesitáis explicación alguna, podéis verlo por vosotros mismos. Ella es una diosa. Una diosa que no sabe que lo es. Una diosa a la que Takhisis engañó haciéndola creer que era humana.

—¡Una diosa de la oscuridad! —exclamó Sargonnas, exultante.

Majere hizo una pausa y cuando habló su voz sonó queda por la tristeza.

—Takhisis la embaucó para que sirviera a la oscuridad. Es, o era, una diosa de la luz.