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Nova se quedó callada y pensativa. Después respondió a la defensiva:

– Vomité. En serio, era demasiado asqueroso.

– Nosotros hubiéramos hecho lo mismo -la consoló Eddie.

Amanda estaba sentada en el único sillón que había y estudiaba la figura de Moses, que se dedicaba a trocear verduras y pollo de forma minuciosa. Con su gran corpulencia ocupaba todo el pequeño rincón donde estaba emplazada su cocina. Maldijo cuando por tercera vez se dio en la cabeza con un armario que sobresalía. Amanda había intentado hacerlo ella, pero él se lo había impedido.

– Tienes que descansar -le había dicho con determinación.

Amanda se rindió y dejó que Moses luchara con sus cuchillos desafilados y la poco práctica distribución de su cocina. En el fondo le daba la razón. Sin aceptarlo por completo, se empezaba a preocupar. Un poco de malestar podía tenerlo cualquiera, pero nunca antes había sentido un pinchazo en el estómago como aquél. No se lo dijo a Moses para que no la obligara a ir de inmediato a urgencias. Era demasiado agradable que la mimaran en casa.

– La sopa de pollo acaba con la mayor parte de las enfermedades del estómago -le explicó Moses entre dos zanahorias.

– ¿Es un hecho científico? -preguntó Amanda sonriendo.

– Según mi abuela.

Moses echó la verdura troceada en una olla grande que encontró y se puso a cortar el pollo con gran maestría. «Ser forense da una habilidad increíble», pensó Amanda. Descartó aquel pensamiento para poder tomarse la sopa sin asociaciones demasiado desagradables. En general, intentaba no pensar mucho en el trabajo de Moses. Cierto que se encontraban a menudo en los lugares donde se habían cometido crímenes, pero ella sería incapaz de estar hurgando en cadáveres todo el día. «Mis víctimas suelen estar vivas», solía asegurar él, pero para Amanda aquella profesión era incomprensible.

– Ahora, que cueza una media hora -informó Moses mientras se secaba las manos con un trapo de cocina.

Arvid maldijo cuando abrió la caja de cartón con comida del restaurante chino de la esquina. Lo primero que vio fue una de las cosas que más odiaba. Unas pequeñas láminas grises lo miraban con malicia.

Setas.

Suspiró hondo y empezó a quitarlas con cuidado; no estaban en el menú. En tal caso, no se le hubiera ocurrido pedir aquel plato. Uno tras otro, transportó los trocitos cuidadosamente hasta la papelera. Arvid hacía lo imposible por no tocarlos. Desde que era pequeño, no soportaba las setas. El miedo a pisarlas en el bosque se había convertido en odio. La parte lógica de su cerebro aceptaba que tenía una fobia; el resto justificaba sus sentimientos respecto a que las setas eran lo más asqueroso que existía. ¿Cómo podía la gente normal comer setas o siquiera tocarlas?

Cuando hubo apartado todos los trozos de setas visibles, se llevó la comida y se sentó a su bien ordenado escritorio. La pantalla del ordenador estaba impoluta y brillante, los lápices clasificados por colores y los papeles ordenados en carpetas dentro de los cajones del escritorio. En el estante de encima había libros sobre informática puestos por orden alfabético. Cada mañana limpiaba, costumbre que había adquirido durante los meses que vivió en el Rainbow Warrior II, donde todos los días, a las ocho de la mañana, la tripulación limpiaba el barco entero por dentro: lavabos, suelo, marcos y paredes eran repasados con esmero. Era una obligación para mantener la higiene que, de otro modo, podía perderse fácilmente en un barco. Arvid también era el responsable de mantener la campana del barco en perfectas condiciones. Pertenecía al barco que se hundió, el Rainbow I, y era un símbolo muy apreciado. Cuando Arvid volvió a tierra, mantuvo el estricto horario de trabajo y se sentía a gusto con ello.

Empezó a comer con cuidado a la vez que miraba el único documento que tenía delante. Era una lista, con la empresa Vattenfall en primer lugar. Después aparecía SAS. Era su propia lista Dirty Thirty. Inspirados por el Fondo Mundial para la Naturaleza, Arvid, Eddie y Nova habían confeccionado una lista de los mayores destructores del medio ambiente de Suecia. Después les declararon la guerra. Las acciones legales no eran suficientes para parar la destrucción medioambiental a tiempo. Juntos decidieron pasar a la acción. Habían sobrepasado el marco de actuación de Greenpeace para hacer más cosas y con mayor celeridad.

