– ¿Cómo han quedado?
– Hemos quedado en que mañana volveré con los papeles. Ellos tendrán allí a un notario a las cinco. -Lo miró sonriendo-. Imagine: puedes morirte antes de que un médico se digne venir a visitarte a tu casa, y ellos tienen a su disposición a un notario de un día para otro. -Arqueó las cejas ante la idea-. Así que mañana a las cinco voy, firmamos y me dan el dinero.
Antes ya de que ella acabara de decirlo, Brunetti había levantado el índice y lo movía de derecha a izquierda en muda señal de negación. No estaba dispuesto a permitir que la signorina Elettra volviera a acercarse a aquellas personas. Ella sonrió acatando la orden con alivio, según le pareció a él.
– ¿Y el interés? ¿Le han dicho el tipo?
– Han dicho que de eso hablaríamos mañana, que estaría en los documentos. -Cruzó las piernas y juntó las manos en el regazo-. Por lo tanto, imagino que no llegaremos a hablar del tema -concluyó.
Brunetti esperó un momento y preguntó:
– ¿Y la santurronería?
Ella buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un estrecho rectángulo de papel, un poco más pequeño que un naipe y lo dio a Brunetti, que lo contempló. El papel era rígido, una especie de pergamino de imitación con la imagen de una mujer vestida de monja que tenía los dedos entrelazados y los ojos mirando al cielo, en actitud piadosa. Brunetti leyó las primeras líneas impresas al pie, una oración con la inicial, una «O» iluminada.
– Santa Rita -dijo ella, cuando él hubo contemplado la estampa un rato-. La patrona de los Imposibles, al parecer, otra abogada de las causas perdidas. La signora Volpato se siente muy identificada con la santa porque está convencida de que también ella ayuda a las personas cuando se les han cerrado todas las puertas. Ésa es la razón de su especial devoción por santa Rita. -La signorina Elettra se paró un momento a reflexionar sobre esa curiosa particularidad y consideró oportuno agregar-: Que me dijo que es más fuerte que la que siente por la Madonna.
– Pues puede considerarse afortunada la Madonna -dijo Brunetti devolviendo la estampa a la signorina Elettra.
– Ah, quédesela, comisario -dijo ella agitando la mano en señal de rechazo.
– ¿No le han preguntado por qué no acudía a un banco, si es dueña de una casa?
– Sí, y les he dicho que la casa me la había regalado mi padre y que no quería arriesgarme a que él se enterase. Si acudía al banco, donde conocen a toda la familia, él descubriría lo que ha hecho mi hermano. Procuré llorar un poquito al decirlo. -La signorina Elettra esbozó una pequeña sonrisa y prosiguió-: La signora Volpato ha dicho que sentía mucho lo de mi hermano, que el juego es un vicio terrible.
– ¿Y la usura no? -preguntó Brunetti, pero en realidad no era una pregunta.
– Por lo visto, no. Me ha preguntado cuántos años tenía él.
– ¿Y usted qué le ha dicho? -preguntó Brunetti, sabiendo que ella no tenía hermanos.
– Treinta y siete y que hacía años que jugaba. -Calló, pensó en los sucesos de la tarde y dijo-: La signora Volpato ha sido muy amable.
– ¿En serio? ¿Qué ha hecho?
– Me ha dado otra estampa de santa Rita y me ha dicho que rogaría por mi hermano.
23
Lo único que Brunetti hizo aquella tarde antes de irse a su casa fue firmar los papeles para autorizar el envío del cadáver de Marco Landi a sus padres. Después llamó a la oficina de los agentes y preguntó a Vianello si estaría dispuesto a acompañar el cuerpo al Trentino. Vianello accedió inmediatamente y sólo preguntó si podría ir de uniforme, ya que al día siguiente no estaría de servicio.
Brunetti, sin saber si se excedía en sus atribuciones, dijo:
– Cambiaré los turnos. -Abrió un cajón y se puso a buscar la lista de turnos, sepultada bajo el montón de papeles que cada semana llegaban a su mesa y que él acumulaba y reexpedía sin leer-. Considérese de servicio y vaya de uniforme.
