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– También os odia a vosotras -dije yo sombríamente.

– Sí, pero eso es por el puritano que lleva dentro. Ah, tiene celos de nosotras, pero sabe que a su vieja amante no le interesamos tanto como tú.

¡Jim es una persona extraordinaria! Estaba allí sentada, erguida como si estuviera sostenida por muelles de acero, esbelta y musculosa: su cara huesuda parecía más de varón que de mujer. No es raro que el mundo entero la tome por un muchacho cuando pasa haciendo rugir su Harley Davidson con Bob sentada en el asiento trasero: un auténtico motero que sale con su chica de paseo. Hasta puedo entender por qué los padres de Bob, ancianos y poco perspicaces, nunca se han dado cuenta de que Jim es una mujer. ¡Muy sensato por su parte!

Jim se ofreció a ayudarme con la instalación de la ducha.

Lunes, 7 de noviembre de 1960

Bien, ya estoy oficialmente a cargo del Servicio de Radiología de Urgencias. Chris se fue el viernes pasado después de una pequeña fiesta organizada por la Hermana de Urgencias, que en otros tiempos se habría mostrado llorosa y malhumorada. Esta vez, en cambio, su cara transmitía alegría: espera de lo más confiada poder seguir el ejemplo de Chris el año próximo. Constantin (un chef del restaurante Romano) sigue cortejándola asiduamente. Cuando Chris anunció que un feliz evento estaba en ciernes, el pequeño grupo de técnicas y hermanas prorrumpió en risas, suspiros, babeos y chillidos. Por suerte, un par de urgencias múltiples interrumpieron la fiesta y volvimos todas al trabajo.

Hay una nueva técnica en mi puesto, mayor y más experimentada que yo, pero prometida a un residente mayor; y por lo tanto feliz de ser la intermediaria. Se llama Ann Smith y su compromiso se ha prolongado porque el doctor Alan Smith (¡qué suerte para Ann, no tendrá que cambiarse de apellido!) tiene que solucionar la continuidad de su carrera antes de ir al altar.

Pero ¿por qué me han puesto a mí a cargo del servicio?

– Su trabajo es excelente, señorita Purcell -me dijo la Hermana Agatha mientras yo la escuchaba atentamente, de pie frente a su escritorio-. Decidí que usted reemplazara a la señorita Hamilton porque es eficiente, muy organizada, y piensa por sí misma, algo esencial para trabajar bien en Urgencias.

– Sí, Hermana, gracias Hermana -respondí automáticamente.

– A menos… -dijo, e hizo una pausa inquietante.

– ¿A menos que qué, Hermana? -pregunté.

– A menos que tenga usted la intención de casarse, señorita Purcell.

Me eché a reír. No pude evitarlo.

– No, Hermana, le aseguro que no tengo ninguna intención de casarme.

– ¡Excelente, excelente! -Sonrió complacida-. Puede retirarse, señorita Purcell.

Todo cambia cuando una es la encargada. Chris era muy buena en su trabajo, pero pensaba que su manera de llevar el servicio se podía mejorar. Ahora puedo hacer lo que quiera, siempre que ni la Enfermera jefe ni la Hermana Agatha se opongan.

Eso implica que ahora empiezo a trabajar a las seis de la mañana, cuento con las aprendizas entre las ocho y las cuatro, y con Ann desde las diez en mi antiguo rincón. No creo que a Ann le hiciera mucha gracia, pero apechugó. Si su jornada de trabajo significa que verá menos a Alan, tendrá que aguantarse. ¡La de cosas que se pueden hacer cuando una ocupa un puesto de responsabilidad! Me he convertido en una arpía sin escrúpulos.

Viernes, 11 de noviembre de 1960 (mi cumpleaños)

Esta mañana, poco después de las seis, escuché sin querer una maravillosa y breve conversación entre la enfermera jefe y el superintendente médico. A saber qué hacía allí el superintendente a esa hora, pero en el vocabulario de la enfermera jefe, por supuesto, la expresión «fuera de servicio» no existe.

– Jamás lo hubiera creído del doctor Bloodworthy [1] -dijo ella fríamente, justo delante de mi puerta.

Me pregunto en qué nueva situación comprometida se había metido el doctor Bloodworthy. Es un patólogo especializado en hematología. ¿No es extraño que la gente con nombres sugestivos se dedique a algo que aluda exactamente a ellos? Como lord Brain [2], el neurólogo.