Pero había salido mal, muy mal. Aunque Arvid estaba preocupado por Nova, en el fondo consideraba que el resultado final no era tan terrible.

Josef F. Larsson tenía lo que se merecía.

En la guerra y en el amor todo estaba permitido.

En esos momentos, Arvid pensaba hacer algo respecto al amor. Quería que Nova volviera a ser feliz. ¿Qué la podría alegrar más que él retomara el proyecto que habían elaborado entre los tres?

– Dirty SAS, here I come -dijo en voz alta y con un fuerte acento sueco en su inmaculado piso de Årsta.

Nova no necesitaba andar muchos metros para llegar al despacho de Nils Vetman. «¿Fue por una cuestión geográfica por lo que su madre lo eligió?», se preguntó. El pasaje Stora Gråmunke, a pesar de que su nombre lo calificaba como grande, era corto e iba sólo desde la calle Våsterlång hasta el agua. La madre de Nova, en uno de los momentos comunicativos que tenía a veces, le explicó que hubo un tiempo en el que el pasaje se comunicaba con un puente que los monjes, de ahí su nombre, usaban para llegar hasta su isla. Hacía tiempo que el puente había desaparecido y la isla fue rebautizada, ya que caballeros y nobles se habían establecido allí después de los hombres del Señor.

La casa de color vino era una de las más antiguas de Gamla stan, pero estaba recién renovada y pintada. En la puerta había placas que indicaban que la casa tenía como inquilinos a unos cuantos abogados. Mis Vetman era uno de ellos. Antes de entrar, Nova llamó al timbre del comunicador y aprovechó para mirarse en la placa brillante de latón. Constató que la cicatriz estaba bien camuflada. Con el calor no se le había corrido el maquillaje y las rastas estaban en su sitio.

Nova pulsó con cuidado el timbre. La puerta se abrió en cuanto dijo su nombre en respuesta a la crepitosa voz que salió por el altavoz. Cuando atravesó la puerta vio a la propietaria de la voz. La mujer estaba sentada, escribiendo frenéticamente en el teclado a la vez que miraba hacia arriba para encontrarse con la mirada de Nova. Tendría unos cincuenta años y parecía una parodia de la secretaria de un abogado, con un rígido traje gris, moño en la nuca y gafas en la nariz. Cuando vio a Nova dijo:

– ¿Café o té?

– ¿Tienes un vaso de agua? -respondió Nova, pero cuando la mujer apareció con una botella de agua mineral Ramlösa, le aclaró: mejor agua del grifo.

En condiciones normales le hubiera informado de que la producción de agua embotellada en Suecia generaba quince mil transportes en camión y treinta y tres mil toneladas de dióxido de carbono al año, pero esta vez se abstuvo. Tenía la sensación de que aquella señora serviría lo que el cliente quisiera, independientemente de la destrucción medioambiental o de que estallara una guerra nuclear. No valía la pena gastar energía en intentar reprogramarla.

Provista de un vaso de agua, Nova fue dirigida hasta el despacho de Nils Vetman. El techo era bajo como en muchas casas del siglo XVIII de la ciudad, pero la amplitud de la sala confirmaba el éxito y el dinero de su propietario; las paredes estaban adornadas con cuadros originales y la librería estaba llena de libros encuadernados en piel. «Alargador de pene», pensó Nova cuando vio al hombre con la cara en forma de pera. Además, su gran mesa, más que inspirar respeto ponía de manifiesto su escasa estatura. Llevaba el pelo teñido de color lino, pero blanqueaba. Aunque tenía los ojos entornados, eran despiertos y curiosos. Le señaló con la mano una silla vacía. La otra silla ya estaba ocupada. Nova no pudo evitar mirar un segundo de más a aquella persona. Era rubio pero no anodino. Tenía los ojos separados, de un tono azul oscuro. Era difícil definir su edad, pero el traje hecho a medida indicaba que había alcanzado cierto estatus. «Guapo -pensó Nova-, pero no atractivo. ¿Será marica?» Antes de alcanzar la silla, el hombre se levantó y le alargó la mano.