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Al igual que Lotty, Max estaba conmovido por el recital de su hijo. Me ofrecí a ir a buscar el coche enseguida, pero pensaron que debían quedarse para la recepción.

– Ya que es en honor de Theresz, parecería extraño que Max no estuviera presente, sobre todo siendo el padre de Michael -dijo Lotty-. Pero si quieres marcharte, Vic, podemos coger un taxi para volver.

– No seas ridícula -contesté-. Estaré pendiente de vosotros. Hazme una señal cuando decidáis marcharos.

– Pero puedes volver a encontrarte con Dick. ¿Podrás soportar la emoción? -Lotty se esforzaba por serenarse mediante el sarcasmo.

La besé en la mejilla.

– Me las arreglaré.

Fue lo último que supe de ella durante un buen rato. Tan pronto como terminó el concierto, una marea humana se derramó por las escalinatas. Cuando Max, Lotty y yo conseguimos por fin alcanzar el vestíbulo superior, fuimos inmediatamente separados por la multitud. En vez de abrirme paso entre el gentío tratando de seguirles, me acerqué a la barandilla e intenté seguirles la pista. Fue inúticlass="underline" Max sólo sobrepasa unos centímetros el metro cincuenta y dos de Lotty. Les perdí de vista a los pocos segundos de que alcanzasen la planta baja.

Durante la segunda parte del concierto, los proveedores habían montado un ambigú en el vestíbulo. Cuatro mesas, formando un enorme rectángulo, estaban cubiertas de una asombrosa cantidad de alimentos: gambas dispuestas en pirámide, gigantescos recipientes con fresas, pasteles, panecillos, ensaladas, fuentes de ostras crudas. Los lados más pequeños del rectángulo contenían platos calientes. Desde mi observatorio no podía discernir claramente su contenido, pero me pareció que los bollos de huevo y los higadillos de pollo alternaban con las setas fritas y los pasteles de cangrejo. En el centro de los dos laterales más largos, unos hombres con gorro blanco esgrimían cuchillos de trinchar por encima de gigantescas montañas de ternera y jamón.

La gente se precipitaba en desorden para acceder a la comilona antes que desapareciese. Divisé el peto de bronce de Teri en la primera oleada frente a la pirámide de gambas. Avanzaba en la estela de Dick, quien se apoderaba de las gambas con el frenesí de quien piensa que perderá la parte que le corresponde si no la apaña prestamente. Mientras embutía las gambas en su boca hablaba con la mayor seriedad con otros dos hombres de elegante atuendo que metían mano a las ostras. Conforme avanzaban lentamente hacia el asado central, iban subrayando la conversación pinchando aceitunas, pasteles de cangrejo, endivias y todo lo que encontraban a su paso. Teri se agitaba detrás de ellos, al parecer hablando con una mujer que lucía un vestido azul cuya superficie estaba profusamente recubierta de perlas cultivadas.

– Me siento como el Faraón viendo abatirse a las langostas -dijo a mis espaldas una voz familiar.

Me volví y vi a Freeman Carter: el emblemático abogado criminalista de Crawford-Mead. Sonreí y posé la mano sobre el finísimo paño de su chaqueta. Nuestra relación se remontaba a aquellos días en que yo también solía agitarme detrás de Dick en los actos sociales de su empresa. Freeman era el único socio que hablaba a las féminas sin pretender estar haciéndonos un gran favor, así que empecé a acudir a él para mis propios asuntos legales en los momentos en que el sistema parecía a punto de engullirme.

– ¿Qué haces aquí? -le pregunté-. No esperaba ver a nadie conocido.

– El amor a la música -Freeman sonrió con sarcasmo-. ¿Y tú? Eres la última persona a la que buscaría en una función de ciento cincuenta pavos.

– El amor a la música -le imité solemnemente-. El violonchelista es el hijo de una amiga. Siento confesar que he entrado gratis, no por apoyar la causa.

– Bueno, al parecer Crawford-Mead ha adoptado a Chicago Settlement como mascota. Todos los socios hemos sido invitados a comprar cinco entradas cada uno. Pensé que sería equitativo por mi parte participar, digamos que como último gesto de buena voluntad hacia la empresa.