– ¿Qué les digo si me preguntan si hemos adelantado algo en la investigación?
– No se lo preguntarán. Todavía no -contestó Brunetti, seguro de no equivocarse, aunque sin saber por qué.
Cuando llegó a casa, encontró a Paola sentada en la terraza con los pies descansando en uno de los sillones de mimbre que habían resistido otro invierno a la intemperie. Le sonrió y retiró los pies del sillón. Él aceptó la invitación y se sentó frente a ella.
– ¿Puedo preguntar qué tal ha sido el día? -dijo.
Él se hundió un poco más en el sillón y movió la cabeza negativamente, pero consiguió sonreír.
– Vale más no preguntar. Un día como tantos.
– ¿Cargado de?
– Usura, corrupción y codicia.
– Sí. Un día como tantos. -Ella sacó un sobre del libro que tenía en el regazo y se inclinó para dárselo-. Quizá esto te lo arregle.
Él tomó el sobre y lo miró. Era del Ufficio Catasto. No comprendía cómo podía aquello arreglarle el día.
Sacó la carta y la leyó.
– ¿Es un milagro? -preguntó y, bajando la mirada, leyó la última frase en voz alta-: «Habiéndose presentado documentación suficiente, toda comunicación anterior expedida por esta oficina queda sustituida por el presente documento de condono edilizio.» -Brunetti dejó caer la mano en el muslo, sin soltar la carta-. ¿Significa esto lo que imagino? -preguntó.
Paola asintió, sin sonreír ni desviar la mirada.
Él buscó las palabras y el tono precisos y, habiéndolos encontrado, preguntó:
– ¿No podrías ser un poco más explícita?
La explicación fue inmediata.
– Tal como yo lo veo, significa que el asunto ha terminado, que han encontrado los papeles necesarios y que no van a marearnos más.
– ¿Encontrado? -repitió él.
– Encontrado.
Él miró la hoja de papel que tenía en la mano, en la que aparecía la palabra «presentado». La dobló y la introdujo en el sobre, mientras pensaba cómo preguntar y si debía preguntar.
Devolvió el sobre a su mujer y dominando todavía el tono pero no las palabras, inquirió:
– ¿Tu padre tiene algo que ver con esto?
Él la observaba. La experiencia le dijo durante cuánto tiempo pensó ella en mentirle y también el momento en que abandonó la idea.
– Es probable.
– ¿De qué manera?
– Estábamos hablando de ti -empezó ella, y Brunetti disimuló la sorpresa por el hecho de que Paola hablara de él con su padre-. Me preguntó cómo estabas, cómo iba tu trabajo, y le dije que tenías más problemas de los habituales. -Antes de que él pudiera acusarla de revelar sus secretos profesionales, Paola explicó-: Ya sabes que nunca hablo de cosas concretas, ni con él ni con nadie, pero sí le dije que estabas más sobrecargado que de costumbre.
– ¿Sobrecargado?
– Sí -y explicó-: Con lo del hijo de Patta y la forma en que va a librarse. Y esos pobres chicos muertos. -Al ver su expresión, dijo-: No; a él no le dije nada de eso, sólo le insinué que últimamente estabas agobiado. Recuerda, Guido, que vivo y duermo contigo, y que no es necesario que me des el parte diario de cómo te afectan esas cosas.
Él la vio erguir el tronco, como si creyera que la conversación había terminado y ya podía ir a buscar unas copas.
– ¿Qué más le dijiste, Paola? -preguntó él antes de que ella pudiera levantarse.
La respuesta tardó en llegar, pero cuando llegó era cierta.
– Le hablé de esa tontería del Ufficio Catasto que, a pesar de que no habíamos sabido más, aún pendía sobre nuestras cabezas, como una especie de espada de Damocles de la burocracia. -Él conocía la táctica: la frase ingeniosa para salirse por la tangente. No se dejó distraer.