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A Valthonis se le estremeció el corazón. Sus propias lágrimas le nublaron la vista y le estrangulaban la voz.

—Pero no puedo —prosiguió Mina—, Ya lo sé. Lo he intentado. Dicen ni nombre y me despiertan...

De repente lanzó un grito angustiado. Tantas lágrimas acudieron a sus ojos que parecía que el reflejo del Dios Caminante se ahogara en el agua salada.

—¡Haz que paren, padre! —suplicó, balanceándose hacia delante y atrás en una despiadada agonía—. ¡Haz que paren!

Valthonis avanzó por el suelo de piedra del valle de Neraka y se detuvo junto a su hija. Ella estaba arrodillada delante de él y se aferraba a sus botas. El Dios Caminante la cogió e hizo que se levantara.

—Las voces no van a parar. Para ti nunca pararán..., hasta que las respondas.

—Pero ¿qué les digo?

—Eso es lo que debes decidir.

Valthonis le tendió el talego que Rhys había llevado durante tanto tiempo. Mina lo miró, sorprendida. Lo desató y miró dentro. Allí estaban sus dos regalos, el Collar de Sedición y la Pirámide de la Luz.

—¿Los recuerdas? —preguntó Valthonis.

Mina negó con la cabeza.

—Los encontraste en la Sala del Sacrilegio. Ibas a regalárselos a Goldmoon cuando llegaras a Morada de los Dioses.

Mina contempló largamente los dos objetos, uno envuelto en la oscuridad absoluta y el otro poseedor de la luz. Envolvió los dos, con cuidado y reverencia.

—¿Está muy lejos Morada de los Dioses, padre? Estoy tan cansada...

—No muy lejos, hija. Ya no está lejos.

8

Un dedo peludo levantó un párpado de Rhys y el monje se despertó sobresaltado. Eso asustó a Galdar y estuvo a punto de sacarle el ojo. El minotauro apartó la mano y gruñó satisfecho. Deslizó un brazo descomunal por debajo de los hombros de Rhys, lo incorporó hasta que quedó sentado y le empujó entre los labios un frasquito. Por la garganta le bajó un líquido de sabor repulsivo.

Rhys se atragantó y empezó a escupirlo.

—¡Traga! —ordenó Galdar, dándole una palmada en la espalda que le hizo toser y envió el líquido garganta abajo.

Sintió una arcada y se preguntó si acababa de ser envenenado.

Galdar le sonrió, sacando todos sus dientes a relucir, y gruñó.

—El veneno sabe mucho mejor que este mejunje. Quédate quieto un momento y deja que haga efecto. Dentro de poco te sentirás mejor.

Rhys obedeció. No hizo ninguna pregunta. Todavía no se sentía lo suficientemente fuerte como para escuchar las respuestas. Le dolía la mandíbula y sentía un latido, aunque ya no la tenía rota. Se le clavaba un pinchazo en el estómago y cada vez que respiraba era una tortura. La poción se extendía por todo su cuerpo y el dolor de las heridas empezó a remitir, pero no alivió el dolor de su corazón.

Mientras tanto, Galdar había agarrado a Atta por el hocico y la sujetaba con firmeza, mientras otro minotauro vestido de soldado, con el emblema de Sargas, le extendía con destreza una pasta marrón sobre la herida.

—Te gustaría arrancarme la mano de un mordisco, ¿verdad, chucho? —dijo Galdar y se echó a reír cuando Atta gruñó como respuesta.

Cuando el minotauro hubo terminado con sus cuidados, asintió a su compañero.

Galdar soltó la perra y los dos minotauros se apartaron de un salto. Atta se levantó, un poco insegura. Sin dejar de mirar al minotauro con recelo, se acercó a Rhys para que la acariciara.

Después fue cojeando hasta la capa verde. La olfateó, la tocó con la pata y miró hacia Rhys, agitando la cola, como si dijera: «Esto lo solucionas tú, amo. Estoy segura.»

Atta, ven aquí —dijo Rhys.

Atta se quedó donde estaba. Volvió a tocar la capa con la pata y gimió.

Atta, ven aquí —repitió Rhys.

Lentamente, la perra agachó la cabeza y la cola. Atta cojeó tristemente hasta Rhys y se tumbó junto a él. Apoyó la cabeza entre las patas y emitió un profundo suspiro.

Galdar se agachó junto al cuerpo. Todos sus movimientos eran lentos y rígidos. Tenía el pelaje manchado de sangre y cubierto de la misma pasta marrón que el soldado había untado en la herida de Atta. Galdar levantó una esquina de la capa verde y miró a Beleño.