Enarqué pensativamente las cejas.

– ¿Estás pensando en marcharte? ¿Desde cuándo? ¿A qué vas a dedicarte?

Freeman miró precavidamente por encima de su hombro.

– Todavía no se lo he dicho, así que guárdame el secreto, pero es hora de que empiece a ejercer por mi cuenta. El derecho penal nunca ha sido importante en Crawford, llevo años sabiendo que debo cortar amarras, pero hay tantos incentivos en una gran empresa que simplemente he seguido por inercia. Ahora la casa está creciendo tan rápido y se está alejando tanto del trabajo que yo considero importante que parece que ha llegado la hora de irse. Te lo notificaré oficialmente, se lo notificaré a todos mis clientes, cuando esté efectivamente trabajando por mi cuenta.

Unos cuantos grupos de gente charlaban a nuestro alrededor, evitando mezclarse con el gentío de abajo. Freeman no dejaba de observarlos para asegurarse de que no podía ser oído, y finalmente cambió bruscamente de tema.

– Mi hija está por ahí, con su amigo. No sé si voy a volver a verlos.

– Sí, eso mismo me estaba diciendo respecto a la pareja con la que he venido. No son muy altos: jamás los encontraré si me meto en el tropel… Me preguntaba qué habría traído a Dick por aquí. Yo hubiera puesto a los refugiados al final de la lista de personas por las que él pagaría algo, más o menos en el mismo plano que las mujeres con sida. Pero si la empresa está apoyando a Chicago Settlement supongo que él será el primero en aplaudir.

Freeman sonrió.

– No pienso hacer ningún comentario al respecto, Warshawski. Él y yo seguimos siendo socios, al fin y al cabo.

– Es él el que está llevando el tipo de asuntos que a ti no te gustan, ¿verdad?

– No seas tan optimista. Dick ha hecho mucho por revitalizar Crawford-Mead -alzó una mano-. Sé que odias su forma de practicar las leyes. Sé que te encanta conducir un cacharro y que desprecias sus deportivos alemanes…

– Ahora ya no conduzco un cacharro -observé con dignidad-. Tengo un Trans Am del 89 cuya carrocería sigue brillante pese a tener que dejarlo en la calle y no en un garaje para seis coches en Oak Brook.

– Lo creas o no, hay días en que Dick se pregunta si no cometió un error: si eres tú la que estás haciendo lo que debes, y no él.

– Ya sé que no has estado bebiendo, porque no te lo huelo en el aliento, así que tiene que ser algo que te has metido por la nariz.

Freeman sonrió.

– No ocurre con frecuencia, pero hubo un tiempo en que al chico le importabas lo suficiente como para casarse contigo.

– No te pongas sentimental conmigo, Freeman. ¿O es que estás pensando que hay días en que me pregunto si él estará haciendo lo que debe, y no yo? ¿Cuántas mujeres socias hay en Crawford ahora? Tres, ¿no? Entre una lista de noventa y ocho. Hay días en que desearía ganar el dinero que gana Dick, pero en ningún momento he deseado pasar por lo que una mujer tiene que pasar para medrar en una firma como la vuestra.

Freeman esbozó una sonrisa apaciguadora y deslizó mi mano bajo su brazo.

– No he venido aquí para enemistarme con la más arrojada de mis clientas. Vamos, Juana de Arco. Abriré camino hasta el bar y te conseguiré una copa de champán.

En los pocos minutos que llevábamos hablando, la montaña de gambas había desaparecido y gran parte de las fresas ya no estaban. Los asados de ternera parecían resistir. Busqué entre el gentío mientras bajábamos pero no pude encontrar a Lotty ni a Max. El vestido de bronce de Teri también había desaparecido.

Intenté no alejarme de Freeman, pero en cuanto estuvimos en la planta baja resultó imposible. Pasando entre los dos, alguien me soltó el brazo del suyo. Después seguí los cortos cabellos rubios de su nuca durante unos cuantos zigzags entre la muchedumbre, pero una mujer vestida de satén rosa con unas alas de mariposa que le llegaban al suelo necesitaba el terreno despejado para pasar, y lo perdí.