– Está histérico a más no poder -replicó el superintendente, que no podía dejar de reírse-. Tal vez enseñe a todas esas viejas gallinas cluecas que van al comedor de las hermanas a no meterse en lo que no les importa por una vez en la vida.

– Señor -dijo la enfermera jefe con tanta vehemencia que hizo vibrar todo mi equipo-, si mal no recuerdo, también había muchas viejas gallinas cluecas en el comedor de los médicos. De hecho, creo que el señor Naseby-Morton se las arregló para poner un huevo, con el que luego usted hizo una carrera de cucharas hasta la planta baja.

Se guardó un momento de silencio, y luego el superintendente habló.

– Un día de éstos, enfermera jefe, tendré yo la última palabra. Y cuando eso ocurra, ¡no seré una vieja gallina clueca! ¡Seré el gallo del gallinero! Que tenga un buen día, señora.

¡Oooh! Y a la mierda el cumpleaños. Por la noche fui a Bronte.

Miércoles, 23 de noviembre de 1960

Hoy vi a Duncan. El profesor Sjögren ha venido desde Suecia para dar una conferencia sobre técnicas hipotérmicas en el tratamiento de anomalías cerebrales. En el Queens, todo el que tenía cierta proyección internacional quería ir, pero nuestra sala de conferencias sólo tenía capacidad para quinientas personas, de modo que la pugna por conseguir un asiento fue feroz. El viejo sueco es un eminente neurocirujano, que goza de una reputación mundial por su idea de congelar al paciente para disminuir el ritmo cardíaco y la circulación antes de cortar el aneurisma, realizar una derivación o lo que sea. Como técnica encargada del servicio de Radiología de Urgencias, conseguí un asiento y me vi flanqueada por la Hermana de Urgencias y nada menos que por el señor Duncan Forsythe. ¡Menudo martirio! No pudimos evitar el contacto físico, y todo mi costado derecho ardió durante horas. Me saludó con un seco movimiento de cabeza pero no me sonrió, y luego fijó la vista en la tarima o se dedicó a conversar con el señor Naseby-Morton, que estaba a su derecha.

La Hermana Tesoriero, que lleva el Servicio de Traumatología Infantil, estaba más o menos cerca de la Hermana de Urgencias, con la que mantenía sus habituales discusiones.

– Yo sí que trabajo -decía Marie O'Callaghan-, pero vosotras, las encargadas, estáis de adorno. Os pasáis el día entero adulando a los jefes de servicio y ofreciéndoles sandwiches de tomate para acompañar el té en lugar de la mantequilla de cacahuete que recibe el resto de los pobres mortales.

– ¡Sssh! -siseé yo entre dientes-. ¡Estoy sentada junto a ya saben quién!

La Hermana de Urgencias se limitó a esbozar una sonrisa cómplice, pero la Hermana Tesoriero adoptó una expresión de horror y se calló. Su querido señor Forsythe, del Servicio de Traumatología Infantil, podría no estar de acuerdo en comer sandwiches de tomate si se enterara de que el resto de los pobres mortales no recibía más que mantequilla de cacahuete. Era tan amable…

Por un momento me pregunté si debería llevarme la mano a la boca y simular que tenía ganas de vomitar, pero como estábamos justamente en el medio de la larga fila de asientos, me prestarían más atención de la que recibiría si aguantara el mal trago.

No creo haber oído una sola palabra de la conferencia, y en el preciso instante en que terminó me levanté, dispuesta a unirme al éxodo masivo. Él se marcharía con el señor Naseby-Morton por el pasillo opuesto de la sala, gracias a Dios. Pero no ocurrió así. Vino tras de mí, seguido por el jefe de cirugía cardíaca que no quería dejar la conversación. Luego me puso las manos en la cintura, ¡el muy idiota! ¿No se da cuenta de que la mitad de las miradas femeninas estaban puestas en él? Fue una caricia, no un apretón, y todo ocurrió en un segundo, con aquellas grandes y cuidadas manos que podían triturarte los huesos sin problemas y sin embargo recorrieron mi piel con tanta delicadeza que me hizo estremecer. La cabeza me daba vueltas, me tambaleé. Lo cual, ahora que lo pienso, fue lo mejor que pudo haberme ocurrido. Podía dejar sus manos allí, detenerme, incluso hacer que me volviese para mirarme a los ojos.

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[1] Digno de su sangre. (N. del T.)

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[2] Cerebro (N. del T.)