—Sargas ordena que lo honremos. Entre nosotros será conocido como Kedir ut Sarrak.[2]

Rhys sonrió a pesar de las lágrimas. Ojalá el espíritu de Beleño siguiera por ahí para poder oír eso.

Los soldados minotauros recogieron sus cosas y se prepararon para partir. Nadie quería quedarse en aquel lugar más tiempo del necesario.

—¿Puedes viajar, monje? —preguntó Galdar—. Si es así, puedes venir con nosotros. Te ayudaremos a llevar a tu muerto y al chucho, si no nos muerde —añadió con aspereza.

Rhys asintió, agradecido.

Uno de los minotauros levantó el cuerpecito entre sus fuertes brazos. Otro cogió a Atta. La perra ladró y se revolvió, pero en cuanto Rhys se lo ordenó, dejó de resistirse y permitió que el minotauro la llevase, aunque gruñía cada vez que cogía aire.

—Quisiera agradecerte tu ayuda... —empezó a decir Rhys.

—A mí no tienes que agradecerme nada —lo interrumpió Galdar. Hizo un gesto hacia los soldados con su mano buena—. Puedes agradecérselo a estos insurrectos. Desobedecieron mis órdenes y vinieron a buscarme, a pesar de que les había ordenado que se quedaran esperándome.

—Me alegro de que desobedecieran —repuso Rhys.

—Tengo que confesar que yo también. Seguid—dijo Galdar, dirigiéndose a sus hombres—. El monje y yo no podemos caminar tan rápido. No va a pasarnos nada. En este valle ya sólo quedan fantasmas y ésos no pueden hacernos daño.

Los minotauros no parecían tan seguros, pero hicieron lo que Galdar les ordenó, aunque no avanzaron tan rápido como podían. Aminoraron el paso lo justo para seguir oyendo las órdenes de su oficial.

Galdar y Rhys caminaban uno junto al otro, cojeando. Galdar puso una mueca y se llevó la mano al costado. El minotauro tenía un ojo tan hinchado que ni siquiera podía abrirlo y un reguero de sangre en la base de uno de los cuernos.

A Rhys le dolía el estómago y la mandíbula, y el simple hecho de respirar era difícil y doloroso.

—¿Adonde vas a ir ahora? —preguntó Rhys.

—Volveré a Jelek para retomar mis obligaciones como embajador entre vosotros los humanos. Dudo mucho que tú quieras ir allí —añadió con una sonrisa irónica—. Pero mis hombres y yo no os abandonaremos. Esperaremos con vosotros hasta que llegue la ayuda.

—La ayuda puede tardar mucho en llegar —dijo Rhys, suspirando.

—¿Eso crees? —preguntó Galdar, con una sonrisa asomada a los labios—. Deberías tener más fe, monje.

Rhys no tenía la menor idea de lo que quería decir, pero antes de que pudiera preguntarle, la sonrisa de Galdar se esfumó. Volvió la vista hacia el valle de piedra y cristal negro.

—Mina fue con él, ¿verdad? Se fue con el Dios Caminante.

—Eso espero —contestó Rhys—. Por eso rezo.

—Yo no soy muy de rezar. Y si rezara, le rezaría a Sargas, y en este momento no creo que disfrute demasiado del favor del dios astado.

Se quedó en silencio.

—Si rezara, rezaría por que Mina encuentre aquello que busca —añadió después en tono sombrío.

—¿La perdonas por lo que te hizo? —Rhys estaba estupefacto. Los minotauros no eran demasiado dados a perdonar. Su dios era el dios de la venganza.

—Supongo que podría decirse que me he acostumbrado a perdonarla. —Galdar se frotó el muñón del brazo con una mueca. Qué raro era que el dolor del brazo que no tenía fuera más intenso que el de los huesos rotos. Entre avergonzado y desafiante, añadió—: ¿Y tú, monje? ¿Tú la perdonas?

—Una vez recorrí mi camino con el odio y los deseos de venganza oprimiéndome el corazón —contestó Rhys. Su mirada se detuvo en el minotauro que llevaba el pequeño cuerpo en la tela verde que ondeaba en el aire calmo—, Nunca volveré a hacerlo. Perdono a Mina y rezo por lo mismo que tú, por que encuentre lo que busca. Aunque no estoy seguro de si debería rezar por eso.

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2

«Kender con cuernos.» (N. de la t.)